—¿Por mar? —Abeleyn meneó la cabeza—. La armada está ocupada patrullando el estrecho de Malacar contra los corsarios; y hay que pensar en Calmar. Un ejército occidental que navegara por el Levangore tendría que vérselas con los merduk marinos de Calmar. Han estado tranquilos desde lo de Azbakir, pero no tolerarían una incursión de ese tamaño. Volveríamos a repetir la batalla de Azbakir, excepto que ahora lucharíamos con transportes en lugar de galeones de guerra. No, Golophin, a menos que puedas transportar por arte de magia a varios miles de personas al otro lado del mundo, no podemos hacer nada respecto al dique. A Lofantyr le encantará oírme decir eso cuando hable con él en el Cónclave. Ya piensa que las demás monarquías han abandonado a Torunna.
—Tal vez tenga razón —dijo el mago con vehemencia—. Había siete grandes reinos cuando terminó la Hegemonía fimbria; ahora los merduk los han reducido a cinco. ¿Permaneceréis en Abrusio hasta que sus elefantes crucen los Hebros?
—¿Qué quieres que haga, maestro?
Golophin hizo una pausa, con actitud repentinamente cautelosa.
—Los profesores no siempre sabemos las respuestas.
—Los reyes tampoco. —Abeleyn apoyó sus dedos bronceados en la muñeca delgada del anciano mago y sonrió. Golophin se echó a reír.
—Parece una broma estar sentados aquí tratando de arreglar el mundo. La tierra ya era un lugar imperfecto antes de que llegara el hombre para estropearla más; nunca conseguiremos arreglarla del todo. Sólo Dios podría hacerlo, o el «Señor de las Victorias», como lo llaman los merduk.
—Debemos hacer lo posible, sin embargo… —dijo Abeleyn.
—Ahora, mi señor, empezáis a hablar como vuestro padre.
—Dios no quiera que hable nunca como ese viejo puritano de mirada fría.
—No seáis tan duro con su recuerdo. Os quería a su manera, y todo lo que hizo fue por el bien de su pueblo. No creo que cometiera un solo acto que pudiera atribuirse a motivos personales.
—Desde luego, eso es cierto —dijo Abeleyn con sarcasmo.
—De haber sido vuestro padre el rey de Torunna, señor, os garantizo que Aekir seguiría resistiendo y los merduk se romperían las cabezas contra sus murallas como han estado haciendo estos últimos sesenta años. Y los Caballeros Militantes estarían allí con todos sus hombres, en lugar de hacer purgas por todo el continente. Es difícil discutir con un hombre de convicciones perfectas.
—Eso lo sé muy bien.
—John Mogen poseía ese don, pero era demasiado rudo. Inspiraba amor u odio, y se enemistó con los que hubieran debido ser sus aliados en la defensa de Aekir. Un rey debe parecer firme como una roca en sus creencias, muchacho, pero ha de saber inclinarse como un sauce cuando sopla la galerna.
—Y sin que se note —señaló Abeleyn.
—Exactamente. Hay una gran diferencia entre la intolerancia y la capacidad de llegar al compromiso sin que parezca que se renuncia a nada.
—¿No te parece irónico, Golophin, que los mejores soldados del mundo, los torunianos, estén gobernados por un rey que no ha conocido la batalla, un joven que no sabe nada de la guerra?
—Los viejos monarcas han muerto o les queda poco tiempo, señor. Estáis vos, Lofantyr, el rey Mark de Astarac y Skarpathin de Finnmark… jóvenes con pocos años en el trono. Los reyes más ancianos que recuerdan las primeras batallas contra los merduk están a punto de desaparecer. El destino de Normannia descansa sobre los hombros de una nueva generación. Ruego porque esos jóvenes estén a la altura de las circunstancias.
—Gracias por tu confianza, Golophin —dijo el rey secamente.
—Contáis con ella, señor, hasta donde puede contar con ella un hombre. Pero estoy preocupado. Los ramusianos han resistido la amenaza merduk durante tanto tiempo porque estaban unidos, eran fuertes y compartían la misma fe. Ahora los sacerdotes de Occidente parecen empeñados en que cada reino vaya por su lado en busca de… ¿qué? ¿Religiosidad o poder terrenal? Aún no puedo decirlo, pero me preocupa. Tal vez es el momento de que se produzca un cambio. Quizá la caída de Macrobius y la pérdida de Aekir es un nuevo principio… o el principio del fin. No soy vidente; no lo sé.
Abeleyn contempló el color turbio de su cerveza. A su alrededor, la taberna estaba en silencio. Había unos cuantos grupos de hombres en los rincones, y el tabernero estaba en la barra, fumando una pipa corta de olor nauseabundo y tallando un trozo de madera. Sólo los guardias de Abeleyn, al otro lado de la habitación, miraban a su alrededor, siempre pendientes de la seguridad de su rey.
—Necesito algo, Golophin —dijo Abeleyn en voz baja—. Algo que llevarme conmigo al Cónclave de Reyes, algún medio de darles esperanzas.
—Y de responder a sus peticiones de tropas —dijo Golophin.
—Eso también. Pero no se me ocurre nada.
—Acabáis de hablar de los torunianos, señor, y de que eran los mejores soldados del mundo. Eso no siempre fue así.
—No te sigo.
—Piensa, muchacho. ¿Quiénes fueron los primeros en tener toda Normannia en un puño? ¿De quiénes eran los tercios que marcharon desde las costas del Océano Occidental a las negras cumbres de las Jafrar en el este? Los fimbrios, cuya Hegemonía duró doscientos años antes de que la nación se desmembrara en sus inacabables guerras civiles. Los fimbrios, cuyas manos construyeron Aekir y pusieron los cimientos del dique de Ormann, que acabaron con el poder de las tribus címbricas y fundaron el mismísimo reino de Torunna.
—¿Qué pasa con ellos?
—Siguen ahí, ¿no es cierto? No han desaparecido.
—Llevan todo este siglo encerrados en sus electorados, luchando continuamente entre ellos. Ya no les interesa el imperio, ni los acontecimientos al este de las montañas de Malvennor.
—Pero tienen buenos ejércitos. Eso es algo que puedes llevar a tu reunión de reyes, Abeleyn. ¿De modo que Occidente necesita tropas? Hay decenas de miles de soldados en Fimbria que no contribuyen en nada a la defensa del continente.
—Los Cinco Reinos desconfían de Fimbria; las memorias de los hombres son largas. Ni siquiera estoy seguro de que Torunna quisiera recibir tropas fimbrias en su suelo, pese a la urgencia de sus necesidades… y eso en caso de que los fimbrios accedieran a enviarlas. Son una potencia aislacionista, Golophin. Ni siquiera mandarán un representante al Cónclave.
Golophin se reclinó en su silla y agitó una mano en un gesto de exasperación.
—Que así sea, pues. Que los hombres de Occidente conserven sus miedos y sus prejuicios. Sin duda continuarán con ellos cuando las hordas de Ahrimuz lancen la sombra de sus cimitarras sobre todos los reinos ramusianos.
Abeleyn hizo una mueca, sintiéndose como si volviera a ser el alumno y Golophin el profesor que había recibido una respuesta incorrecta.
—¡Muy bien, maldito seas! Veré qué puedo hacer. Después de todo, no nos hará ningún daño. Enviaré mensajeros a los cuatro electorados fimbrios, y sacaré el tema en el Cónclave. No creo que sirva de mucho.
—Éste es mi chico —dijo Golophin, sabiendo hasta qué punto aquella frase irritaba al rey—. Pero hay algo que debéis recordar cuando tratéis con los fimbrios, señor.
—¿Sí?
—No seáis orgulloso. Conservan los recuerdos de su imperio, aunque digan que ya no les interesa. Debéis convertiros en un suplicante, por mucho que eso os mortifique.
—Debo ser un sauce y doblegarme con el viento, ¿eh?
—Exacto —sonrió Golophin—, pero sin que parezca que os doblegáis, por supuesto. Sois un rey, después de todo.
Entrechocaron sus jarras, como hombres que sellan un pacto o brindan por un nacimiento. El rey bebió un buen trago y luego se limpió la espuma del labio superior.
—Hay un último tema esta noche, tal vez más cercano a tu corazón.
Golophin enarcó una ceja.
—La lista. La lista que hicimos de los practicantes de dweomer que podían ser salvados de la pira. —El rey no miró al anciano mago a los ojos mientras hablaba. Parecía extrañamente avergonzado—. Murad dice que podrán zarpar dentro de dos semanas. Se llevarán consigo a un semitercio, cincuenta arcabuceros y soldados hebrioneses. Contando las tripulaciones, habrá espacio para unos ciento cuarenta pasajeros.
—Menos de los que esperábamos —dijo Golophin brevemente.
—Lo sé, pero Murad está convencido de que necesitará a los soldados cuando desembarquen.
—¿Para que se enfrenten a los nativos salvajes con los que puede encontrarse, o a los pasajeros con los que deberá viajar?
Abeleyn se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—Ya he alterado bastante sus planes, Golophin. Si trato de presionarlo más, puede que lo abandone todo, y volveríamos a estar como al principio. Un hombre como Murad necesita algún tipo de incentivo.
—El virreinato de una nueva colonia.
—Sí. Tiene pocos prejuicios supersticiosos contra los practicantes de dweomer. Debería tratarlos bien. Constituyen la espina dorsal de sus ambiciones.
—¿Y vuestras ambiciones, señor? ¿Cómo encajan en ellas los practicantes de dweomer?
El rey se sonrojó.
—Digamos que la expedición de Murad tranquiliza mi conciencia.
—Muchos menos inocentes condenados a las llamas.
—No me gusta que me interrumpan, Golophin, ni siquiera tú.
El anciano mago se reclinó en su asiento.
—Como has dicho, es una forma de poner a esas personas fuera del alcance de la Iglesia, pero también sabes que hay otras razones.
—Como siempre.
—Si existe un Continente Occidental, debe ser reclamado por Hebrion. Somos la potencia marítima más occidental del mundo. Tenemos derecho a expandirnos en esa dirección mientras Gabrion y Astarac miran hacia el Levangore en busca de ventajas comerciales e influencia. Piensa en ello, Golophin. Un nuevo mundo, un mundo vacío y libre de monopolios o corsarios. Un continente virgen esperándonos.
—¿Y si el continente no es virgen?
—¿Qué quieres decir?
—¿Y si esa tierra legendaria está habitada?
—No puedo imaginarme que lo esté, ni que tengan una civilización comparable a la nuestra. Y estoy seguro de que no tendrán pólvora. Eso es algo que aquí sólo ha existido desde hace un siglo y medio.
—De modo que Murad impondrá por la fuerza la hegemonía hebrionesa en las costas de esa tierra primitiva, y los hechiceros que forman su cargamento serán la artillería viviente que lo apoyará.
—Sí. Es el único modo, Golophin. Los colonos deben ser duros, con talento, y capaces de defenderse. ¿Qué mejor manera de asegurar su supervivencia que hacer que todos sean hechiceros, herbolarios, brujos del clima, o incluso auténticos taumaturgos?
«O cambiaformas», pensó Golophin para sí, recordando a la nueva protegida de Bardolin. Pero no dijo nada.
—Los motivos de un rey nunca son simples —recitó al fin—. Debí recordarlo.
—Hago lo posible con lo que Dios se ha dignado concederme.
—Dios, y Murad de Galiapeno. Ojala hubierais encontrado a otro hombre para dirigir esta expedición. No me gusta su cara. Lleva el asesinato escrito en ella, y no creo que conozca aún los límites de esa ambición que habéis mencionado.
—El descubrimiento y la idea fueron suyos. No podía quitárselos sin convertirlo en mi enemigo.
—Entonces atadlo a vos. Aseguraos de que sabe hasta qué punto es largo el brazo de la corona hebrionesa.
—Empiezas a hablar como una anciana, Golophin.
—Tal vez, pero también hay sabiduría en las palabras de las ancianas, ¿sabes?
Abeleyn sonrió, adquiriendo un aspecto aniñado en la débil luz de la taberna.
—Vamos, ¿por qué no vuelves a la corte y ocupas el lugar que te corresponde?
—¿Cuál? ¿Agazapado tras vuestro trono y susurrando en vuestro oído?
Aquélla era la imagen popular del mago consejero del rey que hacían circular los inceptinos.
—No, señor —continuó Golophin—. Es demasiado pronto. Veamos primero cómo va el Sínodo y ese Cónclave vuestro. Tengo una sensación, como el dolor en una antigua herida antes de una tormenta. Creo que lo peor está por llegar; y no todo procede del este.
—Siempre se te ha dado bien predecir desastres, aunque no seas vidente —dijo Abeleyn. Su buen humor se había ensombrecido. El muchacho había desaparecido. El rey que se levantó y tendió una fuerte mano al anciano mago era todo un hombre—. Debo irme. En la corte se rumorea que tengo a una mujer cerca del puerto.
—¿Una anciana? —preguntó Golophin, con un ojo cerrado.
—Una amiga, Golophin. Hasta los reyes las necesitan.
—Los reyes más que nadie, mi señor.
La noche continuaba igual de calurosa. Abeleyn y sus guardias avanzaban calle arriba con la despreocupación de tres vigilantes nocturnos. El carruaje cerrado esperaba en un patio en la cima de la colina, con sus caballos inmóviles, pacientes como imágenes esculpidas. Los guardias subieron al pescante trasero mientras Abeleyn entraba en el carruaje.
Hubo un chasquido de acero, una lluvia de chispas y un resplandor. Cuando prendió la llama de la linterna, el interior del carruaje cerrado con cortinas resplandeció con destellos de oro. El vehículo se puso en movimiento entre el golpeteo de los cascos de los caballos sobre los adoquines.
—Bien hallado, mi señor —dijo lady Jemilla, con un tono oliváceo en el rostro a la vacilante luz de la vela.
—Igualmente, mi señora. Lamento haberos hecho esperar tanto tiempo.
—La espera no es ningún problema. Aviva la anticipación.
—¿De veras? Entonces me aseguraré de haceros esperar más a menudo. —El tono del rey parecía despreocupado, pero había una tensión en él que no había mostrado en la taberna con Golophin.
Jemilla se despojó de su capa oscura. Debajo llevaba uno de sus ceñidos vestidos cortesanos, que enfatizaba las líneas perfectas de su clavícula y la suavidad de la piel de su escote.
—Espero, mi señor, que no os hayáis fatigado con alguna mujerzuela de los barrios bajos. Eso me dolería mucho.
Era diez años mayor que el rey. Abeleyn sintió aquella diferencia de edad mientras se enfrentaba a la móvil oscuridad de sus ojos. Dejó de ser el gobernante de un reino, el comandante de sus ejércitos, para convertirse en un simple joven al borde de un placer glorioso. Siempre le ocurría lo mismo con ella. Aquello le irritaba un poco, pero era el motivo de su presencia allí.
Lady Jemilla se desabrochó los cordones del corpiño mientras Abeleyn la observaba fascinado. Vio surgir sus pechos altos y de pezones oscuros, con marcas rojas donde la tela los había aprisionado.