Read El valle del Terror. Sherlock Holmes Online

Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

El valle del Terror. Sherlock Holmes (21 page)

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

McMurdo se sentó en silencio por algún tiempo, con la carta en sus descuidadas manos. La niebla se había despejado por un momento, y había un abismo ante él.

—¿Alguien más sabe de esto? —interrogó.

—No le he dicho a nadie más.

—¿Pero este hombre, su amigo, no tiene otra persona a la que sería posible que le escribiera?

—Bueno, me atrevería a decir que conoce a uno o dos más.

—¿De la logia?

—Es muy probable.

—Preguntaba porque es verosímil que haya dado alguna descripción de este tipo, Birdy Edwards, para que podemos ir tras su rastro.

—Bueno, es posible. Pero no creo que lo conozca. Únicamente me está refiriendo las noticias que vinieron a él en materia de negocios. ¿Cómo podría conocer a este hombre de Pinkerton?

McMurdo dio un violento respingo.

—¡Por Dios! —gritó—. Ya lo tengo. Qué tonto he sido para no percatarlo. ¡Señor! ¡Pero tenemos suerte! Lo arreglaremos antes de que pueda hacer algún daño. Vea, Morris, ¿dejaría esto en mis manos?

—De hecho, se lo agradecería si lo quitara de las mías.

—Lo haré. Puede dar un paso atrás y yo correré con ello. Incluso su nombre no necesitará ser mencionado. Lo tomaré todo para mí mismo, como si esta carta haya venido para mí. ¿Eso lo contentaría?

—Es justo lo que le pediría.

—Entonces déjelo y manténgase callado. Ahora iré donde la logia, y pronto haremos que el viejo Pinkerton se disculpe por sí mismo.

—¿No matará a este hombre?

—Lo menos que sepa, amigo Morris, lo más tranquila que estará su conciencia, y dormirá de mejor manera. No pregunte, y deje que estas cosas se arreglen por sí solas. Tengo esto ahora.

Morris meneó su cabeza tristemente mientras se retiraba.

—Siento que su sangre está en mis manos —gimió.

—La auto-protección no es asesinato, de todas formas —expresó McMurdo sonriendo ásperamente—. Es él o nosotros. Me imagino que este hombre nos destruiría a todos si lo dejamos andar por este valle. Por qué, Hermano Morris, tendremos que elegirlo como jefe del cuerpo ya; pues indudablemente ha salvado a la logia.

Y sin embargo era claro por sus acciones que pensaba más seriamente sobre esta nueva intrusión que lo que sus palabras podían notar. Pudo haber sido su conciencia culpable, pudo haber sido la reputación de la organización de Pinkerton, pudo haber sido el entendimiento de que grandes y ricas corporaciones se habían dado la tarea de barrer con los Scowrers; pero, cualquiera que sea su razón, sus acciones fueron las de un hombre que se preparaba para lo peor. Todo papel que lo hubiera incriminado fue destruido antes de abandonar su morada. Tras ello dio un largo suspiro de satisfacción; pues le pareció que estaba a salvo. Y aún así el peligro debía aún estar presionando sobre él; pues en su camino a la logia se detuvo en la pensión del viejo Shafter. La vivienda estaba prohibida para él; pero cuando golpeteó la ventana Ettie salió de ella. La danzante travesura irlandesa se había apartado de los ojos de su amado. Leyó peligro en su grave rostro.

—¡Algo ha sucedido! —exclamó— ¡Oh, Jack, estás en peligro!

—Seguro, no es muy malo, mi corazón. Pero sería sabio que hiciéramos un movimiento antes de que sea peor.

—¿Hacer un movimiento?

—Te prometí una vez que me iría algún día. Creo que el tiempo se está acercando. Tuve noticias esta noche, malas noticias, y veo peligro cercano.

—¿La policía?

—Bueno, un hombre de Pinkerton. Pero, ciertamente, no sabrías lo que es, acushla, ni tampoco lo que significa para tipos como yo. Estoy hasta el cuello en esto, y puedo tener que irme rápido. Dijiste que vendrías conmigo si me marchaba.

—¡Oh, Jack, sería tu salvación!

—Soy un hombre honesto en algunas cosas, Ettie. No dañaría ni un cabello de tu linda cabeza por todo lo que el mundo me pueda dar, ni tampoco empujarte una pulgada del trono dorado encima de las nubes donde siempre te veo. ¿Confiarías en mí?

Ella colocó su mano sobre la suya sin decir una palabra.

—Bueno, entonces, presta atención a lo que te digo, y haz como te ordene; pues en todo caso es el único rumbo que nos queda. Algunas cosas van a ocurrir en este valle. Lo siento en mis huesos. Podría haber muchos que nos buscarán. Soy uno, de todas maneras. ¡Si voy, de día o de noche, eres tú la que debe venir conmigo!

—Iría después de ti, Jack.

—No, no, deberás venir conmigo. ¿Si este valle estuviera cerrado para mí y nunca pudiera regresar, cómo te podría dejar atrás, y conmigo quizás escondiéndome de la policía sin ninguna oportunidad de darte un mensaje? Es conmigo con quien debes venir. Conozco a una buena mujer en el lugar de donde vengo, y es allí donde te dejaría hasta que estemos casados. ¿Vendrás?

—Sí, Jack, iré.

—¡Dios te bendiga por la confianza que tienes en mí! Sería un demonio infernal si abusara de ella. Ahora, te aviso, Ettie, sólo será un mensaje dirigido a ti, y cuando te llegue dejarás todo y vendrás directo a la antesala del depósito y te quedarás allí hasta que vaya por ti.

—De día o de noche, acudiré al mensaje, Jack.

Algo tranquilizado en su mente, ahora que sus preparativos para escapar habían comenzado, McMurdo se encaminó a la logia. Ya se había reunido, y solamente con complicadas señas y contraseñas pudo pasar la guardia exterior y la guardia interior que la cercaban. Un susurro de complacencia y bienvenida lo acogió mientras entraba. El gran aposento estaba amontonado, y por la bruma de humo de tabaco vio la enredada melena negra del jefe del cuerpo, los rasgos crueles y nada amigables de Baldwin, la cara de buitre de Harraway, el secretario, y una docena más quienes estaban entre los líderes de la logia. Se regocijó con la idea de que todos tomarían consejo ante sus noticias.

—¡De hecho, estamos felices de verlo, hermano! —profirió el presidente—. Hay un oficio aquí que necesita de un Salomón en el juicio para acordarlo bien.

—Son Lander y Egan —le explicó su vecino mientras tomaba asiento—. Ambos claman la mayor paga dada por la logia por las descargas dadas al viejo Crabbe en Stylestown y ¿quién dirá quién fue el que disparó la bala?

McMurdo se irguió en su lugar y levantó la mano. La expresión de su talante congeló la atención de la audiencia. Hubo un silencio sepulcral de expectación.

—Eminente jefe del cuerpo —soltó, en una voz solemne—. ¡Reclamo urgencia!

—El Hermano McMurdo reclama urgencia —señaló McGinty—. Es un reclamo que según las reglas de la logia toma precedencia. Ahora, hermano, lo escuchamos.

McMurdo sacó la carta de su bolsillo.

—Eminente jefe del cuerpo y hermanos —pronunció—, soy el portador de malas noticias este día; pero es mejor que sea divulgado y discutido, a que un golpe nos caiga sobre nosotros sin advertencia lo que nos destruiría a todos. Tengo información de que las más poderosas y pudientes organizaciones en este estado se han unido para nuestra destrucción, y que en este mismo instante hay un detective de Pinkerton, un tal Birdy Edwards, trabajando en el valle recolectando la evidencia que podría poner una soga alrededor de los cuellos de muchos de nosotros, y enviar a todos los hombres de esta habitación a una celda para criminales. Ésa es la situación para la discusión por la cual he hecho un reclamo de urgencia.

Hubo un silencio lúgubre en la estancia. Fue roto por el presidente.

—¿Cuál es su evidencia para esto, Hermano McMurdo? —formuló.

—Es esta carta que ha llegado a mis manos —indicó McMurdo. Leyó el pasaje en voz alta—. Es un asunto de honor conmigo el que no dé detalles más particulares sobre esta misiva, ni ponerla en sus manos; pero les aseguro que no hay nada más en ella que afecte a los intereses de la logia. Coloco el caso ante ustedes tal y como me llegó a mí.

—Déjeme decirle, señor presidente —manifestó uno de los hermanos de más edad—, que he oído de Birdy Edwards, y que tiene la reputación de ser el mejor hombre al servicio de Pinkerton.

—¿Alguien lo conoce de vista? —consultó McGinty.

—Sí —respondió McMurdo—, yo lo conozco.

Hubo un mascullo de sorpresa en todo el salón.

—Me parece que lo tenemos entre nuestras manos —prosiguió con una optimista sonrisa en su expresión—. Si actuamos rápida y sabiamente, podremos cortar esto de una vez por todas. Si tengo su confianza y su ayuda, es poco lo que debemos temer.

—¿Qué debemos temer, de cualquier manera? ¿Qué puede saber de nuestras acciones?

—Podría decir eso si todos fueran tan leales como usted, Concejal. Pero este hombre tiene todos los millones de los capitalistas a sus espaldas. ¿Piensa que pueda haber un hermano débil entre todas nuestras logias que no pueda ser comprado? Se metería en nuestros secretos, quizás ya los tiene. Solamente hay una posible cura.

—Que nunca salga del valle —dijo Baldwin.

McMurdo asintió.

—Bien para usted, Hermano Baldwin —apuntó—. Usted y yo tenemos nuestras diferencias, pero ha dicho la palabra exacta esta noche.

—¿Dónde está él, entonces? ¿Dónde lo podríamos encontrar?

—Eminente jefe del cuerpo —refirió McMurdo con reserva—, les diría a todos que esto es un asunto demasiado vital para discutirlo ante toda la logia. Dios me perdone que tenga dudas sobre alguien aquí; pero si algún comentario llega a los oídos de este hombre; terminaría las oportunidad para cogerlo. Pediré a la logia nombrar un comité honesto, señor presidente, usted, si se me permite sugerirlo, y el Hermano Baldwin aquí, y cinco más. Entonces podré hablar con libertad de lo que sé y de lo que aconsejo que sea hecho.

La proposición fue adoptada de inmediato, y el comité fue elegido. Además del presidente y Baldwin estaba el secretario con cara de buitre, Harraway, el Tigre Cormac, el brutal joven asesino, Carter, el tesorero, y los hermanos Willaby, indómitos y arriesgados hombres que no se inmutarían ante nada.

El usual jaleo de la logia fue corto y reprimido; pues había una nube en los espíritus de los hombres, y varios allí por primera vez empezaron a ver la nube de la Ley vengadora viajando en el cielo sereno bajo el cual habían vivido por tanto tiempo. Los horrores que habían inspirado a los demás se habían vuelto parte de sus acomodadas vidas tanto que el pensamiento de una retribución era uno muy remoto, y así aparecía el sobresalto que se acercaba más a ellos. Se fueron tempranamente y dejaron a sus líderes en su concilio.

—¡Ahora, McMurdo! —exclamó McGinty cuando estuvieron solos. Los siete hombres se sentaron detenidamente en sus sitios.

—Acabo de decir que conozco a Birdy Edwards —McMurdo reveló—. No necesito decirles que no está con ese nombre. Es un hombre valiente, pero no uno loco. Se hace pasar por el nombre de Steve Wilson, y se está hospedando en Hobson’s Patch.

—¿Cómo sabe eso?

—Porque una vez caí en conversación con él. No le di mucha importancia en ese instante, ni lo hubiera pensado por segunda vez sino fuera por esta carta; pero ahora estoy seguro que es el hombre. Lo hallé en los carruajes cuando descendía por la línea el miércoles, un difícil encuentro si alguna vez hubo uno. Dijo que era un reportero. Se lo creí por el momento. Quería saber todo lo que podía sobre los Scowrers y lo que llamaba “las atrocidades” en un periódico de Nueva York. Me preguntó toda clase de cuestiones como para sacarme algo. Pueden apostar a que no dije nada. “Pagaré por ello y pagaré bien,” dijo “si puedo conseguir algún artículo que convenza a mi editor.” Le dije lo que pensé que le gustaría, y me dio un billete de veinte dólares por mi información. “Hay diez veces más para usted,” alegó “si me puede encontrar todo lo que quiero.”

—¿Qué le dijo, entonces?

—Cualquier cosa que pude inventar.

—¿Cómo sabe que no era un periodista?

—Les diré. Se retiró a Hobson’s Patch, y lo mismo hice yo. De casualidad fui a la oficina de telégrafos y lo vi saliendo de allí. “Vea,” señaló el operador después que se hubo ido “me parece que deberíamos cobrar doble tarifa por esto.” “Me parece que debería hacerlo” respondí. Había llenado el formulario con letras que bien pudieron haber sido chino, de todo lo que pudimos sacar. “Envía una hoja así todos los días” refirió el empleado. “Sí” respondí; “son noticias especiales para su diario, y está asustado de que los otros lo puedan sabotear.” Eso fue lo que el operador pensó y lo que pensé en ese momento; pero ahora es diferente.

—¡Por Dios! Creo que estás en lo correcto —gruñó McGinty—. ¿Pero qué crees que deberíamos hacer con ello?

—¿Por qué no vamos de frente y nos las arreglamos con él? —alguien sugirió.

—Sí, mientras más pronto será mejor.

—Empezaría este mismo minuto si supiera dónde hallarlo —dictó McMurdo—. Está en Hobson’s Patch; pero no conozco la casa. Tengo un plan, no obstante, si siguieran mi consejo.

—Bien, ¿cuál es?

—Iré a Patch mañana en la mañana. Lo rastrearé a través de operador. Él lo puede localizar, supongo. Bien, entonces le diré que yo mismo soy un Freeman. Le ofreceré todos los secretos de la logia por un precio. Pueden apostar a que se lo tragará. Le diré que los papeles están en mi morada, y que sería todo lo que valdría mi vida dejarle ir mientras los muchachos estén cerca. Verá que es un práctico sentido común. Le diré que venga a las diez de la noche y que podrá ver todo. Eso lo atraerá de seguro.

—¿Bueno?

—Pueden planear el resto ustedes mismos. La pensión de la viuda MacNamara es una casa solitaria. Ella es tan constante como el acero y tan sorda como un poste. Sólo estamos Scanlan y yo en la morada. Si obtengo su promesa, y les haré saber si lo hago, los tendré a ustedes siete conmigo a las nueve en punto. Lo cogeremos. ¡Si logra salir con vida, bueno, podremos hablar de la suerte de Birdy Edwards por el resto de sus días!

—Habrá un vacío en la oficina de Pinkerton o me equivoco. Déjalo así, McMurdo. A las nueve mañana estaremos contigo. Una vez que cierres la puerta tras él, puedes dejarnos lo demás.

7. La captura de Birdy Edwards

Como McMurdo había dicho la vivienda donde habitaba era una solitaria y muy apropiada para el crimen que habían planeado. Estaba en el fleco extremo de la villa y permanecía de espaldas a la carretera. En cualquier otro caso los conspiradores simplemente llamaban a su hombre, como habían hecho varias veces antes, y vaciaban sus pistolas en su cuerpo; pero en esa circunstancia era muy imperioso descubrir cuánto sabía, cómo lo sabía, y qué había sido informado a sus empleadores.

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Finest Years by Max Hastings
Bending the Rules by Susan Andersen
Academic Exercises by K. J. Parker
The Sand Castle by Rita Mae Brown
The Magician's Girl by Doris Grumbach