Al terminar el desayuno, había olvidado por completo la visión de la noche. Un exceso de brandy y vino, tal vez. Sólo podía pensar en la esbelta muchacha y en sus ojos brillantes, en el placer de tenerla debajo.
Quería más.
El ejército merduk estaba en marcha.
Había tardado mucho tiempo; demasiado tiempo, pensó Shahr Baraz. Aekir les había hecho más daño del que habían querido reconocer en su momento, pero gran parte de las pérdidas ya estaban compensadas. Le habían enviado tropas de refresco, que cruzaron los pasos de las Thuria antes de que las nieves los bloquearan durante el invierno, y Maghreb, el sultán de Danrimir, había enviado cincuenta elefantes y ochenta mil hombres de su guardia personal para colaborar en la captura del dique de Ormann. Era un gesto ante todo simbólico, con las inevitables ramificaciones políticas. Los otros sultanes habían despertado de golpe tras la caída de Aekir, y la lucha por los despojos no tardaría en empezar. Shahr Baraz había oído rumores de que Nalbeni, decidido a impedir que lo aventajara su rival del norte, estaba preparando una flota de transportes de tropas para cruzar el mar Kardio y caer sobre las ciudades costeras del sur de Torunna. Aquel rumor lo hizo sonreír. Con un poco de suerte, habría llegado a oídos del rey de Torunna y le habría hecho retirar tropas del norte.
Shahr Baraz no se hacía ilusiones respecto a la dificultad de la tarea que le esperaba. Tenía mapas del complejo de fortificaciones, gracias a los incontables reconocimientos armados que había enviado al oeste. El dique era obra de los fimbrios, y, como todas sus construcciones, estaba diseñado para durar. Sus antecesores lo habían atacado una vez, en una época perdida entre las nieblas de la memoria tribal, cuando la fortaleza había marcado el borde del imperio fimbrio. Habían muerto por millares, según se decía, y sus cuerpos habían llenado el dique hasta los bordes.
Pero de aquello hacía mucho tiempo. Uno de los motivos de que el avance merduk hubiera tardado tanto en recomenzar tras la caída de Aekir era que los ingenieros habían estado trabajando día y noche. Los frutos de sus esfuerzos habían sido desmantelados y cargados en carretas gigantescas, cada una tirada por cuatro elefantes. Tenía todo lo necesario: torres de asedio, catapultas, ballestas. Y botes. Muchos botes.
Estaba montado en su caballo sobre una colina baja y embarrada con un grupo de oficiales del estado mayor a su alrededor y su guardia personal formada en silenciosas hileras sobre la pendiente. Observaba el paso de su ejército.
Exploradores en los flancos, escuadrones de caballería ligera armados de lanzas y sin más protección que la del
cuir boulli
, algo que habían aprendido de los ramusianos. Luego la vanguardia principal, una fuerza selecta de
hraibadar
, las tropas de asalto entrenadas para abrir brechas o resistir hasta la muerte si era necesario. Sus filas eran menos gruesas que antes; habían caído tantos hombres en Aekir que había tenido dificultades para reunir más de diez regimientos, apenas doce mil hombres.
Avanzando entre sus filas se veían las siluetas abultadas de los elefantes. Sólo una veintena viajaban con la vanguardia, y cada uno tiraba de una cadena de carretas ligeras cargadas de provisiones. La vanguardia era la fuerza más móvil de Shahr Baraz, y la más contundente. Lideraría el asalto final, cuando el dique se hubiera ablandado un poco.
Al final de la vanguardia iba una brigada de caballería pesada, jinetes a los que los ramusianos llamaban coraceros. Su pueblo, que llevaba generaciones especializándose en su uso, los conocía como
ferinai
. Llevaban cotas de malla reforzadas con brillantes placas de acero, y se cubrían el rostro con yelmos altos. Además de las espadas, llevaban un par de pistolas de mecha lenta, una innovación reciente que los
ferinai
habían adoptado tras muchas objeciones. Eran las mejores tropas que poseía Shahr Baraz; su propia guardia personal había sido seleccionada principalmente de entre sus filas. Eran soldados profesionales, al contrario que la mayoría del ejército, y su general los apreciaba tanto como un avaro su oro.
La vanguardia pasó de largo, casi veinte mil hombres, y mientras Shahr Baraz tranquilizaba a su inquieto caballo, llegó el cuerpo principal. Allí la disciplina no era tan rígida. Los hombres lo saludaban con la mano y lo vitoreaban al pasar junto a él, y el general movía brevemente la cabeza en señal de respuesta. Eran los
minhraib
, los soldados rasos que en tiempos de paz eran granjeros, comerciantes, campesinos o jornaleros. En número de cien mil, marchaban en una columna cuya cabeza tenía una anchura de cincuenta hombres, y se extendía durante más de tres millas y media. Tardarían al menos una hora y media en pasar junto a su general. La visión hizo que Shahr Baraz se tensara y elevara al cielo sus ancianos ojos en una plegaria instantánea, dando las gracias a Dios y a su Profeta por haberle dado la oportunidad de ver aquello, de estar al mando de aquello: el mayor ejército que ningún sultanato oriental hubiera reunido nunca. No se había visto nada parecido en el continente desde las terribles guerras de los ramusianos, cuando habían peleado entre ellos para acabar con la Hegemonía fimbria.
No quiso esperar a ver la retaguardia de las tropas de asedio; estaban siete millas más abajo. Cuando la vanguardia llegara al campamento aquella noche, la retaguardia estaría a diez millas de distancia. Trasladar un ejército de aquel tamaño era una pesadilla logística.
De todos modos, el río Ostio era suyo. Las primeras barcazas habían llegado de Ostrabar y las provisiones se concentraban en los muelles quemados del puerto fluvial de Aekir. Era increíble la cantidad de provisiones requeridas por un ejército de aquel tamaño. Sólo los elefantes necesitaban ochenta toneladas diarias de forraje.
—¿Has hablado ya con los ingenieros jefes sobre la carretera? —preguntó bruscamente a un asistente.
El asistente se sobresaltó en la silla de montar. Los ojos del anciano habían parecido tan vacíos, tan distantes, que había pensado que su general estaba dormitando de cansancio.
—Sí,
khedive
. Los materiales ya están en camino. Cuando el ejército esté en posición en torno al dique, la obra empezará a buen ritmo. Hemos reunido a unos treinta mil trabajadores del campo. Los ingenieros aseguran que la nueva carretera estará terminada en dieciséis días. Y soportará las carretas tiradas por elefantes.
—Excelente —dijo Shahr Baraz, y se acarició el mostacho blanco y plateado que le caía junto a la barbilla en dos mechones como colmillos. Sus ojos negros centellearon entre sus párpados almendrados—. Vuelve a leerme el despacho que envió Jaffran desde el dique.
El asistente rebuscó en una alforja y extrajo un trozo de pergamino. Lo estudió atentamente durante un instante, haciendo que el anciano entrecerrara los ojos, divertido. Los oficiales tenían que aprender a leer y escribir antes de ser asignados a su personal. Para muchos, aquélla era una tarea arcana que no se les daba nada bien.
—Dice —informó vacilante el asistente— que… que los refugiados ya han cruzado el río y acampado en torno a la fortaleza, pero que… que los puentes aún no han sido cortados. Las fuerzas ramusianas hacen algunas salidas al este del río, hostigando a sus tropas. Quiere más hombres. —Al terminar, el asistente parpadeó con expresión de alivio.
—Tendrá ochenta mil hombres bien pronto —dijo Shahr Baraz en tono despreocupado, con los ojos aún fijos en las interminables hileras de hombres, caballos y carretas que avanzaban hacia el oeste—. Quiero que envíes otro despacho a Jaffran —continuó, ignorando el repentino crujido de papel y el rasgueo de la pluma—. Los saludos de siempre, etcétera. Tus órdenes han cambiado. Debes cesar el hostigamiento de las fuerzas ramusianas al este del río y concentrarte en reconocer las posiciones enemigas. Enviarás escuadrones al norte y al sur del dique en busca de vados o posibles puntos donde construir puentes. Debes explorar la orilla este al menos durante diez leguas a cada lado del dique. Al mismo tiempo, y por todos los medios necesarios, averiguarás el número de hombres de la fortaleza y cuántos hombres han sido desplazados para servir más al oeste. También confirmarás o desmentirás el constante rumor que he estado oyendo, según el cual la cabeza de la Iglesia ramusiana no murió en Aekir, sino que está a salvo en el dique de Ormann.
»Que el profeta Ahrimuz te proteja en tus esfuerzos y que la luz de la verdadera fe ilumine constantemente tu camino. Mis fuerzas y yo te relevaremos dentro de una semana. Shahr Baraz,
khedive
de los ejércitos del sultanato de Ostrabar. Etcétera… ¿Lo tienes todo, Ormun?
El asistente garabateaba frenéticamente, usando el pomo de la silla como escritorio.
—Sí,
khedive
.
—Bien. Envíalo al dique al instante.
Ormun se alejó en cuanto Shahr Baraz hubo trazado su elaborada rúbrica sobre el pergamino con complicados movimientos de la pluma.
—Un joven entusiasta —dijo a Mughal, uno de sus oficiales veteranos.
El hombre asintió, mientras la pluma de crin de caballo sobre su yelmo se agitaba vigorosamente.
—Para los jóvenes, eres una especie de leyenda.
—No lo creo.
—Claro que sí, viejo amigo. Te llaman «el viejo terrible», incluso en la corte.
Shahr Baraz se permitió una de sus raras sonrisas.
—¿Tan terrible soy?
—Sólo con tus enemigos.
—He visto ochenta y tres inviernos sobre la faz de la tierra, Mughal. Ésta será mi última campaña. Si sobrevivo, haré una peregrinación a la tierra de mis padres y veré las estepas abiertas de Kambaksk por última vez antes de morir.
—El
khedive
de Ostrabar, el general más poderoso que oriente ha visto jamás, comiendo yogur en una tienda de fieltro. Esos días han pasado, Ibim Baraz. —Mughal empleaba el nombre personal del general, lo que era su derecho como amigo íntimo.
—Sí, han pasado. Y el antiguo
hraib
, el código de conducta de los guerreros, también ha pasado. ¿Quién lo recuerda entre los jóvenes de ahora? Un código distinto gobierna nuestras vidas: el de la eficacia. Creo que si concluyo esta campaña con éxito y no me retiro voluntariamente, es posible que me obliguen a ello.
—¿Quién? ¿Quién haría…?
—Nuestro sultán, por supuesto, que el Profeta lo proteja. Me considera demasiado blando con los ramusianos.
—Debería haber estado en Aekir —dijo Mughal muy serio.
—Sí, pero cree que dejé escapar a los refugiados por caballerosidad, por alguna norma anticuada sacada del
hraib
. Y es cierto. Pero también había buenas razones tácticas.
—Ya lo sé. Cualquier soldado con sentido común lo vería —dijo Mughal.
—Sí, pero él no es un soldado; en su corazón nunca lo ha sido. Es un gobernante, algo mucho más sutil. Y desconfía de mi popularidad entre el ejército. Sería mejor para él que yo desapareciera en silencio una vez haya caído el dique de Ormann. No tengo ningún deseo de comer pan envenenado, o de ser apuñalado mientras duermo.
Mughal sacudió la cabeza, desconcertado.
—El mundo es un lugar extraño,
khedive
.
—Tan extraño como lo permiten los corazones de los hombres —replicó Shahr Baraz—. Las órdenes de Orkhan me atosigan constantemente. Debo avanzar, avanzar, avanzar. No me dan tiempo a consolidar mis posiciones. Debo asaltar el dique de inmediato. No me gusta que me metan prisa, Mughal.
—El sultán está impaciente. Desde que le entregaste Aekir, cree que puedes hacer milagros.
—Tal vez, pero no me gusta que se entrometa. Debo lanzar el asalto contra el dique en cuanto disponga de tropas suficientes. No se me permite explorar los flancos torunianos para no perder tiempo. Debo lanzar a mis hombres contra esa fortaleza como si fueran las olas del mar estrellándose contra una roca.
—¿Acaso tienes dudas sobre esta campaña,
khedive
? —preguntó Mughal con el ceño fruncido.
—No se me ha permitido tomar mis propias decisiones después de Aekir, amigo mío. Aurungzeb, que el sol lo ilumine siempre, ha nombrado comisionados para supervisar mis movimientos. Y para asegurarse de que sigo los consejos tácticos de mi sultán. Si no ataco y capturo el dique lo bastante velozmente para convencerlos, tengo la sensación de que pronto habrá otro general al mando de este ejército.
—No puedo creerlo.
—Eso es porque tú, como yo, no eres una criatura de la corte, Mughal. He capturado Aekir, he conseguido lo imposible. Todo lo que viene ahora es fácil. Eso piensa Aurungzeb.
—Pero tú no.
—Yo no. Yo creo que ese dique puede causarnos incluso más problemas que Aekir, pero mi opinión no cuenta demasiado en Orkhan estos días. Los aspirantes a general ya están haciendo cola en la corte para ocupar mi sitio.
—El dique caerá —dijo Mughal—, y en poco tiempo. No podrá resistir a este ejército; nadie podría hacerlo. Su John Mogen ha muerto, y no tienen a ningún general de ese calibre, ni siquiera ese tal Martellus.
—Espero que tengas razón. Tal vez sea ya demasiado viejo; tal vez Aurungzeb esté en lo cierto. Veo las cosas con la cautela de un anciano, no con el optimismo de la juventud.
—Pregunta a los soldados si prefieren la cautela o el optimismo. Ellos pagan nuestros errores con su sangre. A veces, incluso los sultanes se olvidan de ello.
—Silencio, amigo mío, no es prudente decir tales cosas donde hay oídos que pueden escucharlas. Ven, vamos al campamento. Ya han montado mis tiendas, y nos espera un buen vino. Un vaso o dos nos ayudará a mejorar nuestras perspectivas.
El reluciente grupo de oficiales y guardias montados partió hacia el oeste, levantando terrones de barro con los cascos de sus caballos. Y durante todo el tiempo, la hueste merduk continuó su avance sobre la faz de la tierra como una bestia enorme que se arrastrara lentamente, tan imparable como la llegada de la noche.
Volvió a ver a Heria en sus sueños, y los gritos de ella lo hicieron sentarse de golpe en el estrecho camastro, como le ocurría siempre. Corfe se apretó los ojos con las manos hasta que las luces acabaron con la oscuridad y la visión desapareció. Heria estaba muerta. Ya no tendría que pasar por aquello. No estaba ocurriendo.
Contempló las estrechas ventanas sobre su cabeza. La débil luz convertía el negro del cielo en un azul aterciopelado. Pronto amanecería. No tenía sentido volver a tumbarse y tratar de dormirse. Había empezado un nuevo día.