—Has traído a Jemilla, entonces —dijo el halcón. Era extraño oír la voz grave de Golophin surgiendo de aquel áspero pico, como si el ave tuviera los labios y pulmones de un hombre.
Abeleyn volvió a meter la bacinilla humeante bajo el camastro.
—Sí. ¿Qué sucede?
—Es ambiciosa.
—Nunca será mi reina, si eso es lo que temes. Es demasiado vieja, y ha estado casada antes.
—Creo que tiene esperanzas, señor, como todas las mujeres. Tened cuidado con ella. No creo que sea el tipo de dama que acepta fácilmente que la dejen a un lado.
—Deja que me preocupe yo por eso, Golophin.
—Y ya es hora de que os caséis. Debéis de ser el soltero más cotizado de los Cinco Reinos.
—Pareces una gallina clueca preocupada por sus polluelos, Golophin. Ya sabes por qué no me he casado. Si me alio con una de las monarquías a través de una boda de estado, me pondré en contra de las demás…
—Y Hebrion depende de la buena voluntad de todos los reyes para el comercio que lo sostiene. Conozco todos los argumentos, señor, pero ahora hay uno nuevo. Hebrion tendrá que aliarse con otro estado si queréis ignorar la bula de nuestro nuevo pontífice; no podéis permitiros el aislamiento. Es algo que deberéis tratar con el rey Mark cuando os reunáis.
—¿Qué nueva conspiración estás tramando ahora, Golophin?
—Pensad en ello, señor. Una alianza entre Astarac y Hebrion, y entre los dos países el estado neutral de Fimbria. Así se formaría un bloque con el que ni siquiera la Iglesia se atrevería a enfrentarse. Si deseáis sacudiros el yugo de la Iglesia, deberíais pensar en la parte del continente que se extiende al oeste de las Malvennor. Los estados del oeste siempre han tenido fama de seguir su propio camino.
—Si cierto clérigo oyera tus palabras, Golophin, te convertirías en un montón de cenizas al pie de una estaca negra.
—Si cierto clérigo viera este pájaro parlante, mi fin sería el mismo. Ya no tengo nada que perder, ni vos tampoco, señor. Pensad en lo que he dicho, y si debéis inclinaros un poco para evitar convertiros en un rey herético, que así sea… pero aseguraos de que Hebrion no queda solo si no podéis doblegaros lo suficiente.
—De acuerdo, me has convencido —dijo Abeleyn, bostezando—. ¡Ah, este aire de montaña! Produce sueño. Tu pájaro parece exhausto, Golophin.
—Los dos lo estamos. Los poderes de los magos no son tan grandes como se rumorea. Esta noche me siento viejo y frágil como una hoja seca. Éstas serán las últimas palabras que oirás de mi boca durante un tiempo, Abeleyn. Este anciano necesita descansar.
—Y el rey también —dijo Abeleyn, volviendo a bostezar—. Será mejor que duerma un poco antes de que el rey Mark aparezca en nuestro umbral. —Se tendió en el camastro y el halcón empezó a saltar y aletear, chillando suavemente, para acabar posándose en la estructura de madera a los pies de la cama.
Abeleyn contempló el techo de la pesada tienda. Toda la estructura se balanceaba y crujía a causa del viento que bajaba de las montañas.
—¿Recuerdas el
Espíritu alegre
, Golophin?
El pájaro permaneció en silencio. Abeleyn sonrió, poniéndose las manos detrás de la cabeza.
—Recuerdo las profundidades verdes del mar Hebrio, y el capitán señalando por encima de la borda hacia donde el agua se volvía más profunda; aquel color, oscuro como el de un vino viejo. El gran Océano Occidental que marca el fin del mundo.
»Estábamos virando para poner rumbo al golfo de Fimbria, de regreso al mundo de los hombres. Recuerdo la silueta de las montañas de Hebros, como una línea delgada al límite de la visión. Y la costa de Astarac, con las sombras de las Malvennor. Recuerdo el olor, Golophin. No hay ningún otro olor parecido en la tierra. El olor de alta mar, y el del barco.
»A veces me gustaría haber sido capitán de un barco, trazando mi propio camino sobre la superficie del mundo y sin dejar tras de mí nada más que una estela de agua blanca. Y sin nada más que una plancha de roble gabrionés entre mi alma y la eternidad…
Abeleyn tenía los ojos cerrados. Su respiración se hizo más lenta.
—Me pregunto si Murad habrá encontrado su tierra legendaria en el oeste… —murmuró. Su cabeza se inclinó a un lado.
El rey se durmió.
El rey Mark de Astarac y su séquito llegaron justo antes del alba, habiendo viajado durante la noche a través de la cegadora tormenta. Cuando el monarca astarano entró en la tienda de Abeleyn, tenía el rostro gris bajo la máscara de hielo y nieve helada, y su barba estaba completamente blanca por la escarcha.
Abeleyn había tenido que esforzarse por salir de un sueño profundo y sin luz, pero se sacudió la fatiga y empezó a dar órdenes a gritos. Mark tenía apenas doscientos hombres en su séquito, y todos pasaron la noche en las tiendas hebrionesas para ahorrarse el trabajo de levantar las suyas bajo la intensa ventisca que seguía aullando en torno a las cumbres de las montañas. Los criados corrían arriba y abajo como posesos, encendiendo braseros y amontonando bandejas de comida y bebida para los hombres de Astarac, castigados por el frío. Los guardias del rey Mark se unieron a los de Abeleyn en la entrada de la tienda; los dos grupos se estudiaron con algo de desconfianza hasta que un alma inspirada tuvo la ocurrencia de sacar un pellejo de licor de cebada y hacerlo correr entre los hombres.
Vestido con ropas secas y sentado frente a un brasero, el rostro del rey Mark recuperó lentamente la condición humana. Había pocas ceremonias entre él y Abeleyn; ambos hombres habían pasado mucho tiempo juntos de niños, haciendo travesuras en antiguos cónclaves mientras sus padres ayudaban a decidir el destino del mundo. Mark tenía una marca blanca en una ceja donde Abeleyn le había abierto la frente con una espada de hoja de plomo. Habían compartido mujeres y vino, y eran de la misma edad. Estaban sentados en la tienda de Abeleyn, bebiendo cerveza caliente y escuchando cómo menguaba el tumulto provocado por la llegada de los astáranos al campamento hebríonés.
Mark señaló con la cabeza al halcón gerifalte, posado con los ojos cerrados en un extremo del camastro de Abeleyn.
—Ése es Golophin, ¿verdad?
—Sí. Tanto él como su amo están durmiendo. Dentro de poco volverá a estar lleno de vida, sin duda.
Mark sonrió, mostrando unos dientes fuertes y regulares en su rostro cuadrado.
—El familiar de Saffarac es un búho. ¡Nada menos que un búho! Y, naturalmente, lo hace volar durante el día sin pensar en nada, y el pueblo hace el signo del Santo para evitar el mal augurio al verlo pasar.
Rieron juntos, y Abeleyn les sirvió más cerveza humeante.
—Tú y tus hombres parecéis tener mucha prisa, primo —dijo. Mark y él no tenían ningún parentesco, pero los reyes usaban a menudo el término, implicando que toda la realeza estaba emparentada de algún modo.
—Desde luego, y te diré por qué. ¿Hay algún clérigo en tu séquito, Abeleyn?
Abeleyn tomó un sorbo de cerveza, haciendo una mueca al quemarse.
—Ninguno. Rechacé a todos los Cuervos que me ofrecieron.
—Eso pensé. Es mejor que te advierta de que tengo a uno pegado a mi casaca. Me lo endosó el colegio de obispos, que se indignó ante la idea de un rey astarano viajando sin un sacerdote que lo absolviera de sus pecados de vez en cuando.
—¿Un inceptino?
—Por supuesto. Sólo porque conseguí que eligieran como prelado a Merion, el antilino, no significa que me salga con la mía en todos los asuntos eclesiásticos. No, es un espía, sin ninguna duda. Me alegro de que Golophin no esté contigo, pero en tu lugar no permitiría que nadie me viera hablando con el pájaro, primo. Lo que solía ser taumaturgia honesta se está convirtiendo en algo totalmente distinto a ojos de la Iglesia.
—Eso no explica tu prisa.
—¿No? Hemos corrido todo lo posible desde que partimos de Cartigella; el viejo pájaro está a punto de desplomarse. Con un poco de suerte, se perderá entre la nieve cuando lleguemos a las cumbres, y nos libraremos de su pico de chismoso.
Ambos rieron a carcajadas.
—¿Te ha traído el búho de Saffarac alguna noticia de lo que ocurre en el este? —preguntó Abeleyn cuando la hilaridad hubo pasado. El rostro de Mark se ensombreció.
—Alguna, sí. Parece ser que el ejército merduk se ha detenido a causa del mal tiempo, y Martellus ha enviado grupos de reconocimiento comandados por Ranafast, el viejo general de caballería. Ha habido muchas escaramuzas, pero los torunianos no pueden comprometerse en ninguna acción a gran escala al otro lado del Searil. No tienen hombres suficientes. Lofantyr los ha retirado a todos, dejando sólo a doce mil para guarnecer el dique. Los santos sabrán por qué.
—Teme por su capital. ¿Es que no quedan generales en Torunna para aconsejarlo?
—El mejor de todos, Mogen, murió en Aekir, y Martellus está al mando en el dique. No hay nadie más de ese nivel en todo el país. Torunna está casi desangrada.
—Sí, puede que hayan sido el baluarte de Occidente durante demasiado tiempo. ¿Has oído un rumor relativo a Macrobius?
—¿Un rumor de que está vivo? Sí, lo he oído. Mi teoría es que se trata de una historia instigada por Martellus para dar algo de ánimo a sus hombres. Hasta donde yo sé, no hay nada cierto, pero parece que han presentado a un anciano ciego ante las tropas, haciéndolo pasar por el sumo pontífice. No sé qué conclusión sacarán de esto en Charibon. Martellus puede estar acercándose peligrosamente a la excomunión con su impostor sagrado.
—A menos que… —empezó Abeleyn.
Mark lo miró rápidamente.
—No, no puedo creerlo. Ningún ramusiano de rango escapó a la destrucción de Aekir. No puedo imaginar que de algún modo se les escapara el hombre más importante. Seguro que fue el primero a quien buscaron.
—Por supuesto, por supuesto. Pero qué bendición sería para Occidente…
—Deduzco que no estás contento con la elección de tu compatriota hebrionés como sumo pontífice.
—Creo que se propone excomulgarme, si no consigue castrarme antes. Ésa es una de las razones de que te pidiera que nos encontráramos aquí, primo.
Mark se reclinó en su silla de campaña con aspecto satisfecho.
—¡Aja! Me preguntaba cuándo llegaríamos a ello.
Abeleyn contempló las profundidades humeantes de su jarra de cerveza, con las oscuras cejas fruncidas.
—El halcón de Golophin me trajo anoche los consejos del mago, y coincidieron con lo que yo ya había pensado. Ésta es una mala época, Mark; parecida a la del caos que se produjo cuando el imperio de los fimbrios empezó a desintegrarse, o durante la primera invasión de los merduk, o en las Guerras Religiosas, cuando la fe ramusiana se extendió por todo Occidente gracias al fuego y la espada. Y creo que esta época será la peor de todas.
»No son sólo los merduk. Son una amenaza exterior, que creo que Occidente podrá derrotar si dejamos de pelearnos. No, es algo más que eso. Es la misma fe en la que creemos, y los hombres que son los custodios de esa fe. Se han convertido en príncipes por derecho propio, y buscan reinos que gobernar. Te lo digo en serio, y Golophin también lo cree: los inceptinos tienen intención de gobernar; si se lo permitimos convertirán a los monarcas de Normannia en meros símbolos, y escribirán sus leyes con letras de sangre y fuego a través del continente.
El rey Mark escuchaba con atención, pero la expresión de su rostro era de incredulidad. Abeleyn continuó:
—Hay que cortar las alas a los inceptinos, y hay que hacerlo ahora o en un futuro próximo. Han pisoteado la autoridad de los gobernantes legítimos de los reinos, y han reducido a las otras órdenes religiosas ramusianas al papel de sirvientas. Con la caída de Aekir no se han vuelto menos poderosos, sino más, a causa del miedo que la destrucción de la ciudad ha generado en Occidente. Macrobius era moderado, pese a ser inceptino, pero Himerius de Hebrion es un fanático. Está decidido a aprovecharse de ese miedo, a convertirse en emperador clérigo.
—Oh, vamos, Abeleyn…
Pero el rey de Hebrion levantó una mano.
—La competición ya ha empezado. Hay dos mil Caballeros Militantes cabalgando hacia Hebrion mientras hablamos. Cuando lleguen, instigarán una purga como no se ha visto en siglos. Y pretenden hacer lo mismo en Astarac, en Perigraine, en Almark, incluso en la sitiada Torunna. Las locuras de Himerius son ahora la política de la Iglesia, y podemos permanecer al margen y permitir que los Cuervos actúen a su antojo en nuestros reinos, o podemos detenerlos.
—¿Y cómo los detendremos? ¿Es que quieres ser excomulgado, Abeleyn, y que Hebrion sea considerado como un reino herético, dejado de lado por las demás monarquías de Occidente?
—Hebrion no tiene por qué estar sola —dijo Abeleyn en voz baja.
Mark lo observó durante un momento; luego rió brevemente y se levantó. Arrojó su jarra a un lado y empezó a pasear arriba y abajo sobre el blando suelo de la tienda.
—Sé lo que me estás pidiendo, y no quiero saber nada del asunto.
—¿Quieres escucharme antes de empezar a negarte? —preguntó Abeleyn irritado.
—¿Cuál es tu idea? ¿Astarac y Hebrion solas al margen del mundo ramusiano, separadas de los otros reinos, condenadas al ostracismo? El resto de los países ramusianos tendrían que organizar una cruzada para llevarnos de nuevo al redil; y ello en mitad de una guerra en el este que puede significar el climax de la expansión merduk. Estás loco, Abeleyn. Un plan como ése desgarraría Occidente. No quiero tener nada que ver con eso.
—Por el amor del Santo, siéntate, ¿quieres? Y escucha. Astarac y Hebrion no estarían solas.
Mark se sentó, visiblemente escéptico.
—Piensa, hombre. ¿Qué hay al este de Hebrion y al norte de Astarac? Fimbria. Fimbria, cuyo imperio cayó principalmente a causa de la religión ramusiana y las conversiones de los inceptinos. Puede que los fimbrios crean en el Santo ahora, pero no sienten ningún aprecio por la Iglesia. Y ninguna alianza trataría de cruzar los electorados fimbrios con un ejército; sería la única cosa capaz de volver a unirlos y tener a los tercios fimbrios de nuevo en pie de guerra.
—De modo que tenemos a Fimbria como protección. Pero siempre queda la ruta marítima, Abeleyn. Tú deberías saberlo mejor que nadie.
—Las cuatro mayores potencias marítimas del mundo son Hebrion, Astarac, Gabrion y los merduk marinos.
—Y los corsarios de Macassar.
—Cierto. Y ninguno de ellos siente ningún aprecio por la Iglesia. La flota de la cruzada tendría que cruzar el estrecho de Malacar, o desviarse por el sur de Gabrion. Los merduk marinos atacarían cualquier nave ramusiana armada que entrara en sus aguas, igual que los corsarios. Los gabrioneses tampoco se lo tomarían demasiado bien. Y nuestras armadas combinadas podrían encargarse lo que quedara de la flota tras enfrentarse a esas naciones.