El viaje al amor (23 page)

Read El viaje al amor Online

Authors: Eduardo Punset

BOOK: El viaje al amor
8.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

El mundo académico lo llama la competencia social y emocional, cuyo propósito consistiría en gestionar nuestras emociones algo mejor que hace cuarenta mil años. No sólo para apuntalar las ansias de amor y felicidad, sino para evitar -como se sugiere en los dos capítulos siguientes- los estragos del desamor.

Capítulo 9
El desamor: factores biológicos y culturales

El sexo está involucrado, la ilusión predomina, la obsesión es inevitable, el grado de control consciente es muy modesto y el tiempo de gloria, breve.

Sheila Sullivan

Nunca supe cómo se llamaba. Había oído hablar de ella un par de veces a los vecinos en la plaza de Sant Sadurní de l'Heura, en el Ampurdán. Cuando avistábamos por la ventana que había terminado la misa del domingo, los hombres salíamos de casa para hablar del tiempo y la caza. Pero ese día las campanas doblaban llamando a su entierro. Era muy joven, padecía ciclotimia y se había suicidado, al parecer por desamor. A unos ocho mil kilómetros de aquel pueblecito, el psiquiatra Hagop Akiskal, de la Universidad de California en San Diego, acababa de descubrir que la versión corta del gen de la ciclotimia podía provocar, también, la depresión suicida en casos de desamor.

Los grandes románticos sufren los efectos de la ciclotimia, un desorden bipolar semejante al de los maníacodepresivos, con periodos alternativos de excitación intensa y desesperanza. En las fases de felicidad, los pacientes se enamoran profundamente, pero a la euforia sigue, inevitablemente, la melancolía premonitoria de la depresión suicida. Hoy día se conoce con un detalle asombroso la química del estrés y la depresión. Veamos lo que ocurre a raíz de un desamor.

El hipotálamo segrega, en dirección de la glándula pituitaria, la hormona liberadora de corticotropina (CRH, del inglés corticotropin-releasing hormona), o corticoliberina, una sustancia considerada por muchos científicos como la molécula del miedo; que, a su vez, produce la hormona de la adrenocorticotrofina (ACTH); esta última llega, por el torrente circulatorio, a las glándulas suprarrenales, y las estimula para que sinteticen y liberen, entre otras sustancias, Cortisol, la hormona del estrés. Más o menos así lo habría descrito también, seguramente, mi padre, que era médico rural. La poetisa Sally Purcell quiso decir lo mismo, pero de forma distinta, refiriéndose al final del amor entre Eloísa y Abelardo: «Una espada nos ha separado definitivamente, y no hay vuelta atrás».

La clave del desamor está en la infancia

Es muy sorprendente que pocos o ningún sistema educativo intente destilar en las mentes de los futuros enamorados -todos los alumnos van a pasar, tarde o temprano, por ese trance- un mínimo conocimiento sobre las características de las hormonas vinculadas al amor. ¿Quiero decir con esto que bastaría con ser consciente de las bases genéticas y hormonales del desamor para evitar sus estragos? Las emociones fluyen más deprisa que los pensamientos, y estamos muy lejos de poder controlar los dos canales de comunicación entre la amígdala y el hipotálamo cuando confluyen, no siempre en la misma dirección, pero es evidente que haber reflexionado en otros momentos sobre la semejanza entre la ansiedad de la separación en los niños y el desamor en los adultos podría aliviar el trauma del desengaño amoroso.

Ese fue el gran descubrimiento del científico inglés John Bowlby (1907-1990), que detalló la estructura y la forma de la seguridad generada por el apego infantil. El rechazo de la pareja o el desamor evocan los primitivos y poderosos sentimientos infantiles azuzados por el alejamiento de los seres queridos. Bowlby comprobó que los humanos están dotados con circuitos neurales de apego seleccionados por las presiones evolutivas. Nacemos provistos de mecanismos programados para formar fuertes vínculos afectivos. Cuando estos vínculos se rompen, suena la señal de alarma del miedo atávico a la muerte por abandono. Esa emoción despierta cada vez que una espada nos separa definitivamente de un ser amado, y no hay vuelta atrás.

Lo que sugiere la ciencia moderna no es, simplemente, que el desamor desentierra los miedos que de niño empapaban la ansiedad de la separación de la madre y, ahora más a menudo que antes, también del padre, sino que, paradójicamente, cuando somos adultos no disponemos de más herramientas para hacer frente al desamor que las que teníamos de niños para combatir la ansiedad de la separación. Porque los mecanismos y las hormonas que fluyen por ellos son los mismos. Las doce personas de cada cien que contraen una depresión entre moderada y grave al separarse recurren a los mismos mecanismos y flujos. De cada cien mujeres asesinadas, casi la mitad muere a manos de su marido, ex marido, novio y ex novio en cuyos cerebros se activaron idénticos mecanismos y hormonas. Se trata de las mismas descargas y circuitos cerebrales responsables de que nada menos que un 35 % de los niños se sientan inseguros.

Los grandes ausentes de esta lúgubre película no son tanto los niños como los bebés, que deben soportar los efectos del desamparo entre el primer y el segundo año de vida. Cuando las últimas investigaciones científicas revelan, como se apuntaba antes, que los adultos sumidos en el desamor cuentan con las mismas defensas que los bebés víctimas del desamparo, es decir, ninguna, no vale cuestionarlo con el argumento de que los adultos, por lo menos, pueden recurrir a la interacción con los demás, lo cual no está al alcance de los bebés. Pero, en realidad, los adultos enamorados tampoco cuentan con esas interrelaciones, ya que, como es bien sabido, la inhibición y la desconexión emocional desencadenadas por la pasión les impide ver otra cosa que no sea su bien amado, ni siquiera a ellos mismos en otra condición anímica.

A los lectores que todavía estén convencidos de que el instinto maternal es una de las construcciones cerebrales más nobles y elaboradas de los humanos, no debería conmover sus convicciones descubrir que la especie más monógama de los mamíferos -el ratón o topillo de las praderas-, cuando se le inhibe la producción de oxitocina por medios farmacológicos, se aparea con el primero que encuentra. Sin oxitocina no hay vínculos afectivos firmes ni comportamientos maternales. La leche no fluiría en los pechos ni se producirían las contracciones necesarias en el parto o en el orgasmo. Cuando se administran neutralizantes de esa hormona a ovejas y ratas -espero que ninguno de mis amigos científicos haya efectuado la misma prueba en humanos- no se ocupan para nada de las crías. Es más, si se inyecta la hormona en la médula de ovejas vírgenes se comportan de forma maternal con crías desconocidas.

Tras esta cura de humildad resultará más fácil admitir cosas como las siguientes: cuando se priva de esas relaciones afectivas, dimanantes de vínculos maternos, a los niños antes de que cumplan los tres años -cuando empiezan a desarrollar una parte del cerebro a la que me referiré a continuación-, se genera un agujero negro que impide recuperar las habilidades sociales para el resto de la vida.

Tampoco sorprenderá que, al reflexionar sobre el desamparo provocado por amores truncados, me olvide de los adultos hasta llegar al final de este capítulo y profundice antes en las reacciones de los niños abandonados a su suerte, aunque sólo sea durante un rato por la noche. Las causas y las consecuencias de esos tristes procesos son idénticas y, además, da la casualidad de que sobre el comportamiento adulto no sabemos casi nada, y sobre los niños casi todo.

Si se quiere profundizar en la miseria moral, en el sufrimiento inaudito, en el desconcierto individual y colectivo del desamor o los amores no correspondidos; si no tenemos más remedio que constatar -en espera de tiempos más cuerdos- las carencias insondables de la sociedad frente a los desvaríos mentales de los adultos; si queremos aprovechar los primeros consensos de los estudiosos de la infancia, de aquellos psicólogos, logopedas, psicoterapeutas y neurólogos -verdaderos héroes anónimos del cerebro donde se cobija el alma-; si las causas y efectos de la ansiedad de la separación en las edades más tiernas son las mismas que las del desamor en la pubertad y la mayoría de edad, ¿por qué no centrarse, entonces, en las primeras para iluminar las segundas?

El miedo infantil a la separación

Con toda probabilidad, la experiencia más estresante para un bebé es la de la separación de la madre que le cuida para garantizar su supervivencia. El mecanismo del desespero por separación o desarraigo es innato en los recién nacidos para ayudarles a sobrevivir. Algo que, seguramente, desconocen los miembros de una tribu de un lugar remoto del planeta que casi estrangulan a los niños cuando lloran por primera vez para que nunca más vuelvan a llorar.

El mecanismo se dispara cuando la madre sale del dormitorio de los niños. En los adultos el mismo mecanismo se activa cuando se pierde un gran amor. Las separaciones tempranas de la madre incrementan los niveles de corticotropina, la sustancia bioquímica del miedo. Estudios llevados a cabo tanto con monos como con ratas han mostrado fuertes coincidencias entre las separaciones prematuras y niveles elevados de Cortisol.

Paradójicamente, ocurre algo parecido con el estudio de los mecanismos de la memoria y el aprendizaje; sabemos mejor cómo funcionan en el resto de los animales que en los humanos y son ellos quienes mejores pistas nos están dando para entender estos procesos en los homínidos. Sobre el desamor, conocemos mejor los mecanismos de la separación y el desespero en los niños que en los adultos. Otra manera más correcta de decir lo mismo es que la mayoría de los adultos no son conscientes de que el desamor, cuando lo sufren, transcurre por los mismos circuitos cerebrales que en los niños la ansiedad del abandono. Las respuestas para hacer frente a esta singularidad son innatas y no han cambiado. La experiencia de cincuenta años de vida no ha servido para nada.

En esos circuitos, el papel de maestro de ceremonias corresponde a la corteza órbitofrontal, que desempeña un papel clave en la vida emocional. Como explica Alan Schore, de la Universidad de California en Los Ángeles, cuando algo falla en esta parte reguladora del cerebro desaparece por completo la vida social en los primates más sociales, que somos nosotros. La posibilidad de ponerse en el lugar de otro y de intuir lo que está cavilando para poder ayudarlo o manipularlo exige una corteza órbitofrontal que haya culminado su etapa de formación. El día de mañana, esta parte del cerebro será el «controlador» del hemisferio derecho que domina la infancia; es el que coordina las áreas sensitivas de la corteza cerebral con las áreas más profundas y atávicas responsables de las emociones condicionadas por el ánimo de supervivencia.

En las edades tempranas de la vida, ese controlador está en los primeros años de carrera, sin que se haya planteado siquiera la posibilidad de culminarla con un máster de dirección. El peligro, sobre todo para el día de mañana, reside en desconcertarle, inducirle a prácticas equivocadas o, lo que es peor y ocurre a menudo, interrumpir la etapa de formación con sobresaltos inesperados. El más inmediato de estos sobresaltos es la ansiedad de la separación. El más probable es la muerte de alguien cercano.

Que levante la mano quien sepa lo que siente un niño por dentro cuando está solo. No importa el lugar. Una habitación totalmente oscura en la que no sabe qué monstruos espantosos se esconden debajo de la cama. Una verja a la espalda -la del colegio donde acaban de terminar las clases- a cuya sombra espera inmóvil, aterrado, a que llegue su madre a buscarlo, igual que todos los días, pero sin tener la certeza de su aparición; como los primeros homínidos no la tenían de que el sol volvería a salir por la mañana. A los tres años, no ha habido tiempo de experimentar un número suficiente de veces el fenómeno, de manera que el individuo, a fuerza de repeticiones, acabe albergando en la conciencia la certeza absoluta de que volverá a ocurrir.

En plena calle, arrastrado por la mano airada de un psicópata que, al llegar la noche, hará la vida imposible a su pareja, llenando la habitación de gritos que ahogarán su propio sollozo. La calle por la que le llevan está llena de bestias y de niños cabizbajos que no levantan la mirada del suelo. La soledad y el hastío infantil pueden sentirse incluso con un lápiz en la mano, haciendo pequeños garabatos en la concha de una amonita que se pierde en el vacío, como muestran los dibujos de la artista australiana Shaun Tan.

Lo que sí conocemos es el impacto de esa soledad alimentada por la ansiedad de la separación. A Heather Geddes, reconocida maestra y terapeuta educacional del Reino Unido, autora de un libro muy popular sobre el apego en la escuela, le caben pocas dudas de que puede tener repercusiones psicológicas negativas y duraderas. Todo el entramado de la teoría del apego reposa sobre la construcción de una base segura y protegida desde la que se efectúan excursiones sucesivas a sitios o personas, cada vez más lejanos, como los vecinos o amigos primero, la escuela después y más tarde viajes fuera de casa. La base o refugio seguro del apego familiar es el punto de partida.

El laberinto del apego y el desamparo

A lo largo del primer año de vida, el niño busca la interacción. La proximidad del cara a cara y la mirada a los ojos son muy importantes. Se ha comprobado repetidas veces la importancia de la comunicación visual en los primates sociales. Si no se quiere interaccionar con el bebé no hay que mirarle a los ojos. Yla manera más expeditiva de enamorarse es cruzar la mirada con alguien y mantenerla. De una negociación adecuada de ese proceso de interacción entre la madre o el padre y el niño depende que el hijo aprenda de sí mismo y de los otros. La psicoterapeuta Sue Gerhardt lo llama «la danza de respuestas recíprocas».

Other books

The Comedy is Finished by Donald E. Westlake
After the Fire by Becky Citra
Four Blood Moons by John Hagee
The Dawn of Fury by Compton, Ralph
The Strange Maid by Tessa Gratton
The Lucifer Crusade by Mack Maloney
Her Big Bad Mistake by Hazel Gower
Snapshot by Craig Robertson