El viaje al amor (26 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: El viaje al amor
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Sólo Dios sabe cómo se ha desembocado en la paradoja de circunscribir el ejercicio del poder al ordenamiento de las cosas muertas. François Mitterrand estuvo a punto de dar un día en la diana cuando, en pleno discurso ante quinientos parlamentarios europeos en Estrasburgo, abandonó de pronto el texto escrito y, levantando la mirada y su mano izquierda hacia el auditorio, preguntó: «¿Es la soledad, la soledad entre la muchedumbre, la peor? ¿Qué hacer con la propia vida? ¿Acaso el mal radica ahí? ¡Tal vez sí! ¿Qué hacer con la propia vida? ¿Para qué se vive? ¿Qué transmitir? ¿Qué valores llevar con nosotros en el breve tiempo que nos es concedido entre el nacimiento y la muerte? ¿Qué hacer con la propia vida?». Mitterrand acababa de retomar el hilo de la historia y de la verdadera política. Su personalidad siempre me ha dado la impresión de ser la de un robot al que, por distracción, le han colocado una cinta grabada con las meditaciones del pensador más tierno y delicado de fines del milenio.

«Yo vivo literalmente al margen de la historia. Las únicas demarcaciones de mi vida han sido encuentros sentimentales. No hay otra cosa. Mis pensamientos, mis anotaciones en la agenda, mis proyectos de futuro para después de la tarde, recuerdos, hasta el deporte que tanto me gusta, todo, absolutamente todo tiene que ver con mi capacidad de seducir a los hombres: ¡más simples que un lapicero!

»Me lavo el cabello, me arreglo los ojos, me pongo cremas en la cara y me ajusto una falda estrecha de cuero. Se me cruzan los cables. No puedo hacer nada. Me siento como embriagada mientras despliego mis encantos y percibo cómo la otra persona cae fulminada. Luego me ensaño siguiéndole la pista, simplemente, dejado a su propia suerte.

»Mi primo llegó a subirse a la copa de un árbol, como un mono, para espiar por encima de la verja cómo me comportaba en una fiesta a la que no había sido invitado, por supuesto, en la casa de campo de una amiga mía.

»Cuando llegué a la clínica cerca de Marble Arch, las dos secretarias estaban nerviosas. Y yo feliz. Como si no fuera conmigo. Quería, eso sí, guardar en un frasco un poco de mi niño. Estaba segura de que sería posible y se lo pedí a la enfermera antes de que me anestesiaran. Me desperté fatal. "¡Mi niño! ¿Dónde está mi niño?", no paraba de repetir, mirándoles a todos como una luciérnaga furiosa. Si ahora viviera tendría quince años. Es terrible. Estoy segura de que, al final, todo revierte sobre uno mismo. ¡Espera! ¡Espera! Hubo mucho más. Fue mucho peor», añadió enseguida al ver la expresión de mi cara. Y esta vez rompió en sollozos.

Se había fundido el hielo de las bebidas. A las seis de la tarde no quedaba nadie en la terraza. El ruido del mar me hablaba de otros mares, de otra condición, de otro tiempo.

Intentaba imaginarme a la abuela, también presa de amores prohibidos setenta años atrás. No era fácil. ¿Cómo sería Barcelona en 1918 para alguien que escapaba del tedio sofocante de Granollers? Ser guapa, muy guapa y encontrarse acorralada en un patio cerrado contemplando impotente cómo se marchita la frescura de la piel, cómo aparecen sin avisar las primeras varices y se hunden paulatinamente los senos en vertical debe de ser terrible.

Cada vez que la abuela lograba escaparse en busca de su amor misterioso iban tras ella los alguaciles y la encerraban en la residencia, sin pasar por casa. ¿Estaba realmente loca de amor o era una loca de atar?

¿Por qué el hombre a quien amaba no pudo retenerla? ¿Por no tener poder sobre las cosas de este mundo o por tener demasiado? Y si todas las horas hieren, ¿cuándo le llegó la última que mata? ¿En el manicomio o en el lecho, mientras era acariciada? ¡ Pobre abuela!, ahora que lo pienso.

«Dos años después me quedé embarazada de nuevo. Iba a cumplir veinte años. La idea de abortar por segunda vez no me molestaba demasiado pero las mujeres tenemos un sexto sentido: me di cuenta de que él ya no estaba dispuesto a dejarlo todo para venirse conmigo. Subsistía la misma pasión pero entrecortada por caídas en abismos donde nos lacerábamos mutuamente; él con los celos y yo ahogando con rabia el gusanillo, para que no asomara ni la cabeza del despecho que no cundió sólo por no haberlo puesto a prueba. Una tarde de domingo se cortó las venas a mi lado. Hice tal esfuerzo físico apretándole las muñecas que perdimos los dos el conocimiento. Nos despertó la chica por la mañana abrazados en medio de la cama empapada de sangre.

«Después de abortar empecé a engañarle con un diplomático mucho más joven que él. Recuerdo que me sorprendía a mí misma la serenidad con que me inventaba compromisos, llenaba ausencias, culpaba a los cambios de clavija del teléfono, el viaje súbito al lado de mi mejor amiga a San Sebastián o la soledad de la noche con papá en el hospital. Tras cuatro años mintiendo a los demás, había aprendido a mentirme a mí misma y al lucero del alba.

»Con Juan iba a la feria de Jerez, con Pepe a Estambul y con Alberto a Jávea. Me pasaba el día pegada al teléfono montando con uno y desmontando para otros todo el trajín. El primo me hacía seguir por detectives privados. Fue así como un día nos sorprendió en el coche, de donde nos sacó a punta de pistola. Cuando me quise dar cuenta ya había disparado. Acabamos los tres en la comisaría. En el fondo le seguía deseando y cada vez que se lo proponía acababa yéndome con él.

«Recuerdo que mucho más tarde, una vez decidida a cortar definitivamente nuestra relación, me moría de bochorno al no poder impedir, cuando me forzaba, que gozara haciendo el amor con la misma intensidad de los primeros años. Era un lucha sin cuartel; por más que me autocercenara psicológicamente, siempre subsistía el deseo, todo el deseo.

»La mía es una frigidez sobrevenida. La quise con toda mi alma contra él. Me imponía a mí misma imaginar a otros hombres cuando me sentía arrollada. El resultado fue lo opuesto de lo esperado: mi incapacidad para ir con los demás y la sospecha fundada de que sólo con él volvería a estremecerme. Una y otra vez y mil veces. A los veintidós años me quedé embarazada por tercera vez. Pero esa vez no sabía -o no quería saberlo- quién era el padre de mi tercer hijo.»

La práctica totalidad de los acontecimientos que componen la historia del mundo transcurren ajenos y sin testigos, mientras cuatro escribanos indocumentados transcriben los discursos huecos de un papanatas. Si la tecnología hubiera sido distinta y otra la cultura técnica de la transcripción, la historia, tanto como el futuro que se vaticina, serían irreconocibles.

«"¡Basura podrida! ¡A la basura! ¡Lo echaré a la basura!", le grité a la cara. El hijo era suyo, pero al principio se sacaba el mochuelo de encima escudándose en mis relaciones con el otro. Éste, en cambio, estaba convencido de ser el padre. Quería que nos casáramos enseguida y ya había encontrado piso. Me hizo falta mucho valor para decirle que no. Que era de mi primo. Fue espantoso. Huyó como si la lava de un volcán le pisara los tacones. Tuve la sensación de quedarme limpia de polvo y paja. Fue lo más valiente de mi vida. Me sentía orgullosa. Fui a abortar como si acabara de confesarme y tomar la comunión. Me quedé dos años en el extranjero.

«Cuando regresé a España alternaba las estancias en Portugal con temporadas en la nieve. Había conocido a un monitor de esquí, que todavía era mi novio cuando empecé a salir contigo. En la cena había arrimado su muslo contra mi pierna y decidí simular que no me daba cuenta. Esquiaba de maravilla. Siempre estaba metido en las pistas más peligrosas o parándose en seco en el filo de un barranco. Lo pasé de fábula. Después de las vacaciones me llamó por teléfono para invitarme a unos campeonatos en Francia. "De acuerdo", le dije. "Si tenemos habitaciones separadas." Cuando llegué, resultó que sólo quedaba una habitación. Han pasado ocho años desde entonces. A mi padre le caía muy bien. Tiene unas piernazas que me las envidiaría más de una. El único problema con él es que apenas habla. No dice nada, salvo mentiras. Es mentiroso como yo. En el fondo es por esto por lo que nos entendemos tan bien.

»¿Qué estás pensando? Con este pasado me lo he preguntado más de una vez. ¿Tú qué crees? Si un día encuentro a alguien serio, ¿se lo contarías todo o sería mejor callarse?»

«Sería mejor callárselo, ¿no?», fue mi respuesta.

A la mañana siguiente me encaré de nuevo con la agenda repleta de viajes. No es cuestión únicamente de no perder el tiempo con temas que nunca recabaron la atención y el esfuerzo de las gentes de mi mundo. Se trata también de evitar cualquier tentación de ensimismarse en aquel remolino amargo. Por otra parte, es la única venganza creíble. Con el tiempo, ella tendría que aceptar -en los raros momentos en que la distrajera pensar en este asunto- que fui capaz de renunciar y pude compensar con un postrero e irrelevante desdén algo del dominio que ejerció sobre mí.

Los protagonistas cotidianos del amor y de los celos no reflexionan sobre sus actos y mucho menos son capaces del relato sosegado. En cambio, a los que viven en el mundo de las ideas les está vedado el de las pasiones. Una vida de braguitas y sentimientos al margen de la historia universal es la más corriente entre la gente común. Los que podrían elaborar teorías sobre el amor sólo saben de soledades, desamores y ficciones. Los que viven no saben y los que saben no viven.

«En cuestión de amores, estás en pañales», me había dicho siempre. Sólo a medias la entendía. Imaginaba que el desconocimiento concernía exclusivamente a las artes de la seducción, que nuestra generación había utilizado tan píamente. Se tarda un tiempo antes de descubrir la guerra sin cuartel que puede estallar entre los sexos. Se mantienen abiertas las heridas con cuchillos oxidados. Se clavan alfileres en nervios conectados directamente a un mar de alaridos. Se manipula el tiempo como un cáncer a distancia y se modifican las tácticas sobre la marcha, en función de los gestos alucinados de la víctima. Ríete tú de los suicidios con un tiro en la boca y de los atracos a mano armada. Es la ley de la selva sin código ni delitos tipificados, sin tribunales ni fiscales que incoen procesos ni defensores de las presas despavoridas. Campi qui pugui ('el que pueda que escape'), como se dice en catalán, es la única moral vigente en la historia de los sentimientos. Más de mil años glosando el Código de Justiniano han desembocado en un armazón jurídico que sólo ampara la compra de un piso o la letra de cambio.

El desamor es una emoción transitoria

Hasta hace bien poco la terapia del desamor pasaba por el olvido forzoso. Primero, cobrar conciencia de que todo termina: un árbol, una flor, la vida. La finitud es un atributo básico de la belleza porque únicamente a su vera fermenta la intensidad necesaria para que estalle el placer. La puesta de sol en el Machu-Picchu, antes de que la selva gimiente engulla aquella bola de fuego, pasaría desapercibida si no fuera todo cuestión de minutos. La permanencia banaliza el mundo.

Es sabido, por lo demás, hasta qué punto resulta inútil avivar los resentimientos y el amor propio ultrajado. No sirve de nada confeccionar la retahíla impertinente de sus pequeñeces e indignidades. ¡Qué superfluo atiborrar el consciente de los mil trazos vulgares que, con razón, la definen a ella cuando el inconsciente, a pesar y por encima de todo, la sigue reclamando! ¡Qué pretencioso repetir, como Stendhal, que «las mujeres, con su orgullo femenino, se vengan de los necios con los hombres de espíritu, y de las almas prosaicas con los corazones generosos a golpe de dinero y de bastonazo»!

Aprender, en cambio, a saborear -como el enfermo convaleciente de una enfermedad prolongada degusta los primeros alimentos sólidos- la libertad recuperada. La pasión amorosa es una regresión infantil para la que, al contrario de lo que ocurre con los reencuentros del niño con su madre, no hay refugio ni calma posible. La dependencia del ser amado es igualmente absoluta, pero siendo tan frágil la convicción de las lealtades recíprocas, el alejamiento y la presencia son perfectamente compatibles. La cercanía física no hace mella en la distancia. La duda permanece.

¿Por qué no explorar los resortes que mueven las angustias que emanan del teléfono que no contesta a la una de la madrugada? Ya sé que el sufrimiento no es acumulativo, pero todo el desgarro de la historia, fosilizado a lo largo de millones de años, repleta de dolor, desde los gritos sordos de todos los emparedados hasta la mirada blanca y desorbitada de aquellos a los que sorprendió la caída en uno de los cien mil precipicios apostados como cepos en los caminos de la Tierra, cristaliza en el silencio entrecortado de una docena de señales telefónicas recurrentes sin respuesta.

De la historia del desamor sonsacada al pasado sólo emerge una conclusión irrefutable. Es el único asidero para las almas en zozobra mientras no es demasiado tarde. Es la pista exclusiva en forma de venganza. El desamor está programado, a diferencia de nuestras vidas, para morir. Podrían resucitar los cuerpos según la promesa bíblica, sin que lo hiciera el desamor inerte y frío.

Pero para morir ¿cuándo? Antonio Damasio ha sugerido una nueva terapia: la mejor manera de precipitar el final de una emoción negativa es generando otra emoción de la misma intensidad pero de signo contrario. En lugar de zambullirse en la interpretación minuciosa de la pesadilla, es necesario perseguir el destello de un nuevo esplendor.

Capítulo 11
Conclusiones

Ha llegado el momento de recapitular los principales puntos de esta visión inédita y asombrosa del amor. Hemos rastreado e identificado las últimas contribuciones de la ciencia sobre la naturaleza y el impacto del comportamiento amoroso y se imponen las siguientes conclusiones.

Estas sugerencias, unidas a la prueba de autoevaluación que cierra el libro y que el lector puede efectuar por sí mismo para medir su capacidad de amar, junto a la fórmula de los factores responsables del amor (véanse una y otra en el capítulo siguiente), acercarán al lector, posiblemente por primera vez, a la comprensión de un sentimiento que ha conmovido a los organismos vivos desde hace más de tres mil millones de años.

La ciencia acaba de adentrarse en el análisis del amor, y -como ocurrió con el estudio de la felicidad- sólo lo ha hecho cuando las nuevas tecnologías y el conocimiento genético le han permitido «medir» los impactos del amor y aplicar, por consiguiente, el proceso científico al conocimiento de las emociones. Se trata de un esfuerzo investigador que se inició hace unos años apenas, pero cuya intensidad y rigor ha desvelado ya hechos sorprendentes, todavía desconocidos por el gran público y las instituciones sociales afectadas.

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