—¿Por qué haces esas cosas? —preguntó a su amigo.
—Estás muy gruñón esta mañana, hermano. ¿Por qué lo hago? Porque me gusta, y además le he alegrado el día a ese novicio. Mañana circulará por su colegio la historia de cómo Himerius le dirigió su bendición personal, si es que eso sirve de algo.
—Avila, creo que corres el riesgo de convertirte en un cínico.
—Es posible. A veces creo que todos los hombres que llevan este hábito negro son fanáticos religiosos o conspiradores.
—O hijos menores de algún noble. De ésos hay muchos, no lo olvides.
Avila sonrió a su diminuto amigo.
—Vamos, antilino. ¿Quieres comer con los hijos de los nobles esta mañana? Si alguien se burla de tu hábito color barro les diré que eres un estudioso que ha venido a consultar nuestra biblioteca. Y nuestro refectorio es famoso, como bien sabes.
—Lo sé. De acuerdo. A condición de que cortes las burlas de los novicios. No estoy de humor para un guerra de pan esta mañana.
Los dos se abrieron paso por las calles adoquinadas hasta el monasterio; un inceptino alto y un antilino bajo y rechoncho. Viendo a aquella improbable pareja, nadie hubiera adivinado que entre ambos cambiarían un día el curso del mundo.
Las campanas de la catedral marcaban el paso de las horas en Charibon. Los habitantes de la ciudad monasterio rezaron sus oraciones, hicieron sus comidas y leyeron sus oficios en rápidos murmullos, pero en las espléndidas estancias del vicario general se había reunido un grupo más selecto, sentado cómodamente y disfrutando del vino de Candelaria que había acompañado su comida. Habían apartado las sillas de la larga mesa, dado gracias a Dios por la abundancia que se les había presentado, y a la sazón disfrutaban del calor del fuego de la enorme chimenea lateral.
Cinco hombres, los líderes religiosos más poderosos del mundo.
En la cabecera de la mesa estaba sentado el vicario general de la orden inceptina, Betanza de Astarac, antiguamente duque de ese reino. Había encontrado su vocación en la madurez, ayudado, según se decía, por los piratas que habían destruido sus tierras en un ataque relámpago un verano treinta años atrás. Era un hombre grande y poderoso que tendía a la corpulencia, con el rostro sonrosado y un cráneo que hubiera sido calvo de no haber estado tonsurado. El símbolo del Santo que colgaba de su cuello era de oro blanco con incrustaciones de perlas y rubíes diminutos. Jugueteaba con él con aire distraído mientras contemplaba el reflejo de las velas en su copa de vino.
Los otros hombres representaban a cuatro reinos. Merion de Astarac aún no estaba presente, retrasado, según se creía, por las primeras tormentas de nieve en los pasos de las montañas de Malvennor, pero allí estaba Heyn de Torunna, como Escriban de Perigraine y Marat de Almark. Y, sentado al pie de la mesa, bebiendo delicadamente el resto de su vino, estaba Himerius de Hebrion, cuya llegada había causado tal conmoción en el monasterio aquella mañana.
Todos los presentes eran inceptinos y habían cursado su noviciado en aquel monasterio. Para todos, aparte de Betanza, aquél era el hogar de su juventud y contenía recuerdos sentimentales, pero sus rostros estaban serios, incluso preocupados.
—No puedo prescindir de más Militantes —dijo Betanza con el aire agotado de un hombre repitiéndose a sí mismo—. Son necesarios donde están.
—Tienes miles de caballeros en la colina, sentados sin hacer nada —dijo Heyn de Torunna. Era un hombre delgado y de barba negra. Parecía enfermo, tan oscuros eran los círculos bajo sus ojos y los huecos de sus sienes.
—Son nuestra única reserva. Charibon no puede quedar indefensa. ¿Y si las tribus se inquietan?
—¡Las tribus! —se burló Heyn—. No te impidieron enviar a dos mil hombres a Hebrion para que sirvieran de policías a Himerius. ¿Acaso hay tribus en Hebrion, o merduk a las puertas?
El prelado de Hebrion enarcó levemente las cejas, pero por lo demás mantuvo aquel aire altanero y patricio que irritaba intensamente a sus colegas.
—Lofantyr necesita hombres, los necesita desesperadamente. Incluso cinco mil serían un lujo en este momento —continuó Heyn con obstinación.
—Y, sin embargo, está retirando tropas del dique de Ormann —dijo suavemente Himerius—. ¿Tan seguro está de la impenetrabilidad del dique?
—Torunn debe estar bien guarnecida en caso de que caiga el dique —dijo Heyn.
—¡Dios no lo quiera! —dijo Marat de Almark.
—De veras, hermanos —dijo Betanza—. No estamos aquí para discutir de política, sino para debatir sobre las necesidades espirituales de los tiempos que se avecinan. Son los reyes del mundo quienes deben ser el escudo de la fe. Nosotros no somos más que guías.
—Pero… —empezó Heyn.
—Y los recursos de la Iglesia deben reservarse para las necesidades de la Iglesia. Hemos sido muy generosos con nuestra ayuda hasta el momento. ¿Cuántos miles de Militantes perecieron en Aekir? No, hay otros asuntos tan importantes como la defensa de las fortalezas de Occidente.
Escriban de Perigraine, un hombre alto y lánguido al que le hubiera sentado mejor el brocado de un cortesano que el hábito de un monje, soltó una breve carcajada.
—Mi querido Betanza, si estás hablando del sumo pontificado, está claro que no hay nada que decidir. A juzgar por las aclamaciones de tus propios monjes, nuestro estimado hermano Himerius tiene ya el puesto en sus manos.
Los hombres en torno a la mesa hicieron una mueca. Incluso Himerius tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—El sumo pontificado se decide con los votos de los cinco prelados de las monarquías ramusianas y los colegios de obispos a su cargo. Nada más —dijo Betanza, poniéndose aún más rojo—. Lo discutiremos en su momento, y rezaremos para pedir la ayuda de Dios en esta decisión tan trascendental. Además, nuestro número no está completo. El hermano Merion de Astarac aún no se ha unido a nosotros.
—Tu paisano, el antilino… claro. Sin intención de ofender —dijo suavemente Escriban—. ¿Por quién creéis que votará?
Betanza hizo una mueca de furia.
—Hermano Escriban, como árbitro y supervisor del procedimiento, te aconsejo que uses un tono más respetuoso.
—¿Qué procedimiento? Mi querido amigo, sólo somos colegas de la Iglesia conversando durante la sobremesa. El Sínodo aún no se ha reunido.
Los hombres en torno a la mesa lo sabían. También sabían que la verdadera decisión del Sínodo se tomaría probablemente antes de que éste hubiera empezado siquiera. Merion era una entidad nula, un no inceptino; pero si los demás prelados estaban divididos su voto sería decisivo. No podía ser ignorado.
—¿Cómo llegó a prelado? —murmuró Marat—. Un hombre sin familia y de otra orden…
—El rey Mark lo tiene en muy buen concepto. Fue el único candidato de Astarac que se presentó —dijo Betanza—. El colegio de obispos no tuvo elección.
—En Almark organizamos mejor estas cosas —dijo Marat. Era de constitución robusta, con una enorme barba blanca que le caía sobre el pecho y el vientre. Su tierra natal, Almark, había sido el último país en ser conquistado por los fimbrios antes del fin de su Hegemonía, pero se le consideraba el más conservador de los Cinco Reinos.
—¿Y qué hay de esas purgas que nuestro ilustre colega ha instigado en Hebrion? —preguntó Heyn, frotándose las sienes hundidas con dedos pálidos como huesos—. ¿Vamos a convertirlas en un fenómeno continental, o se trata de un mero problema local?
Himerius estudiaba su copa de cristal, y sus rasgos aguileños eran impenetrables. Sabía que estaban esperando sus palabras. Pese a toda su presunción y aires de seguridad, se daba cuenta de que, en aquel momento, lo necesitaban; era el único de entre ellos que se había atrevido a contrariar los deseos de su rey.
Dejó la copa e hizo una pausa para asegurarse de que tenía su atención.
—La situación en Hebrion es grave, hermanos. A su manera, es tan grave como la crisis del este. —El fuego se reflejó en su nariz aguileña. Tenía los rasgos de un emperador fimbrio, y lo sabía.
—Abrusio es una ciudad llena de color, situada en el límite del Océano Occidental. Allí llegan barcos de todas las partes de Normannia, sean ramusianas o merduk. La población es híbrida, una mezcla de los desechos de un centenar de ciudades. Y en un suelo así, hermanos, la herejía echa raíces fácilmente. El rey de Hebrion es un hombre joven. Tuvo un gran padre, Bleyn el Piadoso, cuyo nombre todos conocéis, pero el hijo no está tallado de la misma madera. Tuvo un mago como tutor en su juventud, despreciando la sabiduría de sus profesores inceptinos, y, como consecuencia, carece del necesario… respeto por la autoridad y las tradiciones de la Iglesia.
—Quieres decir que no se deja dominar —sonrió Escriban de Perigraine.
—No quiero decir nada de eso —espetó Himerius, repentinamente malhumorado—. Quiero decir que, si se le deja hacer su voluntad, la influencia de la Iglesia en Hebrion puede quedar irrevocablemente dañada, y entonces sólo el Santo sabe qué clase de escoria procedente de todos los confines del mundo echará raíces en Abrusio. He actuado para evitarlo, tratando de limpiar la ciudad y a continuación el reino, pero mis fuentes me dicen que en el momento en que partí de la ciudad se redujo la escala de la purga, sin duda por orden del rey.
—No hay como unas cuantas piras para que todo el mundo regrese de rodillas al seno de la Iglesia —dijo Marat de Almark con irritación—. Hiciste bien, hermano.
—Gracias. En cualquier caso, queridos colegas, tengo intención de presentar el asunto ante el Sínodo en cuanto se reúna. Abeleyn de Hebrion debe aprender a no despreciar la autoridad de la Iglesia.
—¿Qué te propones hacer? ¿Excomulgarlo? —dijo Heyn de Torunna con incredulidad.
—Digamos que la amenaza de la excomunión es a veces tan efectiva como el propio acto.
—Olvidas algo, hermano —dijo Betanza, jugando continuamente con su símbolo del Santo—. Sólo el sumo pontífice tiene autoridad para excomulgar o castigar de otro modo a un rey ramusiano ungido. Como simple prelado, no puedes tocarle.
—Razón de más para escoger al nuevo pontífice lo antes posible —dijo Himerius, impasible.
Hubo una pausa mientras los demás digerían la información.
—¿Realmente creéis que éste es el momento de enfrentarnos a los reyes? —dijo Heyn al fin—. ¿Es que Occidente no se enfrenta a suficientes crisis sin necesidad de añadir más?
—Es el mejor momento —dijo Himerius—. El prestigio de la Iglesia ha quedado muy dañado tras la caída de Macrobius y Aekir, y la destrucción del ejército de Caballeros Militantes. Debemos recuperar la iniciativa, usar nuestra influencia de modo coherente y demostrar a Occidente que seguimos siendo la autoridad suprema del continente.
—¿Así que dejaremos que caiga el dique de Ormann, para demostrar lo poderosos que somos? —preguntó Escriban.
—Si lo hacemos, las generaciones futuras maldecirán nuestros nombres… y con razón —dijo Heyn con calor.
—El dique no tiene por qué caer —dijo Himerius—, pero es responsabilidad de Torunna, no de la Iglesia.
Heyn se levantó al oír aquello, echando la silla hacia atrás. Su hábito negro revoloteó en torno a su delgada silueta mientras daba la espalda al fuego, con los ojos brillantes como las ascuas de la chimenea.
—Ya que hablamos de responsabilidad… Occidente tiene la responsabilidad de ayudar a Torunna en este momento. Si los merduk toman el dique, la propia Torunn caerá casi con toda seguridad, y los paganos no encontrarán más barreras a su avance que las cumbres de las montañas Címbricas. ¿Y si se desvían al norte, rodeando las montañas? En ese caso, nuestra preciosa Charibon será la siguiente. ¿Será entonces responsabilidad nuestra defenderla… o esperaremos a que los merduk se encuentren a las puertas de Abrusio?
—Estás nervioso, hermano —dijo Betanza en tono tranquilizador—. Y con razón. Esto no puede ser fácil para ti.
—Sí, me apuesto algo a que Lofantyr te ha apretado bien las clavijas, Heyn —dijo Escriban—. ¿Qué le prometiste antes de venir hacia aquí? ¿Un ejército de Militantes? ¿Los lanceros de Perigraine? O tal vez los coraceros de Almark.
Heyn hizo una mueca. Su rostro era como una calavera barbuda a la luz del fuego.
—No todos vemos la vida como una gran broma, Escriban —dijo con rencor.
Betanza golpeó la mesa con su enorme mano, haciendo bailar las copas y sobresaltándolos a todos.
—¡Basta! No nos hemos reunido para intercambiar insultos. Somos la autoridades de la Iglesia, los herederos de la tradición del propio Ramusio. No quiero mezquindades. No podemos permitírnoslas.
—Cierto —dijo el viejo Marat desde su barba blanca—. Me parece que hay dos temas que tenemos que abordar, hermanos. En primer lugar, el sumo pontificado. Debe decidirse antes que nada, porque afecta a todo lo demás. Y en segundo lugar, esas purgas que ha instigado nuestro hermano hebrionés y que desea extender. ¿Queremos verlas por todos los Cinco Reinos? Personalmente, estoy a favor. La plebe del mundo es como un rebaño; necesita sentir el cayado del pastor de vez en cuando.
—Merion de Astarac también pertenece a tu rebaño, Marat —dijo Escriban—. No votará a favor de un pogrom a escala continental, puedes estar seguro.
—Él sólo es un hombre, y nosotros somos cinco. —Marat pasó la vista en torno a la mesa, y sonrió. Parecía un patriarca benévolo, pero en sus ojos no había humor—. Bien —dijo.
Heyn permaneció junto al fuego, aislado. Finalmente dijo:
—Torunna no tiene recursos para emprender una purga en este momento. Necesitaremos ayuda exterior.
Betanza asintió, mientras su calva resplandecía.
—Naturalmente, hermano. Estoy seguro de que puedo proporcionarte un contingente respetable de Militantes para que colabore en la obra de Dios en tu atribulada prelatura.
—¿Seis mil?
—Cinco.
—Muy bien.
Himerius terminó su vino, pareciéndose a un halcón que acabara de abalanzarse sobre un suculento pichón.
—Es bueno hablar abiertamente de estas cosas, entre amigos y sin rencor. —Sus ojos se encontraron con los de Betanza. Asintió de modo imperceptible.
Escriban de Perigraine soltó una risita.
—¿Qué hay del pontificado? —preguntó Betanza—. ¿Quién de entre los presentes desea presentarse?
—Oh, por favor, hermano Betanza —dijo Escriban, fingiéndose escandalizado—. ¿Tienes que ser tan directo?
Otro silencio, todavía más profundo. Con la aceptación de las propuestas de Himerius, la decisión había sido tomada en la práctica, pero nadie quería decir en voz alta lo que todos sabían.