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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

El valle del Terror. Sherlock Holmes (18 page)

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
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Era una casa solitaria, a veinte millas de aquí, más allá de aquellas montañas. Fui designado para la puerta, al igual que usted anoche. No podían confiar en mí en el trabajo. Los demás entraron. Cuando salieron sus manos carmesíes hasta las muñecas. Mientras nos íbamos un niño estaba gritando en la casa detrás de nosotros. Era un chico de unos cinco años que había visto a su padre asesinado. Casi me desmayé con el horror de eso, y aún así debía mantener una atrevida y sonriente cara; porque bien sabía que si no lo hacía sería de mi vivienda de donde saldrían la siguiente vez con sus manos ensangrentadas, y sería mi pequeño Fred el que estaría chillando por su padre

Pero era un criminal en ese entonces, con una parte compartida en un asesinato, perdido para siempre en este mundo, y también en el siguiente. Soy un buen católico; pero el sacerdote no me dirigiría la palabra cuando oiga que soy un Scowrer, y estoy excomulgado de mi fe. Así es como yo estoy aquí. ¿Está listo para ser un asesino a sangre fría también, o podemos hacer algo para detenerlo?

—¿Qué hará usted? —formuló McMurdo abruptamente—. ¿No informará?

—¡Dios me lo prohíba! —se lamentó Morris—. De hecho, el sólo pensamiento me costaría la vida.

—Eso está bien —dijo McMurdo—. Estoy pensando que es usted un hombre débil y que hace demasiados problemas en el asunto.

—¡Demasiados! Espere a vivir aquí por más tiempo. ¡Mire el valle! ¡Vea la nube de unas cien chimeneas que lo oscurece! Le digo que cada nube de muertes pende cada vez más espesa y más abajo sobre las cabezas de nuestra gente. Es el Valle del Terror, el Valle de la Muerte. El terror está en los corazones de la gente desde el crepúsculo hasta el amanecer. Espere, joven hombre, y lo comprenderá por usted mismo.

—Bueno, le haré saber lo que piense cuando haya visto más —contestó McMurdo sin importarle mucho—. Lo que está muy claro es que no es usted el hombre para estos lares, y que mientras más pronto venda todo y se vaya, si solamente consigue un décimo de dólar por lo que valga la pena el negocio, lo mejor será para usted. Lo que me ha dicho está a salvo conmigo; pero, ¡Por Dios! Si sé que es usted un informante...

—¡No, no! —chilló Morris lastimosamente.

—Bueno, dejémoslo ahí. Tendré en cuenta lo que usted me ha dicho, y quizás algún día regrese a ello. Me imagino que usted fue muy amable al venir a decirme esto. Ahora partiré a casa.

—Una cosa antes de que se vaya —interrumpió Morris—. Puede ser que nos hayan visto juntos. Querrán saber de qué hemos conversado.

—¡Ah! Eso está muy bien pensado.

—Le ofrecí un oficio de dependiente en mi tienda.

—Y me rehusé a él. Ése es nuestro negocio. Bien, hasta la vista, Hermano Morris, y verá que las cosas cambian para bien en su futuro.

La misma tarde, mientras McMurdo se sentó a fumar, perdido en sus ideas, junto a la estufa del cuarto de estar, la puerta se balanceó al abrirse y su entramado se llenó con la enorme figura del jefe McGinty. Él hizo la seña, y sentándose al lado opuesto del joven lo miró fijamente por un algún tiempo, una mirada que fue respondida también fijamente.

—No soy mucho de visitar, Hermano McMurdo —anunció por fin—. Creo que estoy muy ocupado con los muchachos que vienen a visitarme a mí. Pero me imaginé que me ajustaría una hora y me dejaría caer en su propia casa.

—Estoy orgulloso de verlo aquí, Concejal —McMurdo replicó cordialmente, trayendo una botella de whisky de su armario—. Es un honor que no me lo esperaba.

—¿Cómo está el brazo? —interrogó el jefe.

McMurdo puso una cara torcida.

—Bueno, no lo estoy olvidando —manifestó—; pero valió la pena.

—Sí, vale la pena —el otro respondió—, para aquellos que son leales y van con ella ayudando a la logia. ¿Qué estuvo hablando con el Hermano Morris en Miller Hill esta mañana?

La pregunta llegó tan sorpresivamente que fue bueno que ya tuviera una respuesta preparada. Estalló en una alegre risa.

—Morris no sabía que yo podía ganarme la vida aquí en mis aposentos. No conocía mi manera de hacerlo también; pues tiene demasiada conciencia para los sujetos como yo. Pero es un viejo tipo con buen corazón. Fue su idea que yo estaba desamparado y que haría un bien ofreciéndome un puesto de dependiente en una tienda de lencería.

—¿Oh, fue eso?

—Sí, fue eso.

—¿Y se rehusó a él?

—De hecho. ¿No puedo ganar yo diez veces más en mi dormitorio con el trabajo de cuatro horas?

—Sí. Pero yo no me juntaría mucho con Morris.

—¿Por qué no?

—Bueno, creo que es suficiente razón que yo te diga que no. Eso basta para los muchachos de estas partes.

—Bastará para muchos muchachos: pero no es suficiente para mí, Concejal —pronunció McMurdo osadamente—. Si usted juzga a los hombres, usted lo sabrá.

El atezado gigante lo observó atentamente, y su mano peluda se cerró por un instante alrededor del vaso como si la fuera a arrojarla sobre la mano de su compañía. Entonces se rió en su forma fuerte, estrepitosa y nada sincera.

—Es usted una rara persona, verdaderamente —respondió—. Bien, si quiere razones, se las daré. ¿Morris le dijo algo contra la logia?

—No.

—¿Algo contra mí?

—No.

—Bueno, eso es porque no tiene confianza en usted. Pero en su corazón no es un hermano leal. Lo sabemos eso muy bien. Por eso lo vigilamos y esperamos por el tiempo para amonestarlo. Estoy pensando que el tiempo se está acercando. No hay espacio para ovejas postillosas en nuestro corral. Pero si frecuenta a un hombre que no es fiel, podríamos pensar que usted tampoco lo es, también. ¿Ve?

—No hay razón alguna para que busque su compañía; pues no me gusta el hombre —contestó McMurdo—. Y en cuanto a ser desleal, si fuera cualquier hombre excepto usted, él no me hablaría dos veces.

—Bueno, eso es suficiente —profirió McGinty, vaciando su vaso—. Vine a decirle unas palabras en ocasión, y las ha tenido.

—¿Me gustaría saber —exigió McMurdo— cómo se enteró de que yo había hablado con Morris?

McGinty se rió.

—Es mi trabajo saber lo que ocurre en este municipio —dijo—. Me imagino que usted haría bien en creer en que oigo todo lo que pasa. Bueno, se acabó el tiempo, y sólo le diré...

Pero su despedida fue cortada de manera inesperada. Con un súbito estampido la puerta se abrió y tres rostros fruncidos y asiduos clavaron su mirada en ellos bajo las puntas de los gorros de policía. McMurdo se incorporó en sus pies y entresacó su revólver; pero su brazo se detuvo en medio cuando se percató de que dos rifles Winchester apuntaban a su cabeza. Un hombre en uniforme avanzó hacia el cuarto, con una pistola de seis cilindros en su mano. Era el capitán Marvin, una vez de Chicago, y ahora de la Comisaría Minera. Meneó su cabeza con una sonrisa a medias dirigida a McMurdo.

—Ya me imaginaba que se metería en problemas, Mr. Delincuente McMurdo de Chicago —mencionó—. ¿No puede salir de esto, no es así? Tome su sombrero y venga con nosotros.

—Creo que pagará por esto, capitán Marvin —exclamó McGinty—. ¿Quiénes son ustedes, me gustaría saber, para entrar en una casa de esa forma y molestar a honestos hombres acatadores de la ley?

—Usted no entra en este asunto, Concejal McGinty —enunció el capitán de la policía—. No estamos tras usted, sino tras este hombre McMurdo. Está en usted el ayudarnos, no obstaculizarnos en nuestra tarea.

—Es un amigo mío, y yo responderé por su conducta —exclamó el jefe.

—De cualquier manera, Mr. McGinty, deberá responder por su propia conducta uno de estos días —objetó el capitán—. Este tipo McMurdo fue un bandido antes de venir aquí, y bandido sigue siendo. Cúbranlo, policías, mientras lo desarmo.

—Aquí está mi pistola —indicó McMurdo calmadamente—. Quizás, capitán Marvin, si usted y yo estuviéramos solos frente a frente no me cogería tan fácilmente.

—¿Dónde está su orden? —consultó McGinty—. ¡Por Dios! Un hombre estaría igual viviendo en Rusia que en Vermissa con sujetos como usted manejando la policía. Es un abuso capitalista, y escuchará más de esto, ya lo creo.

—Usted hace lo que cree que es su trabajo lo mejor que puede, Concejal. Déjenos hacer el nuestro.

—¿De qué soy acusado? —demandó McMurdo.

—De estar involucrado en la paliza dada al anciano editor Stanger en la oficina del
Herald
. No fue su culpa que no fuese un cargo de homicidio.

—Bueno, eso es todo lo que tiene contra él —berreó McGinty con una risa—, pueden evitarse un montón de molestias con soltarlo ahora mismo. Este hombre estaba conmigo en mi cantina jugando póker hasta la medianoche, y puedo traer una docena que lo prueben.

—Es su problema, y creo que lo podrá dar por sentado en la corte mañana. Mientras tanto, venga, McMurdo, y venga quieto sino quiere que un arma le atraviese la cabeza. ¡Permanezca apartado, Mr. McGinty; pues le advierto que no toleraré resistencia alguna mientras esté en mi deber!

Tan determinada era el aspecto que ambos, McMurdo y su jefe, fueron forzados a aceptar la situación. Este último alcanzó a decirle unas pocas en murmullo al prisionero antes de que partiera.

—¿Qué hay sobre... —señaló con su pulgar hacia arriba para referirse a la fábrica acuñadora.

—Todo está bien —musitó McMurdo, quien había urdido un escondite seguro bajo el piso.

—Adiós —proclamó el jefe, dándole la mano—. Veré a Reilly el abogado y yo mismo tomaré su defensa. Tenga fe en que no serán capaces de retenerle.

—No apostaría eso. Cuiden al prisionero, ustedes dos, y dispárenle si intenta cualquier juego. Revisaré la casa antes de irme.

Lo hizo; pero aparentemente no halló rastros de la fábrica oculta. Cuando hubo regresado él y sus hombres escoltaron a McMurdo hasta los cuarteles. La oscuridad ya había caído, y una ávida ventisca invadía tanto las calles que estaban desiertas; aunque algunos ociosos seguían al grupo, y envalentonados por la invisibilidad gritaban imprecaciones al prisionero.

—¡Linchen al maldito Scowrer! —aullaban— ¡Línchenlo!

Se reían y mofaban mientras era empujado hacia la estación de policía. Luego de un corto y formal examen del inspector a cargo fue puesto en la celda común. Allí encontró a Baldwin y otros tres criminales de la noche anterior, todos arrestados esa tarde y esperando su juicio la siguiente mañana.

Pero incluso en esta fortaleza interior de la ley el largo brazo de los Freemen se extendía. Tarde en la noche vino el carcelero con un hato de paja para su ropa de cama, de las cuales extrajo dos botellas de whisky, algunos vasos y un paquete de cartas. Pasaron una bulliciosa noche, con un ansioso pensamiento por la prueba de la mañana.

También tenían la causa, como el resultado lo demostró. El magistrado no podía posiblemente, con la evidencia, llevarlos a una corte superior. Por una parte los compositores y periodistas fueron forzados a admitir que la luz no era muy clara, que ellos mismos estaban muy perturbados, y que era muy dificultoso para ellos jurar la identidad de los asaltantes; aunque creían que el acusado estaba entre ellos. Contrainterrogados por el hábil abogado que había sido contratado por McGinty, fueron aún más confusos en su testimonio.

El hombre herido ya había declarado que había sido tomado por sorpresa por lo repentino del ataque y no podía afirmar nada más allá del hecho de que el primer hombre que lo golpeó tenía un bigote. Añadió que sabía que eran Scowrers, pues nadie más en la comunidad podía de verdad tener una enemistad con él. Por otra parte fue lúcidamente expuesto por el unido e inquebrantable testimonio de seis ciudadanos, con ese alto oficial municipal más, Concejal McGinty, que los hombres habían estado en un juego de cartas en la Union House hasta una hora mucho más tardía que la de la realización de la atrocidad.

No es necesario decir que fueron librados de los cargos con algo muy cercano a las disculpas del tribunal por la situación inconveniente en la que los habían puesto, junto con una implicada censura al capitán Marvin y la policía por el entrometido arresto.

El veredicto fue acogido con un fuerte aplauso por la corte en la que McMurdo vio muchas caras familiares. Los hermanos de la logia sonreían y se agitaban. Pero había otros que se sentaban con los labios comprimidos y ojos cavilantes a la par que los hombres salían en fila del banquillo de los acusados. Uno de ellos, un pequeño tipo resoluto de barba negra, puso las ideas de sí mismo y sus camaradas en palabras mientras los prisioneros pasaban ante él.

—¡Malditos asesinos! —dictó— ¡Ya nos las arreglaremos con ustedes!

5. La hora más oscura

Si algo hubiera sido necesitado para dar un ímpetu a la popularidad de Jack McMurdo entre sus camaradas sería su arresto y absolución. Que un hombre la misma noche de su incorporación a la logia haya hecho algo que lo llevase ante el magistrado era un nuevo registro en los anales de la sociedad. Ya se había ganado la reputación de ser un bueno y dadivoso compañero, un alegre parrandero, y además un hombre de fuerte temperamento, que no recibiría un insulto ni del mismo poderoso jefe. Pero en adición a esto impresionó a sus compañeros con la idea de que entre todos ellos no había ni uno cuyo cerebro estuviera tan preparado para inventar un plan tan sanguinario, o cuya mano sea tan capaz para llevarlo a cabo. “Él será el chico que haga el trabajo limpio”, manifestaban los mayores uno al otro, y esperaban su tiempo hasta que lo pudieran enviar a su trabajo.

McGinty tenía ya instrumentos suficientes; pero reconoció que era éste uno considerablemente competente. Se sentía como un hombre reteniendo a un fiero sabueso por su correa. Habían algunos perros de caza que hacían la pequeña tarea; pero algún día soltaría esta criatura sobre su presa. Unos pocos miembros de la logia, Ted Baldwin entre ellos, se resintieron por el rápido ascenso del extraño y lo odiaron por eso; pero se mantenían fuera de su camino, pues estaba tan listo para pelear como para reír.

Pero si ganaba favores entre los suyos, había otra área, una que se había vuelto más vital para él, en la que perdió. El padre de Ettie Shafter no quería saber más de él, ni dejarle entrar en la casa. La misma Ettie estaba tan profundamente enamorada como para dejarlo por completo, y sin embargo su buen sentido le avisaba de lo que le sobrevendría de un matrimonio con un hombre que era estimado como un criminal.

Una mañana tras una noche sin dormir se determinó a verlo, posiblemente por última vez, y hacer un fuerte esfuerzo para arrastrarlo de esas influencias malignas que lo absorbían. Fue a su casa, como comúnmente él le rogaba que hiciera, e hizo su camino hasta su habitación que él usaba como su gabinete. Él estaba sentado en la mesa, de espaldas y con una carta enfrente de él. Un súbito espíritu de travesura de niña le vino, solamente tenía diecinueve años. No la había escuchado cuando empujó la puerta. Anduvo de puntillas y colocó su mano suavemente sobre sus hombros encorvados.

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