El viaje de Hawkwood (5 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Abeleyn estaba deprimido. Occidente necesitaría a hombres como Mogen en los tiempos venideros. Había valido más que media docena de reyes.

Cuando Abeleyn se levantó, le trajeron un taburete bajo, y se sentó a los pies del prelado, exactamente como un aprendiz a los pies de su maestro. Abeleyn se tragó la rabia e hizo que su voz sonara suave como la seda.

—Hemos hablado de ese edicto sobre los herejes y extranjeros de la ciudad, y hemos estado de acuerdo en que es necesario eliminar a los desleales, los infieles, los traidores…

El prelado inclinó la cabeza, sonriendo graciosamente. Con su gran nariz y sus ojos intensos, parecía un águila con manchas amarillas balanceándose en su percha.

—… pero, padre, he observado que habéis incluido en el edicto a los cantrimistas, rimadores de mentes y pequeños practicantes de dweomer del reino… a todas las personas que poseen algún tipo de habilidad teúrgica. Mis soldados, siguiendo las órdenes de vuestros hermanos, ya están capturando a esas personas. ¿Para qué? ¿Supongo que no pretenderéis enviarlas a la hoguera?

El prelado siguió sonriendo.

—Oh, sí que lo pretendo, hijo mío.

La boca de Abeleyn se transformó en una cicatriz en su rostro, como si alguien le hubiera metido una fruta amarga.

—Pero eso significa perseguir a todas las ancianas que curan verrugas, a todos los herbolarios que encantan sus mercancías, a todos…

—La hechicería es hechicería, hijo mío. Toda la teurgia procede de la misma fuente. El Maligno. —El prelado sonaba como un tutor bondadoso aleccionando con paciencia a un alumno algo torpe. Uno de los guardias de Abeleyn se removió indignado, pero una mirada de uno de los inceptinos lo tranquilizó.

—Padre, haciendo esto enviaréis a miles de personas a las piras, incluso a miembros de mi propia corte. Golophin el mago, uno de mis propios consejeros…

—El trabajo de Dios nunca es fácil. Vivimos en tiempos de prueba, como deberíais saber mejor que nadie, majestad.

Abeleyn, interrumpido por dos veces en el mismo número de minutos, luchó por no levantar la voz. Sentía el impulso de levantar al prelado en el aire y aplastarle el cerebro contra alguna pared conveniente. Sonrió a su vez.

—Pero seguro que al menos os dais cuenta de las dificultades de poner en práctica ese edicto, especialmente en un momento como éste. Los torunianos gritan pidiendo refuerzos para detener el empuje de los merduk y defender la línea del Searil. No estoy seguro… —y aquí la sonrisa de Abeleyn adoptó una dulzura especial—, no estoy seguro de poder cederos los hombres necesarios para poner en práctica vuestro edicto.

El prelado le devolvió la sonrisa.

—Tu preocupación te honra, hijo mío. Sé que los cuidados temporales del momento pesan mucho sobre tus hombros, pero no temas. Se cumplirá la voluntad de Dios. He solicitado el envío de un contingente de Caballeros Militantes desde la sede de nuestra orden en Charibon. Ellos te aliviarán en parte de la carga que soportas. Tus soldados quedarán libres para servir en otros lugares, en defensa de los reinos ramusianos y la verdadera fe. —Abeleyn palideció, y hasta el prelado pareció encogerse ante su mirada—. Hago lo que puedo por el bien del reino, majestad.

—Desde luego. —La apuesta del prelado era más alta de lo que Abeleyn había supuesto. Mientras sus propios soldados estuvieran en la frontera ayudando a los torunianos, los Caballeros Militantes (el brazo militar de la Iglesia) tendrían el campo libre en Abrusio. Sus espías deberían haberle informado de aquello, pero era enormemente difícil husmear en los asuntos de los inceptinos. Estaban tan unidos como las escamas de una cota de malla. Abeleyn reprimió su ardiente furia y escogió las palabras con cuidado.

—Lejos de mi intención, padre, pretender explicaros a vos, uno de los príncipes de la Iglesia, lo que puede o no puede ser necesario o deseable a ojos de Dios. Pero me siento obligado a decir que vuestro edicto… nuestro edicto… no ha sido bien recibido por el pueblo. Abrusio, como bien sabéis, es un puerto, el más importante de Occidente. Vive del comercio, del comercio con otros reinos, otras naciones y otros pueblos. Por lo tanto, hay un número importante de extranjeros que se han establecido y se ganan la vida aquí en Hebrion. Y hay hebrioneses viviendo en una docena de países de Normannia, incluso en Calmar y en el lejano Ridawan.

El prelado no dijo nada. Sus ojos eran como dos fragmentos de azabache pulidos por el mar. Abeleyn siguió hablando.

—El comercio depende de la buena voluntad, de la negociación y del compromiso. Creo que este edicto podría estrangular el comercio con los reinos del sur y las ciudades estado del Levangore; tierras de merduk, sí, pero que no han levantado un dedo contra nosotros desde Azbakir, hace cuarenta años, y sus galeras nos ayudan a mantener el estrecho de Malacar libre de corsarios.

—Hijo mío —dijo el prelado, y su sonrisa tenía la calidez del pedernal—, me duele oírte hablar así, como si tus preocupaciones fueran más las de un mercader común que las de un rey ramusiano.

Hubo un silencio repentino y total en la estancia. La pluma del escriba emitió un chirrido sobre el pergamino. Nadie hablaba así a un rey en su propio reino.

—Es lamentable —dijo Abeleyn en la quietud—, pero creo que no podré enviar a Torunna los refuerzos que son tan necesarios allí. Pienso, santo padre, que la verdadera fe puede ser defendida aquí por mis hombres igual de bien que en la frontera. Como me habéis explicado tan claramente, las amenazas a la corona pueden provenir de todas direcciones, dentro y fuera de las fronteras. Considero prudente que mis tropas continúen su trabajo de colaboración con la Iglesia aquí en Abrusio; y aunque, en vuestra amabilidad, no me lo habéis reprochado, siento que no me he implicado lo suficiente en estos asuntos hasta el momento. A partir de ahora, las listas de sospechosos, herejes y extranjeros (y hechiceros, por supuesto) se presentarán ante mí para que pueda confirmarlas. Como bien decís, éstos son tiempos de prueba. Me duele pensar que un hombre de vuestra piedad y edad avanzada tenga que ver el ocaso de su vida perturbado por asuntos tan desagradables. Trabajaré para aligeraros de parte de vuestra carga. Es lo menos que puedo hacer.

El prelado, un hombre vigoroso en la cincuentena, inclinó la cabeza, pero no antes de que Abeleyn vislumbrara el fuego en sus ojos fríos. Ambos habían revelado sus armas, habían situado las piezas en el tablero y habían hecho los movimientos de apertura. A continuación tendrían que llegar las verdaderas negociaciones, aquel regateo en busca de ventajas que los hombres llamaban diplomacia. Y Abeleyn iba ganando. El prelado había revelado su estrategia demasiado pronto.

«De modo que tendré que luchar contra este anciano», pensó Abeleyn malhumorado, «e intrigar y conspirar en mi propio reino. Y los torunianos tendrán que luchar solos durante más tiempo porque este clérigo ambicioso ha decidido averiguar hasta dónde puede hacerme doblegar el brazo.»

3

El duende de Bardolin estaba inquieto. Era el calor. La diminuta criatura corría del tintero a la lámpara de la mesa, con la lengua verde colgando. Finalmente se derrumbó sobre el pergamino en el que el mago había estado trabajando, y se rascó detrás de una oreja peluda con la punta de una vieja pluma, cubriéndose de tinta.

Bardolin soltó una risita y lo depositó suavemente sobre una estantería. Luego alisó el pergamino y continuó escribiendo.

Naturalmente, el prelado de Abrusio no es un hombre malvado, pero es ambicioso, y con la caída de Macrobius estamos en un punto muerto. Los cinco prelados están observando los acontecimientos en el Searil con un interés que va mucho más allá del simple resultado de un asedio y una batalla. ¿Reaparecerá Macrobius? Ésa es la cuestión. Se rumorea que ocho mil Caballeros Militantes han sido destinados ya a patrullar por las fronteras de los Cinco Reinos. ¡Ocho mil! Y sin embargo, sólo enviarán a cinco mil a las defensas del Searil. Esto es una guerra dentro de otra guerra. Estos hombres santos preferirían ver a los merduk en sus altares antes que levantar un dedo para ayudar a alguien de su rango. Esta obsesión por construir imperios es la enfermedad de los inceptinos. Y puede acabar con Occidente.

Hizo una pausa. Era tarde, y las estrellas notaban brillantes y densas sobre la humedad de la ciudad dormida. De vez en cuando, oía el grito de un vigilante nocturno o de un miembro de la patrulla urbana. Ladró un perro y se oyó una risotada repentina de algún juerguista al salir de una taberna. La brisa marina aún no se había levantado, y el hedor de las piras cubría la ciudad como una mortaja.

Te lo digo en serio, Saffarac: huye de Cartigella mientras estás a tiempo. Esta locura se extenderá, estoy seguro. Hoy es Hebrion, mañana será Astarac. Estos hombres santos no se darán por satisfechos hasta que hayan quemado medio Occidente en su celo por competir unos con otros en piedad. Las ciudades no son un lugar seguro.

De nuevo se detuvo. ¿Volverían las cosas a ser como al principio? Los practicantes de dweomer reducidos a recetar remedios caseros y a curar vacas resecas en pueblecitos de montaña. Por lo menos, en aquellos lugares serían bien recibidos. La gente del campo comprendía mejor aquellos asuntos. En las montañas de Hebros, todavía se rendía culto al Cornudo en las noches de luna llena.

Sumergió la pluma en el tintero pero la dejó inmóvil entre sus dedos. Una gota de tinta se deslizó por la pluma y cayó sobre el pergamino, como la lágrima de un cuervo. El duende observaba a Bardolin desde su estantería, canturreando para sí en voz baja. Percibía su angustia.

Se frotó los ojos inyectados en sangre, dirigió una mueca a la página manchada y volvió a su tarea.

Hoy se han llevado a mi aprendiz. He protestado, investigado y hasta sobornado, pero no ha servido de nada. Los inceptinos han empezado a recurrir al miedo, y con las noticias del este ello no resulta difícil. Cuando todo esto empezó, los soldados todavía miraban hacia otro lado; pero ahora se han contagiado del fanatismo. Sin embargo, se rumorea que el rey Abeleyn no aprueba la escala de la purga e impide al prelado cometer excesos aún peores. Hoy han quemado a cuarenta personas, y tienen a medio millar encerradas en las catacumbas por falta de espacio en las celdas de palacio. Que Dios los perdone.

Hizo una pausa por tercera vez. No podía escribir más, pero tenía que acabar la carta aquella noche porque tal vez no habría tiempo por la mañana. Suspiró y continuó.

Tienes una posición importante en el consejo del rey Mark. Te lo ruego, Saffarac, emplea tu influencia con él. Hay que detener esta histeria antes de que se apodere de todos los estados ramusianos. Pero si ves que no hay esperanzas, ayuda a huir a algunos de los nuestros. Estoy seguro de que en Gabrion serán bien recibidos, y si no, con los merduk marinos.

Son tiempos desesperados los que requieren de tales remedios. Cuídate, amigo mío. Que la luz de Dios brille siempre en tu camino.

Firmó y selló la carta. Los ojos le escocían de agotamiento. Se sentía cansado y viejo. Un barco correo se llevaría la misiva con la marea de la mañana, si la calma terminaba y volvía a soplar la brisa del noroeste.

Su duende se había dormido. Sonrió a la diminuta criatura, la última de una larga lista de familiares. Vendrían a por él al día siguiente, como habían venido aquel día a por el joven Orquil, su aprendiz. Había sido un muchacho prometedor, que dominaba ya la cantrimia y empezaba a aprender los misterios de la rima de mentes, tal vez la peor comprendida de las Siete Disciplinas.

Sabía por qué no se lo habían llevado también a él.

Bardolin había sido soldado en sus tiempos. Había servido con uno de los tercios que formaban la guarnición de Abrusio, y conocía bien a sus oficiales. Sus… habilidades habían empezado a manifestarse en una campaña contra los bandidos de las Hebros. Habían salvado vidas. El cabo lo había recomendado para un ascenso, pero él había abandonado el ejército para estudiar taumaturgia con Golophin, que ya era famoso por entonces.

Habían transcurrido treinta años, pero Bardolin todavía tenía la actitud de un soldado. Llevaba el cabello muy corto y su nariz rota le daba la apariencia de un luchador profesional. No parecía un mago, un maestro de al menos cuatro de los reinos del dweomer. Su aspecto era más bien el del rudo sargento de arcabuceros que había sido, y las cicatrices de sus sienes revelaban los largos años vistiendo el casco de hierro de los soldados hebrioneses.

«Por eso me han dejado en paz», pensó. «Pero sin duda volverán mañana, con algún Cuervo para pincharlos.»

Se oyó un tumulto distante en el exterior. El sonido de voces duras, y pisadas sobre los adoquines.

¿Acaso venían ya a buscarle?

Se levantó. El duende despertó, con los ojos muy brillantes.

Los pasos pasaron de largo, los gritos cesaron. Bardolin se relajó, reprochándose a sí mismo los latidos acelerados de su corazón.

Un disparo de arcabuz desgarró la tranquilidad de la noche. Otro más, y luego una descarga irregular. Oyó los aullidos de algún animal enorme, y chillidos humanos.

Bardolin saltó hacia la ventana.

Calles oscuras, un fragmento de luna reflejándose débilmente en los adoquines. Aquí y allá, el parpadeo de una luz amarilla. Si se asomaba lo suficiente, podía ver el resplandor de la luna sobre el Océano Occidental. Abrusio dormía como un viejo libertino fatigado por sus excesos.

¿Dónde, pues?

—Ve, amigo mío; tú serás mis ojos.

Los ojos del duende se apagaron. Las inútiles alas de su espalda se agitaron débilmente. Salió por la ventana y pareció saltar al vacío, aunque el aire era tan cálido y denso que semejaba un elemento distinto, capaz de soportar el diminuto cuerpecito como una hoja.

Sí. Bardolin estaba viendo con el espectro de visión del duende. Una linterna en una ventana era un resplandor verde, demasiado intenso para mirarlo directamente. Una rata emitió su débil luminosidad, y el duende cambió de dirección para perseguirla velozmente, pero Bardolin volvió a controlarlo con su voluntad, lo reprendió suavemente y lo puso en camino.

Un salto entre dos tejados, una serie de movimientos gimnásticos increíblemente rápidos, y el duende estaba en la calle corriendo junto a las alcantarillas, ignorando a las ratas. Había un brillo confuso delante de él, figuras verdes en movimiento. Pero había una que era mayor que el resto, y brillaba con la intensidad de una hoguera. El calor que emitía era un fenómeno palpable sobre la piel sudorosa del duende.

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