El viaje de Hawkwood (9 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—Pobre Richard. Es tan fácil provocarte y enfurecerte… —Extendió una mano y tiró de él para tumbarlo a su lado.

Richard estaba aturdido y confuso.

—¿Por qué dices esas cosas?

—Eres una combinación extraña, amor mío. A veces tan impenetrable como una puerta de roble, y a veces con todos los nervios al descubierto, para que yo pueda tocarlos como las cuerdas de un laúd.

—Lo siento, Jem.

—Oh, no seas absurdo, Richard. ¿Es que no sabes que nunca haces nada sin que yo lo quiera?

En otro lugar de Abrusio, transcurrían las horas sin que aparecieran los soldados. Griella, la muchacha que había sido una bestia, se vistió con una túnica vieja de Bardolin y se sentó a la mesa, con un aspecto absurdamente joven y vulnerable.

Bebieron agua enfriada en el sótano y comieron pan con olivas y un bol de pistachos, que a ella le encantaban. El duende se removía inquieto y los observaba desde su tarro; casi se había recuperado de sus sufrimientos de la noche anterior.

¿Por qué no venían? Bardolin no lo sabía; pero en lugar de aliviarlo, el hecho de que no aparecieran le inquietaba todavía más, y a ello había que añadir el rostro de la esbelta joven sentada a la mesa frente a él, balanceando los pies desnudos mientras comía.

Tenía rostro de campesina, es decir, bronceado y cubierto de pecas a causa de las horas y días pasados al aire libre. Su cabello era corto, y reflejaba los rayos del sol con un tono de bronce, como si algún herrero lo hubiera moldeado en su yunque aquella misma mañana. Tenía los ojos castaños como el cuello de un tordo, y su piel poseía cierto resplandor pardo en los lugares donde se había lavado. No tenía más de quince años.

Bardolin la había ayudado a limpiarse la sangre coagulada de manos y boca.

Después de comer, se habían sentado junto al ventanal de la torre de Bardolin que miraba al oeste, hacia la ciudad, el mar y el bullicioso puerto con su bosque de mástiles. En el horizonte podían verse barcos inmovilizados por la desaparición de los alisios. Sus botes los estaban remolcando tirando dolorosamente de los remos bajo la tórrida mirada del sol.

—¿Los ves? —le preguntó Griella—. Me han dicho que los magos tienen mejor vista que los demás hombres, y que incluso pueden ver las llamas que parpadean en el interior de las estrellas.

—Podría hacer un hechizo de visión lejana. Pero con mis propios ojos, me temo que no te serviría de mucho.

—Cuando soy una bestia —dijo ella después de reflexionar—, puedo ver el resplandor de los corazones de los hombres en sus pechos. Veo el calor de sus ojos y sus tripas en la oscuridad, y puedo oler el miedo que surge de ellos. Pero no puedo ver sus caras, si son cobardes o valientes, si están sorprendidos o estupefactos. Ya no son hombres. Así es como piensa la bestia cuando yo estoy en su interior, en lugar de estar ella en el mío. —Se contempló los dedos, ya limpios, con las uñas mordidas hasta la raíz—. Puedo sentir cómo su vida se apaga bajo mis manos, y es una sensación de gozo. No me importa si son mis enemigos o no.

—Pero no todo el mundo es tu enemigo, hija.

—Oh, ya lo sé. Pero no conozco a nadie que sea mi amigo. Aparte de ti, por supuesto. —Le dirigió una sonrisa tan radiante que él se sintió al mismo tiempo conmovido e inquieto—. ¿Por qué no han venido? Dijiste que tratarían de capturarte hoy.

—No lo sé.

—Hubiera querido enviar al duende a la ciudad para que investigara, pero dudaba de que estuviera ya en condiciones. Y con Griella en su casa, no quería salir en persona. Aunque apenas lo había admitido ante sí mismo, sabía que no le permitiría matar a más hombres, ni siquiera a los que intentaran capturarlos para llevarlos a la muerte. Si venían los soldados, la aturdiría con un hechizo de inconsciencia. Tal vez incluso la dejarían tranquila, tomándola por un chiquillo de la calle. Si volvía a adoptar su forma de bestia, la matarían.

—No, no toques eso.

Estaba dando golpecitos en el tarro del duende y sonriendo a la diminuta criatura.

—¿Por qué no? Creo que le caigo bien.

—Nada debe perturbarlo mientras se rejuvenece; de lo contrario, podría metamorfosearse en algo diferente a lo que debería ser.

—No lo entiendo. Explícate.

—El líquido del tarro es ur-sangre, un fluido taumatúrgico. Es la base de muchos experimentos, y es muy difícil de fabricar. Pero una vez conseguido, es… maleable. Puedo ajustarlo a las necesidades de cada momento. Ahora es un bálsamo para el cansancio del duende, como yeso húmedo aplicado sobre las grietas en la fachada de una casa. El duende fue creado a partir de la ur-sangre, con la ayuda de varios hechizos y el poder de mi propia mente.

—¿Puedes fabricarme uno? ¡Sería una mascota fantástica!

—Tardan meses en crecer —le dijo Bardolin sonriendo—; el proceso es agotador y consume parte de la esencia del propio mago. Si muere el duende, una parte de mí morirá también. Hay maneras más rápidas de obtener familiares, pero son abominables, y las criaturas engendradas de ese modo, llamadas homúnculos, son díscolas y difíciles de controlar. Y sus apetitos son repugnantes.

—Yo creía que un verdadero mago podría conjurar todo lo que deseara en un momento.

—El dweomer no funciona así. Exige un precio por cada don que otorga. No se consigue nada por nada.

—Hablas como un filósofo, uno de esos ancianos que predican en la plaza de los Oradores.

—El dweomer contiene una filosofía, o, mejor dicho, unas leyes. Cuando era aprendiz, no me enseñaron un solo hechizo durante los ocho primeros meses, aunque mis poderes ya se habían manifestado. Tuve que aprender la ética de los hechizos.

—¡Ética! —Parecía molesta—. Yo también formo parte de esa magia, ¿no es cierto?

—Sí. Cambiar la propia forma es una de las Siete Disciplinas, aunque puede que la peor comprendida.

—¿Podría ser maga, entonces? —dijo ella, animándose.

—Para ser mago hay que dominar cuatro de las Siete, y los cambiaformas raramente son capaces de dominar ninguna disciplina aparte de la del propio cambio. Hace unos años, en el Gremio hubo un debate donde se defendió que cambiar de forma no era una disciplina sino una perversión, o una enfermedad, como cree la gente común. La moción fracasó. Tanto tú como yo tenemos magia en la sangre, hija.

—La llaman la enfermedad negra, o a veces simplemente «el cambio» —dijo Griella en voz baja. Sus ojos eran enormes y oscuros.

—Sí, pero a pesar de las supersticiones, no es contagiosa. Y puede controlarse y convertirse en una auténtica disciplina.

Ella meneó la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Nada puede controlarla —susurró.

Él le apoyó una mano en el hombro.

—Yo puedo ayudarte a controlarla, si me lo permites.

Ella apoyó la cabeza en el enorme torso de Bardolin. Alguien llamó a la puerta de abajo. Griella levantó la cabeza.

—¡Están aquí! ¡Vienen a por ti!

Bajo la incrédula mirada del mago, los ojos de la muchacha se llenaron de una luz amarilla, y sus pupilas se convirtieron en ranuras alargadas y gatunas. Sintió que su cuerpo esbelto se sacudía y cambiaba bajo sus manos. De su garganta brotó el gruñido de una bestia.

«Mientras está cambiando. Antes de que sea demasiado tarde.»

Había tenido preparada la construcción del hechizo durante toda la mañana, y en aquel momento la magia brotó de él como una rápida exhalación de aliento y penetró en ella.

Hubo un conflicto salvaje cuando la incipiente bestia se resistió y la muchacha empezó a retorcerse, atrapada entre dos formas. Pero Bardolin derrotó a la bestia, que se retiró, y, por debajo de ella, pudo percibir la mente de la muchacha: humana, ilesa, pero completamente ajena. El descubrimiento lo perturbó. Nunca había tratado de examinar el alma de un cambiaformas. En la fracción de segundo anterior a la toma del control por parte del hechizo, vio que la bestia estaba unida a la muchacha en un matrimonio impuro, cada parte alimentándose de la otra. Entonces ella quedó inconsciente en sus brazos, respirando con regularidad. Se estremeció. La bestia era muy fuerte, incluso en el momento de su aparición. Supo que si alguna vez permitía que se formara por completo, sería incapaz de controlarla. Tendría que destruirla.

El sudor le corría por los ojos. Dejó a la chica en el suelo, todavía temblando.

—Bien hecho, amigo mío —dijo una voz.

En el umbral de la puerta había un anciano alto que parecía flaco como el portamonedas de un chatarrero. Su jubón, aunque caro, colgaba de él como un saco, y su sombrero de ala ancha era más ancho que sus hombros. Detrás de él, un joven de aspecto asustado no dejaba de inclinarse, con su propio sombrero entre las manos.

—Maestro —dijo Bardolin, mientras lo invadía una oleada de alivio.

—Tengo que disculparme por la forma de nuestra entrada —dijo Golophin, tomándolo del brazo—. La culpa es del joven Pherio. No le gusta que pasee por las calles en estos tiempos, y ve inceptinos en todas las esquinas. Pherio, la chica.

El joven miró a Griella como si fuera una especie de serpiente particularmente venenosa.

—¿Maestro?

—Acuéstala en algún sofá, Pherio. No te preocupes. No te arrancará la cabeza. Y búscame algo de vino… no, de brandy fimbrio. Bardolin siempre tiene alguna botella en el sótano. Vamos, corre.

El chico salió tambaleándose bajo el peso de Griella. Golophin ayudó a Bardolin a sentarse en una silla.

—Y bien, Bardo, ¿qué es esto? Jugueteando con jovencitas cambiaformas, ¿eh?

—No bromees, por favor, Golophin —dijo Bardolin levantando un brazo—. La cosa ha ido de muy poco, y he quedado exhausto.

—Creo que esto merecería un artículo para los registros del Gremio. Si estás investigando, Bardo, te encuentras al borde de un descubrimiento. —Soltó una risita y se quitó su absurdo sombrero, revelando un cráneo calvo como un huevo.

—Esperábamos soldados al mando de un inceptino —dijo Bardolin.

—Ah. —El buen humor de Golophin se ensombreció.

—Ayer se llevaron a Orquil. Creí que hoy vendrían a por mí.

Cuando Pherio regresó con el brandy, Golophin llenó dos vasos, y él y su antiguo aprendiz bebieron juntos.

—Eso me lleva al motivo de mi visita, Bardo: las atrocidades que cometen los inceptinos en nombre de la religión.

—¿Qué pasa con ellas? En nombre de los santos, Golophin, no puede ser que vayan a por ti. Has sido consejero de tres reyes. Tuviste a Abeleyn sentado en las rodillas cuando aún era demasiado pequeño para limpiarse el trasero solo…

—Y por eso soy el hombre al que el prelado debe destruir. Sin mí, el rey no tendrá consejeros desinteresados, y podría añadir que no tendrá a nadie capaz de decirle con todo detalle lo que está ocurriendo al otro lado del mundo. Abeleyn también lo sabe, como es de suponer. Con el prelado de camino al Sínodo de Charibon, tiene algo de espacio para respirar. Las ejecuciones han disminuido, y por eso estás hoy aquí, amigo mío. En este momento, sólo los herejes más claros van a la pira, pero las catacumbas continúan llenándose. Cuando el prelado regrese, habrá allí miles de personas esperando su decisión, y si el Sínodo aprueba sus actos Abeleyn no podrá hacer nada, a menos que quiera ser excomulgado. Peor aún, el prelado de Abrusio intentará sin duda convencer a los demás prelados de los reinos de que instiguen purgas similares en sus propias prelaturas.

—Ya he escrito a Saffarac en Cartigella para avisarle.

—Yo también. Podrá hablar con el rey Mark. Pero hay algo más. Macrobius no ha reaparecido. Debe haber muerto, de modo que tendrán que elegir a un nuevo sumo pontífice, un hombre cuyos actos hayan demostrado que no teme enfrentarse a la ira de los reyes en su celo por cumplir la voluntad de Dios, un hombre que piense en el bien de los reinos por encima de todo y que esté dispuesto a purificarlos con el fuego.

—¡Santos benditos! ¿No me estarás diciendo que ese maniaco nuestro tiene alguna posibilidad?

—Más de una. El muy idiota no ve más allá de sus propias narices torcidas. Destruirá Occidente, Bardo, si se sale con la suya.

—Supongo que los demás prelados también se darán cuenta.

—Claro que sí, pero ¿qué pueden decir? Todos compiten en celo unos con otros. Ninguno se atreverá a condenar las acciones de nuestro prelado en términos de sentido común. Podría enfrentarse a la excomunión. Hay un ambiente de histeria causado por la caída de Aekir. La Iglesia es como una anciana a la que han robado el portamonedas. Desea golpear a alguien, para convencerse de que sigue entera y de una pieza. Y no olvides que casi doce mil Caballeros Militantes ardieron junto a la Ciudad Santa, de modo que el brazo secular de la Iglesia también ha quedado mutilado. Esos clérigos temen que sus privilegios vayan a desaparecer como consecuencia del desastre en el este, de modo que han movido ficha primero para recordar a las monarquías que son una fuerza a tener en cuenta. Oh, los demás prelados aprovecharán la oportunidad de hacer algo, te lo aseguro.

—¿Y qué será de nosotros, los practicantes de dweomer? —preguntó Bardolin.

—Nos vamos a la mierda, Bardo. Pero al menos aquí en Abrusio hay un débil rayo de esperanza. Anoche hablé con Abeleyn. Oficialmente, nunca nos vemos durante estos días, pero tenemos nuestros métodos. Me ha insinuado que puede haber una vía de escape para algunos de los nuestros. Está alquilando barcos para alejar de estas costas a algunos afortunados y llevarlos a un lugar seguro.

—¿Adonde?

—No quiso revelármelo. Dice que debo confiar en él, el muy mocoso. Pero no quiere que nos pasemos en masa al bando de los merduk, como puedes imaginar.

—¿Gabrion? —dijo Bardolin con aire inseguro—. ¿Narbosk, quizás? Supongo que no será a las Provincias Hardianas. ¿Qué otro lugar hay que no esté bajo el puño de la Iglesia?

—No lo sé, ya te lo he dicho. Pero le creo. Vale el doble que su padre. Lo que te estoy preguntando, Bardo, es si estarías dispuesto a viajar en uno de esos barcos.

Bardolin tomó un sorbo de brandy.

—¿Has hablado de esto en el Gremio?

—No. La noticia estaría en la calle en media hora. Estoy hablando personalmente con la gente en quien confío.

—¿Y qué hay del resto? ¿Es que sólo los magos tendremos esta posibilidad? ¿Qué ocurrirá con los más humildes de los nuestros, los herbolarios, las comadres… incluso los cambiaformas como la pobre Griella? ¿Podrán escoger?

—Debo hacer lo que esté en mi mano, Bardo. Yo no me iré. Me quedaré para salvar a todos los que pueda. Abeleyn me ocultará, si llegamos a eso, y hay miembros de la nobleza con hijos e hijas estudiando con el Gremio que, naturalmente, simpatizan con nuestra causa. Es posible que pueda hacer zarpar un barco de vez en cuando para transportarlos a esa utopía bucólica que habréis construido en algún lugar desconocido. Esto terminará en cuanto se den cuenta de la verdadera importancia de la amenaza merduk. —Hizo una pausa—. Cuando caiga el dique de Ormann, la gente no tolerará más tonterías. Los clérigos dejarán de ser escuchados, y los soldados recobrarán el poder. Sólo hemos de capear la tormenta.

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