Authors: Eduardo Punset
Es lógico que el cerebro deteste equivocarse, porque equivale a haber confundido desde el inicio una forma por otra, cometido un error en el proceso de almacenamiento y recuperación del recuerdo, fallado en la predicción consiguiente o las tres cosas a la vez. Estos errores pueden costarle la vida al organismo que sustenta y, por lo tanto, no tiene nada de extraño que el sistema límbico haya previsto reacciones encolerizadas que escapan al control de la razón.
Es difícil sobrestimar la trascendencia de esa capacidad predictiva del cerebro. A través de esta función nos imbricamos con el resto del mundo. El proceso de búsqueda del placer o de evitar el castigo que puede comportar un estímulo exterior constituye un mecanismo para predecir el margen de error; sólo así el cerebro aprende cómo funciona la mente de los demás. Es la herramienta fundamental a la que recurre el cerebro para conocer y sumergirse en el mundo que está fuera de nuestra mente. Lo de menos es la recompensa o el castigo; lo importante es el conocimiento que se deriva de esa predicción.
Como se verá en el capítulo siguiente a través de un ejemplo concreto de predicción fallida -el aplazamiento inesperado del regreso del ser amado a la habitación de un hotel en Nueva York-, el castigo transitorio de su ausencia tuvo mucha menos trascendencia que el aprendizaje derivado de la predicción no cumplida; gracias a ella, la mente profundizó en el conocimiento de la mente de la pareja, corrigió las bases de partida de la predicción en el futuro y sacó conclusiones, como se verá, irreversibles.
Ese descubrimiento reciente del funcionamiento de la mente -que debemos al equipo dirigido por el neurólogo británico Chris Fritz- tiene una importancia decisiva en el amor, raramente aprehendida por el subconsciente de los amantes. Sigamos con el ejemplo que acabamos de enunciar.
La protagonista es una persona, como se verá en los dos capítulos siguientes, harto acostumbrada a manipular el circuito cerebral de la motivación y la recompensa para conseguir sus propósitos. Jugando con la perspectiva de la recompensa sexual o la amenaza medida del rechazo casual, los pretendientes terminan ejecutando fielmente la conducta inducida.
La seducción de la recompensa o el temor al castigo al final del trayecto son tan arrolladores para los mamíferos, incluso para nosotros, los homínidos, que los manipuladores del deseo no suelen percatarse de que, siendo importante, la recompensa y el castigo no son el final de la historia, sino apenas su comienzo. Lo esencial para el cerebro -particularmente el de los homínidos- es el aprendizaje vinculado al análisis del grado de error en la predicción efectuada por la mente.
La protagonista de esa historia de amor no cayó en la cuenta de que, en contra de todas las apariencias, el circuito cerebral para la recompensa se perfila como el pilar fundamental de la mente para aprender a sobrevivir e interactuar con el resto. Y eso no se consigue midiendo la intensidad del placer o del dolor provocado, sino el grado de error en la predicción cerebral y, cuando lo hay, señalando el consiguiente cambio de rumbo.
Helen Fisher, antropóloga de la Universidad de Rutgers, Nueva Jersey, Estados Unidos, colaboró con psicólogos, neurólogos y estadísticos para interpretar los datos resultantes de imágenes por resonancia magnética funcional (IRMF) tomadas en Nueva York a personas locamente enamoradas. Compararon esas imágenes con las de personas «normales». Los resultados coincidían bastante con los obtenidos poco antes por Andreas Bartels y Semir Zeki en el Reino Unido en el estudio mencionado en el capítulo 3. En los dos experimentos se activaban zonas neuronales del llamado núcleo caudado y en las personas que llevaban dos años o más enamoradas -no en las otras- se activaban también la corteza cingulada anterior y la corteza insular. Como admite la propia Helen Fisher, no sabernos qué indica esto exactamente.
El núcleo caudado es una región extensa en forma de «C» adscrita al cerebro reptiliano formado mucho antes, más de sesenta millones de años, de que se originara el cerebro de los mamíferos. Ahora sabemos que el caudado es parte integrante del sistema de recompensa del cerebro: la red neuronal que controla las sensaciones de placer, la excitación sexual y la motivación para conseguir recompensas; que planifica, en definitiva, los movimientos específicos para obtenerlas.
Como ya señaló Whittier en la década pasada, la circunvalación angulada anterior es una región en la que interaccionan las emociones, la atención y la memoria relacionada con el trabajo. En cuanto a la corteza insular, recoge los datos procedentes del tacto y la temperatura externa. Contactos de la piel mediante caricias entre personas han revelado la existencia de un tacto límbico que activa directamente la ínsula, generando sentimientos de placer, al margen de la corteza somatosensorial.
«¿Y qué?», se preguntará, lógicamente, el lector. La verdad es que las imágenes de resonancia magnética de las personas locamente enamoradas todavía no nos dejan descifrar la sustancia cerebral del amor. Con toda probabilidad, habrá que escrutar en los genes del comportamiento, suponiendo que existan, o en los receptores de determinadas hormonas que puedan escapar a las exploraciones por resonancia magnética. Pero no tiene sentido desesperarse, porque estamos rozando el descubrimiento de una clave insospechada.
Recientemente, la comunidad científica ha dado un paso de gigante en el viaje hacia el amor al descubrir, por primera vez, genes del comportamiento en animales que pueden explicar el impulso de fusión en una pareja. Se está apuntando, pues, a las bases biológicas de la unión entre dos individuos.
Los especialistas en genética han dedicado muchas horas a disipar cualquier ilusión de que un solo gen pueda ser responsable de enfermedades determinadas, salvo en contadas ocasiones. No es nada extraño que, en esas circunstancias, mostraran enormes reticencias no sólo a admitir sino a investigar que un gen, en particular, pudiera ser el único responsable, no ya de una enfermedad, sino de un comportamiento social.
Un ejemplar de ratón de la pradera.
En distintos laboratorios que investigan el comportamiento de animales como los nematodos, las moscas y los ratones, se han identificado una treintena de esos genes del comportamiento. Tenemos, pues, genes del comportamiento por una parte; receptores de hormonas muy específicas como la vasopresina y la oxitocina que proliferan en la región del núcleo caudado y, finalmente, la influencia del ambiente: la rata que lame con frecuencia al hijo lo convierte en un individuo más amable y seguro de sí mismo. ¡Un toque de atención para las madres poco pródigas en besos y caricias! Vamos a examinar los dos primeros factores detenidamente.
El autor indiscutible del guión de la película que explica el suceso milenario y repetido del amor ha sido un ratón; un ratón de la pradera de cuyo nombre ya nadie se acuerda, a pesar del poco tiempo transcurrido. La noticia la dio el laboratorio de la profesora de biología molecular y celular Catherine Dulac, del Howard Hughes Medical Institute, en Chevy Chase, Maryland. Se trata de un ratón que es incapaz de detectar la identidad sexual de los individuos de su misma especie después de extraerle el gen que determina la molécula reguladora TRPC2.
Se sabía que un gen del comportamiento en el macho del ratón de la pradera era el responsable del vínculo de fidelidad en la pareja, así como de su buena inversión parental. Como dice Sue Carter, profesora de psicología de la Universidad de Illinois, en Chicago, refiriéndose al protagonista de la película, «el comportamiento del ratón de la pradera rasga el velo y permite ver el amor sin la capa cognitiva que supuestamente lo envolvía».
Pero antes de aclarar por qué las investigaciones en torno a los hábitos amorosos de dicho animal han dado con la clave del sustento fisiológico del amor moderno, vale la pena recordar los únicos antecedentes con que contábamos, que tienen que ver con la maltraída mosca del vinagre (Drosophila melanogaster), responsable de las cuatro cosas que sabemos sobre los vínculos entre genética y comportamiento.
Hace treinta años se descubrieron moscas que eran perfectas lesbianas. Despreciaban a los machos y ejecutaban con sus compañeras hembras todo el ritual que -para utilizar las mismas palabras de Hannah Hickey al explicar el hecho- «no siguen los varones latinos el sábado por la noche».
Para la Drosophila melanogaster, el cortejo es una secuencia estereotipada e instintiva de acciones, llevadas a cabo por el macho, que incluye estímulos visuales, olfativos, gustativos, táctiles, auditivos y mecano-sensoriales, intercambiados entre los sexos. El cortejo de esta pequeña mosca es curiosamente elaborado. Se acerca a la hembra, llama su atención con sus patas delanteras, le canta una canción con la vibración de sus alas, la lame y le redondea el abdomen para el apareamiento. Si a ella le gusta, detiene el vuelo y acepta sus propuestas. Si no es de su agrado, agita las alas con un zumbido que no necesita traducción.
El año pasado, las tres universidades estatales de Stanford, Brandeis y Oregon, gracias a investigadores como Adriana Villella, Barbara J. Taylor y Margit Foss, entre otros, se centraron en el estudio de un gen llamado fruitless ('sin fruto, estéril'), que es uno de los aproximadamente trece mil genes del genoma de la mosca del vinagre. Los tres laboratorios habían descubierto previamente que ese gen es el que controla el elaborado ritual de cortejo.
Si en el laboratorio se inactiva dicho gen en los machos, éstos pierden todo interés por las hembras; pero hay más: si lo activan en las hembras, éstas ejecutan el ritual de apareamiento específico del sexo opuesto. Es el ejemplo más sorprendente de que un gen controla el comportamiento sexual. Activar un único gen específicamente masculino hace que una mosca hembra despliegue conductas de cortejo masculino: persigue a otras hembras, toca sus abdómenes y les canta serenatas de amor con sus alas.
Barry J. Dickson, director científico del Instituto de Investigación en Biología Molecular de Viena y miembro de la Academia Austríaca de Ciencias, afirma que estamos en presencia de un gen principal regulador del comportamiento, de manera idéntica a como otros genes sirven de reguladores principales para fabricar un ojo u otro órgano. ¿Es posible, pues, que las conductas y los órganos se articulen de forma muy parecida, cada uno pendiente de un gen regulador principal que controla una red de otros genes de nivel menor? ¿Quién sabe?
Otro ejemplo no menos sorprendente plagado de implicaciones para la vida del futuro. Existen dos variantes del gusano C elegans. El uno es solitario y se busca el sustento por su cuenta. El otro es social y campa en grupo para buscar comida. La genetista Cori Bargmann de la Universidad de Rockefeller ha comprobado que la única diferencia entre los dos consiste en un aminoácido situado en una proteína receptora que comparten ambos. Pues bien, si al gusano social se le extrae ese receptor y se le coloca al solitario, este último ya sólo sale a comer acompañado.
Todavía estamos lejos de poder sugerir que algo parecido pueda ocurrir con los humanos, pero a la luz de estos antecedentes no sería nada extraño que en algún lector esté arraigando ya la sospecha de que también en nosotros un solo gen pueda determinar los comportamientos de apareamiento. En todo caso, el descubrimiento que se barruntaba en esos antecedentes de la mosca del vinagre se ha visto reiterado y amplificado con el hallazgo referido, esta vez, al ratón de la pradera.
Es lógico aducir que lo que ocurre con los ratones de las praderas puede no tener nada que ver con lo que sucede a los humanos. Tanto más cuanto que, a juzgar por las investigaciones efectuadas, en algún momento de la evolución se produjo una mutación que dejó a los humanos sin el segundo sentido del olfato: el órgano vomeronasal encargado de detectar las señales de las feromonas.
Me encantaría poder ayudar a disipar la inquietud de los lectores remisos a aceptar que existe un gen responsable del comportamiento amoroso, similar a los que diseñan una pierna o un hígado; y todavía me gustaría más que no se quedaran con la sospecha de que el amor moderno obedece a cánones fijados en el resto de los animales hace millones de años.
Pero en conciencia, con la mano en el corazón -y después de innumerables lecturas y conversaciones con los científicos especializados en este tema-, soy incapaz de negar esta sospecha por tres motivos.
Primero. No se ha podido demostrar que los humanos sean insensibles a las feromonas, sino más bien lo contrario, si se concede el valor que merecen a los experimentos de sincronización del ciclo menstrual en mujeres.
Segundo. Enjuiciadas en su conjunto, las nuevas pruebas demostrarían, de manera irrefutable, que comportamientos sexuales innatos tienen una base genética muy fuerte. Cuando se constatan comportamientos innatos, es muy arriesgado descartar que no están modulados por circuitos cerebrales al igual que ocurre con otras partes del organismo.
Tercero. Las investigaciones más recientes corroboran la sospecha de que estos circuitos neuronales del amor existen. Y a ello vamos a dedicar las páginas que siguen.
El lector descubrirá así que el amor entre dos personas tiene igual rango e importancia para la salud y la supervivencia de la especie que otros impulsos como el sexo o la alimentación. Y, de paso, puede encontrar pistas que le ayuden a moverse con más tino por el azaroso camino del amor romántico, vínculos de unión, amor maternal y lazos afectivos. Un camino mucho menos plagado de peligros y accidentes de lo que sugiere la literatura o la propia vida de la gente, cuyo entramado institucional sigue postergando, en su orden de prioridades, responder a la pregunta de por qué somos como somos.