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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (11 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Jaffan señalaba alegremente otros lugares famosos, identificados gracias a libros y mapas. Incluso el más circunspecto de sus hombres parecía algo ebrio, pensó Shahr Baraz, como si la victoria fuera un licor potente que todavía actuara en la sangre cinco días después del acontecimiento. La enormidad de lo que habían conseguido se había abierto paso lentamente tras haber aplastado los últimos focos de resistencia y empezado la reorganización. Mientras cabalgaban sin oposición por la que había sido la ciudad más grande y más sagrada de los infieles, empezaban por fin a saborear las mieles del triunfo.

Para Shahr Baraz, la victoria tenía un regusto amargo. Aekir había ardido hasta los cimientos. El día siguiente a la caída de la ciudad, se había visto obligado a ordenar su evacuación para dejar que los fuegos se consumieran solos. Las grandes murallas seguían en pie, igual que los edificios más resistentes, incluyendo el palacio del sumo pontífice, la catedral y otros edificios públicos. Pero el ladrillo de mala calidad de gran parte de la ciudad había sido consumido por el intenso calor del incendio, y había grandes extensiones de espacio en el interior de las murallas convertidas en llanuras de polvo, escombros y ceniza.

Escombros y ceniza que habían costado a su ejército casi cincuenta mil hombres.

A tres leguas al este de la ciudad, las prisioneras ocupaban casi nueve acres de terreno. Una buena proporción de ellas permanecería con el ejército. Sus hombres se las habían ganado. Y una caravana de carretas de dos leguas de longitud había emprendido el viaje de regreso a Orkhan; el botín de Aekir enviado al sultán Aurungzeb. La ciudad más rica del mundo debería haber proporcionado trofeos más sustanciosos, pero gran parte de las riquezas se habían convertido en humo antes de que los soldados pudieran alcanzarlas. A consecuencia de ello, los hombres estaban inquietos. Bueno, aquella inquietud se aprovecharía pronto para un buen propósito.

Aekir era un cascarón vacío. Se tardaría varias vidas en reconstruirla, pero Shahr Baraz no dudaba de que se haría. Aurungzeb deseaba que Aekir fuera algún día su capital. Había dicho que le daría un nuevo nombre, pero estaba ebrio en aquel momento.

Un gato salió de una rendija entre las piedras y corrió por la calle, sobresaltando a los caballos de delante. Los oficiales lucharon por someter a sus excitadas monturas. El caballo de Shahr Baraz echó atrás las orejas, pero el anciano general le habló en voz baja y la bestia permaneció tranquila. Los jóvenes eran demasiado impacientes con los caballos en aquellos tiempos. Los trataban como a herramientas en lugar de como a compañeros. Hablaría con el jefe de caballería cuando regresaran al campamento.

Jaffan había recobrado la compostura. Estaba señalando otra cosa… Ah, sí. Las torres de Carcasson. Asomaban entre la niebla provocada por el humo como los cuernos de una bestia enorme y agazapada. Baraz se preguntó qué harían con aquel lugar. Su propia ambición era fundar una universidad en Aekir antes de morir, y Carcasson… ¡qué fantástica biblioteca podría ser! Y en su centro, donde los ramusianos habían adorado a sus ídolos, estarían las esterillas de oración de Ahrimuz.

Los pensamientos de Baraz se ensombrecieron. En su retirada, los torunianos habían incendiado la biblioteca de Gadorian Hagus. Doscientos mil libros y pergaminos, algunos de los cuales se remontaban a la historia nebulosa anterior a los tiempos de la Hegemonía fimbria. Todos se habían perdido. Horb, el secretario de Shahr Baraz, se había echado a llorar al enterarse de la noticia.

John Mogen no lo hubiera hecho. Hubiera sabido que los merduk conservarían la biblioteca y la habría dejado intacta tras él. Pero aquel tal Lejer era un bárbaro. Se merecía el destino que le esperaba.

Se dirigían a presenciar su ejecución.

La procesión viró a la izquierda, hacia el sol de la tarde. Los edificios, o sus ruinas, retrocedieron a ambos lados, y de repente un gran espacio se abrió ante ellos, una plaza que medía más de una sexta parte de legua de anchura. Era la plaza de las Victorias, construida por el propio Myrnius Kuln, el famoso elector fimbrio. Estaban en la mayor plaza del mundo, y reunidos en ella para ver a su general había ciento veinte mil soldados merduk en uniforme de batalla.

La procesión se detuvo ante aquel mar de rostros. Hilera tras hilera de soldados con las picas erguidas en posición de saludo, las mechas lentas de los arcabuceros
hraibadar
elevándose en penachos azulados que se perdían en la brisa, y las cimitarras desenvainadas de los
subadar, jefadar
e
imharin
atrapando la débil luz solar en destellos irregulares. Allí estaba la caballería, regimiento tras regimiento, con los altos penachos de los caballos ondeando mientras sus jinetes permanecían impasibles como rocas. Tras ellos estaban las largas hileras de elefan-tes, con coberturas tan fantásticas que los hacían parecer animales de algún bestiario de leyenda. En las torres que se elevaban sobre sus amplios lomos, las dotaciones se balanceaban cuando las bestias cambiaban su peso de pata a pata; no les gustaba la grava del suelo. Los elefantes eran criaturas de patas sorprendentemente sensibles. Docenas de ellos habían quedado lisiados por culpa de los pinchos durante el último asalto.

Los oficiales de Shahr Baraz ocuparon sus lugares detrás de él en un momento de silencio. El anciano
khedive
no llevaba yelmo, y el viento agitaba el largo cabello blanco de su copete y los dos extremos de sus largos bigotes. Su rostro tenía pocas arrugas pese a su edad, y sus ojos eran casi invisibles en las ranuras. Montaba con la facilidad de un joven, con su armadura lacada en negro y dorado y la cimitarra envainada junto al muslo. Su caballo, alto y gris, llevaba una testera negra y un alto penacho amarillo, y su cola estaba adornada con cintas blancas.

Shahr Baraz apretó las rodillas, y su montura avanzó hacia el interior de la plaza a medio galope.

Hubo un murmullo entre el ejército reunido. Cuando el anciano
khedive
se aproximó al centro de la plaza, el murmullo se convirtió en un rugido. El ejército lo estaba vitoreando desde tres de los lados del enorme espacio, miles y miles de gargantas unidas en una tormenta de ruido que hacía temblar el aire. Entonces el estruendo empezó a formar palabras, una frase repetida una y otra vez:

—¡Hor-la Kadhar, Hor-la Kadhar!

«Gloria a Dios», repetían, dando las gracias a su creador por aquel momento de triunfo, aquella visión de su grandeza. Y sus vítores iban dirigidos a Shahr Baraz, montado en su caballo cerca del centro exacto de sus formaciones. Gloria a Dios por aquella prueba de su amor por ellos, aquella victoria entre las victorias.


Hor-la Kadhar
—susurró Shahr Baraz, con los ojos llenos de lágrimas que no dejaría caer. Desenvainó la cimitarra y la agitó para que se convirtiera en un destello blanco a la luz del sol, y los vítores sonaron con fuerzas redobladas. Se oirían desde muchas leguas de distancia, pensó. Todos oirían al ejército merduk alabando al Único Dios Verdadero, y los infieles temblarían, sabiendo por fin que la era del Santo tocaba a su fin, y que la del Profeta estaba empezando.

Shahr Baraz envainó la cimitarra. La sangre corría por sus venas como un río en primavera, haciéndolo sentir joven de nuevo. El caballo percibió su estado de ánimo y empezó a danzar debajo de él. Los dos continuaron su camino hacia el patíbulo que se había construido en la plaza donde la estatua de Myrnius Kuln los contemplaba con ojos de granito, como llevaba seis siglos contemplando aquella ciudad que había fundado. El personal del
khedive
se reunió con él, con sus casacas de seda ondeando como banderas, y los estandartes de batalla extendidos sobres sus cabezas como serpientes de colores brillantes.

Los vítores cesaron como una galerna al retirarse, volvieron a convertirse en un murmullo y entonces se hizo el silencio, de modo que los cascos del séquito del
khedive
resonaban con fuerza en la superficie adoquinada de la plaza.

Cuando Shahr Baraz alcanzó el patíbulo se detuvo y se puso el yelmo de batalla. Era negro, con una larga protección para el cuello y una celada completa que convertía el rostro de su portador en una máscara. En la cimera había una representación de una luna creciente, un cuerno curvo de dos pies de longitud recubierto de plata. Era el símbolo del clan Baraz.

Al pie del patíbulo estaba Sibastion Lejer cubierto de andrajos, con un soldado merduk encapuchado a cada lado. Sus ojos oscuros centelleaban de odio.

La última batalla de los torunianos había terminado a unas pocas leguas de la ciudad, sobre una colina baja junto a la carretera del Searil. Allí los supervivientes del ejército de John Mogen, antaño tan grande, habían dado la vuelta para ser aniquilados por las fuerzas merduk. Sólo un puñado había sobrevivido al último combate, salvaje y cuerpo a cuerpo, y aquellos soldados, tras negarse a servir en el ejército merduk, estaban ya de camino hacia el este cargados de cadenas para que el pueblo de Ostrabar pudiera contemplar a los soldados que lo habían desafiado durante sesenta años, desde el paso de las montañas de Jafrar y las primeras batallas entre merduk y ramusianos.

Pero a Lejer le habían reservado un destino diferente.

Sería bueno para los soldados presenciar su muerte. Lejer les había privado de una fortuna en botín, y les había dejado dueños de una ciudad muerta. En aquel momento, verían cómo su general le obligaba a pagar por ello, y sabrían que compartía su furia.

Shahr Baraz habló, y su voz sonó hueca dentro del yelmo con su alto penacho.

—Había pensado en dejar que te mataran los elefantes, como al criminal que eres —dijo a Lejer sin alterarse—. Destruiste la joya del mundo por pura malicia. Mi pueblo hubiera convertido la Aekir que conocías en un lugar aún más maravilloso, una capital digna del más grande de los Siete Sultanes.

»Y, sin embargo, podía habértelo perdonado, tratándose del acto de una mente desesperada en una situación extrema. Es posible que si tus hombres hubieran estado llamando a las puertas de Orkhan, mi ciudad, hubiera preferido quemarla a ver a los infieles pisoteando las esterillas de oración en el templo de Ahrimuz.

»Y vuestro comportamiento en la última batalla fue admirable. Los torunianos seréis recordados durante mucho tiempo como los enemigos más nobles a los que nos hemos enfrentado, y en John Mogen encontré a un adversario digno. Ojala hubiera sobrevivido, para hablar juntos del futuro. El Profeta nos dice que cada hombre toma un camino distinto hacia el mismo lugar. Para los hombres como nosotros, los caminos conducen a una muerte de soldado. Teníamos muchas cosas en común.

»Pero tú destruiste algo que no puede ser reemplazado. Tomaste la sabiduría de las épocas pasadas, las voces de grandes hombres, el conocimiento acumulado de muchos siglos, y lo quemaste caprichosamente, eliminándolo para siempre de la tierra y asegurándote de que ni tu pueblo ni el mío pudieran volver a disfrutarlo. Por eso has merecido la muerte, y morirás como el traidor a las generaciones futuras que eres. Serás crucificado. ¿Tienes algo que decir, Sibastion Lejer?

El hombre andrajoso se irguió.

—Sólo esto, merduk. Nunca conquistaréis Occidente. Hay demasiados hombres allí que aman su libertad y su fe. Vuestro dios no es más que una sombra del nuestro, y al final el bendito Santo saldrá victorioso. Mátame y acaba con todo esto. Estoy cansado de tus filosofías.

Shahr Baraz asintió e hizo una señal a los soldados encapuchados. Lejer fue obligado a tumbarse boca arriba y le arrancaron la ropa. Se acercaron otros merduk, también encapuchados, armados con mazas y estacas de hierro. Los brazos del toruniano fueron extendidos sobre una resistente pieza de madera, con las estacas preparadas sobre sus muñecas.

Los tambores de los elefantes iniciaron un redoble bajo y atronador.

Los martillos cayeron sobre las estacas, y la sangre relució al sol. Entonces pusieron en pie a Lejer, clavado al pesado madero.

Un par de cuerdas descendieron y fueron atadas rápidamente a los dos extremos del madero. Los hombres de detrás del patíbulo empezaron a tirar, y Lejer fue izado hasta la tarima. Por primera vez, su boca se abrió para gritar, pero su voz quedó ahogada por el rugido de los tambores.

Lo fijaron al patíbulo, al que también treparon los hombres encapuchados. Finalmente le clavaron una última estaca en los tobillos antes de descender.

Los tambores callaron. Los ojos de Lejer estaban muy abiertos y blancos en su rostro sucio. Una cinta de sangre le caía por la barbilla, donde se había mordido el labio inferior, pero no emitió ningún sonido. Shahr Baraz asintió con aprobación, tiró de las riendas y empezó a avanzar lentamente por la plaza. Sus asistentes y oficiales lo siguieron.

—¿Ahora qué,
khedive
? —preguntó Jaffan, su asistente.

—Quiero que los hombres vuelvan a desplegarse en cuanto sea posible, Jaffan. Hemos de empezar a planear nuestro próximo movimiento. Envíame al intendente general después de comer y hablaremos de la nueva ruta de aprovisionamiento.

—¿Avanzaremos hacia el Searil, pues? —preguntó Jaffan con los ojos brillantes.

—Sí. Tardaremos algo de tiempo, por supuesto; tiempo para reorganizarnos y consolidar nuestra posición, pero avanzaremos hacia el Searil. Que Ahrimuz continúe bendiciendo a nuestros ejércitos como lo ha hecho en este lugar. Convocaré una indaba general de oficiales esta noche para discutir las cosas en detalle.

—¡Sí,
khedive
!

—Oh, y Jaffan…

—¿Khedive?

—Asegúrate de que Lejer muere antes de una hora. Con todos sus defectos, es un hombre valiente. No me gusta ver a hombres valientes muriendo en un cadalso.

7

Más al oeste, en la carretera del Searil.

La lluvia caía continuamente, llorando tal vez por la caída de la Ciudad de Dios. Las montañas de Thuria quedaban ocultas tras su velo difuso y pálido; la humedad bañaba el aire en una oscuridad de madreperla, de modo que Corfe sólo podía ver formas moviéndose por todas partes, ocasionalmente volviéndose más oscuras o nítidas al acercarse para volver a desvanecerse como espectros.

Sus botas se hundían hasta las pantorrillas en el pegajoso barro, y el agua le corría por la cara como si fuera el sudor producto de sus esfuerzos. Estaba cansado, helado hasta los huesos y aturdido como una piedra.

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