—¡Bracead bien! —gritó Hawkwood—. ¡Bracead bien, muchachos! Tendremos viento de través. ¡No quiero que se pierda nada!
Sintió que el barco se agitaba bajo sus pies, como un caballo recogiendo las patas antes de saltar. La marea empezaba a abandonar la bahía.
—¡Levad anclas! Empezad por el molinete. ¡Preparados junto al timón!
Los cables del ancla empezaron a subir a bordo, apestosos y llenos de barro. Eran como gruesas serpientes que descendían reptando por las escotillas, para ser recogidas en las bitas por los hombres de abajo.
—¡Arriba y abajo! —gritó un sudoroso segundo.
—Atadla —le dijo Hawkwood—. ¡Los de las vergas! Velas mayores y gavias. ¡Boneta en la vela mayor!
Soltaron las crujientes y atronadoras extensiones de lona color crema, que se hincharon y se llenaron de aire contra el cielo azul. El galeón se estremeció al recibir la brisa. Hawkwood corrió al alcázar. El barco se había escorado a babor en cuanto las velas recibieron el viento.
—¡Bracead, bracead, malditos seáis!
Los hombres tiraron de las brazas, o sogas que servían para inclinar las vergas hasta la posición más conveniente en relación al viento. El galeón empezó a moverse. Su proa descendió y cortó el oleaje, volviendo a subir con la elegancia de un cisne. La espuma empezó a volar en torno a la proa, y Hawkwood percibió el temblor de la quilla al tomar velocidad. Miró al
Gracia
y vio que se les había adelantado, con sus grandes velas latinas como las alas de un ave elegante y monstruosa. Haukal estaba en el alcázar, agitando los brazos y sonriendo como un demente entre sus barbas. Hawkwood le devolvió el saludo.
—¡Soltad los gallardetes!
Los hombres de los masteleros reptaron por los obenques y soltaron las banderas, largas y puntiagudas, que quedaron libres en los mástiles, crujiendo y retorciéndose con el viento. Eran de reluciente seda de Nalbeni, la divisa azul oscuro de los Hawkwood en el palo mayor y la escarlata de Hebrion en el de mesana.
—¡Bajad la barquilla en las cadenas de proa! Veamos a qué velocidad vamos.
Los hombres corrieron por la cubierta con la barquilla y la soga que les permitirían saber la velocidad del galeón en cuanto hubiera capturado todo el viento. Hawkwood asomó la cabeza por la escotilla del timón.
—Timón oeste-suroeste por norte. —Sí, señor. Oeste-suroeste por norte.
El galeón se escoró un poco más a babor. Hawkwood pasó un brazo por la burda de mesana mientras el barco subía y bajaba, hendiendo las olas como la punta de una lanza, mientras el maderamen gemía y el cordaje crujía al aumentar la tensión. Entraría algo de agua hasta que la madera del casco superior volviera a empaparse e hincharse, pero el barco se movía con mayor facilidad de lo que había esperado, incluso con su pesado cargamento. Debía ser por la marea, que lo empujaba hacia alta mar junto al bendito viento.
Casi todos los soldados habían sido expulsados de la cubierta, y el inceptino había desaparecido por la escotilla sin pronunciar su bendición. Sin embargo, algunos pasajeros estaban a la vista, esquivados por los marineros concentrados en sus tareas. Hawkwood vio a la criada de Murad, Griella. Estaba en el castillo de proa, con el cabello al viento y la espuma volando a su alrededor. Se la veía hermosa y feliz, intensamente viva y con los ojos iluminados. Hawkwood se alegró por ella.
Miró hacia atrás, por encima del coronamiento de popa. Hebrion y Abrusio se deslizaban suavemente hacia atrás. Calculó que debían avanzar a unos seis nudos. Se preguntó si Jemilla estaría en el balcón, observando cómo el galeón y la carabela se hacían cada vez más pequeños al adentrarse en el mar.
El
Águila
subía y bajaba, subía y bajaba, cabalgando cómodamente sobre las olas. Las velas estaban tensas como tambores; Hawkwood percibió la tensión del mástil a través de la dureza de la burda. Si levantaba la mirada, todo lo que podía ver eran grandes extensiones de lona entrecruzadas por el cordaje móvil, y, más allá, la dureza del azul del cielo. Sonrió fieramente cuando el barco cobró vida bajo sus pies. Lo conocía tan bien como las curvas del cuerpo de su esposa, sabía cómo crujían los mástiles y cómo se tensaba el maderamen cuando el barco respondía a sus demandas, como un caballo bien adiestrado captando el humor de su jinete. Ningún habitante de tierra firme sentiría jamás algo semejante, y los que se pasaban la vida entre politiqueos nunca conocerían la sensación de euforia y libertad que proporcionaba un buen barco respondiendo al viento.
«Esto es vida», pensó. «Esto es vivir. Tal vez sea incluso rezar.»
Los dos barcos siguieron avanzando mientras caía la tarde, dejando la tierra atrás, hasta que la colina de Abrusio se convirtió en una simple mancha oscura al borde del mundo detrás de ellos. Vencieron el oleaje costero y tocaron el color más puro e intenso del océano abierto. Dejaron atrás los botes pesqueros y los gritos de las gaviotas, trazando su propio rumbo solitario hacia el horizonte, y apuntando las proas hacia una gran conflagración de nubes de fuego en el oeste, un arco teñido de llamas que albergaba el brillo del sol poniente.
El gigantesco convoy llevaba tres semanas en marcha, como una auténtica ciudad rodante. Habían luchado contra el barro, la nieve y los lobos para hacer cruzar las carretas por los estrechos pasos de las montañas de Thuria, antes de empezar el largo trayecto cuesta abajo hasta las llanuras verdes de Ostrabar.
El sultanato de Ostrabar, a la sazón el primero de los Siete Sultanatos, gobernado por Aurungzeb el Dorado, uno de los hombres más ricos del mundo… o que lo sería cuando aquella caravana llegara hasta él.
Cruzaban por lo que había sido territorio ramusiano, una tierra colonizada, llena de campos arados y pequeños bosques, con una iglesia en cada pueblo y un castillo en cada colina. Se había llamado Ostiber, y su rey había sido uno de los Siete Monarcas de Normannia.
Aquella situación había cambiado con la llegada de los merduk sesenta años atrás. Se habían derramado por encima de los pasos mal guarnecidos de las terribles montañas de Jafrar al este, cruzando las aguas del río Ostio y arrasando Ostiber en menos de un año, dejando vulnerable el naneo norte de la ciudad de Aekir y deteniéndose sólo al llegar a las alturas protegidas de las montañas de Thuria, defendidas por fieros torunianos, entre cuyas filas se encontraba un joven llamado John Mogen. Ostiber se había convertido en Ostrabar, y el salvaje jefe estepario que había conquistado el territorio adoptó aquel nombre como el de su familia. El capitán de su guardia había sido Shahr Baraz, que con el tiempo llegaría a dirigir todos sus ejércitos. Y sus hijos, cuando acabaron de envenenarse unos a otros, se convirtieron en sultanes después de él. De ese modo Occidente perdió el reino de Ostiber; su línea real se extinguió, su pueblo fue esclavizado, torturado, violado, saqueado y, lo peor de todo, obligado a cambiar de fe, de modo que sus almas inmortales se perdieron eternamente para la compañía de los santos.
Ésa era la historia que aprendían los niños en los reinos de Occidente. Para ellos, los merduk eran una tribu de salvajes, mantenidos a raya sólo por el valor de los ejércitos ramusianos y el rápido terror de caballos, espadas y arcabuces.
Para los habitantes de Ostrabar, las cosas eran distintas. Cierto, tenían que rezar a Ahrimuz todos los días en uno de los templos coronados de cúpulas que se habían erigido por todo el país, y pagaban tributos anuales a los
sirdars
y
beys
que habitaban en los castillos de las colinas; pero siempre había habido nobles en los castillos exigiendo tributos, y siempre habían rezado. El terror de la primera invasión había pasado, y muchos descendientes de los que habían combatido en los ejércitos ramusianos seis décadas atrás llevaban
tulwars
y cimitarras en las filas de los regimientos de Aurungzeb.
De hecho, para algunos la vida había mejorado bajo el yugo de los merduk. Los magos, taumaturgos y alquimistas eran tolerados bajo el nuevo régimen, y no perseguidos, como lo habían sido en ocasiones cuando los Caballeros Militantes recorrían la zona. En realidad, muchos tenían patrones ricos, pues la nobleza merduk valoraba el conocimiento por encima de todas las cosas, a excepción, tal vez, de la profesión de las armas y la cría de caballos.
De modo que los viajeros de la larga hilera de carretas, que habían esperado ver una tierra impura y surgida de una pesadilla al dejar atrás las cumbres de las montañas de Thuria, se habían llevado una sorpresa. Vieron el mismo paisaje, las mismas casas y en general la misma gente con la que se encontraban cada día en Aekir antes de su caída. Las únicas diferencias eran las cúpulas de los templos centelleando en el tranquilo paisaje, y las fantásticas siluetas de los elefantes que trabajaban en los bosques y a lo largo de las bien cuidadas carreteras. Y también las ropas de seda de la nobleza merduk que se congregaba para ver el paso de la caravana que transportaba los despojos de Aekir.
De seis millas de longitud, se extendía hacia el sur desde las altiplanicies. Había más de novecientas carretas tiradas por pacientes bueyes, con las cubiertas alquitranadas medio rotas y agitándose al viento. Junto a ellas, en largas hileras, caminaban miles y miles de prisioneros, como trofeos para deleite de Aurungzeb. La mayor parte eran mujeres destinadas a los harenes y burdeles, o a las cocinas. Otros eran soldados torunianos, de rostro amargo y salvaje. A ellos les aguardaba la crucifixión; tenían que servir de ejemplo, y eran demasiado peligrosos para dejarlos con vida. Y los niños: jovencitos que se convertirían en eunucos para las cortes o las casas de placer más especializadas, y niñas que, pese a su corta edad, servirían para los mismos fines que las mujeres. En Ostrabar había nobles de todos los gustos y tendencias.
Junto a los flancos de la caravana avanzaban patrullas de caballería ligera merduk. Mientras cruzaban las montañas, los jinetes se habían cubierto con pieles y capas, llenos de barro y con aspecto demacrado y exhausto, pero antes de acercarse a su país natal se habían arreglado, cepillando sus monturas y ataviándose con capas de seda coloreada sobre la cota de malla. Los pendones se agitaban y danzaban al viento, y los pechos de los caballos iban cubiertos de decoraciones centelleantes. Ofrecían un hermoso espectáculo al pasar, regimiento tras regimiento, la viva imagen de un ejército victorioso escoltando a un enemigo derrotado.
En las carretas mejor cubiertas las ocupantes se estremecían al escuchar el atronar de los cascos y las voces gritando alegremente en el áspero idioma merduk. Eran prisioneras selectas, que no tenían que avanzar tropezando entre las carretas; se las mantenía aparte, y no sufrían los rigores del viaje. Estaban arrodilladas, cubiertas de cadenas y harapos, mirándose apenas unas a otras, mientras las carretas brincaban y se estremecían debajo de ellas, acercándolas cada vez más a su destino.
Eran los despojos más selectos, los tesoros más refinados que Aekir había podido ofrecer. Doscientas mujeres entre las más hermosas de la ciudad, conducidas como ganado en espera de la mirada apreciativa del gran visir y, más tarde, de la inspección del propio Aurungzeb. Las más afortunadas serían llevadas al harén, donde se unirían al numeroso grupo de concubinas del sultán. El resto se repartirían entre los funcionarios de la corte y oficiales superiores, como recompensas para los hombres que habían demostrado habilidad y lealtad en aquel momento propicio.
La mujer llamada Heria se arrebujó en sus harapos, mientras las cadenas de sus muñecas tintineaban al moverse. Sus moratones estaban desapareciendo. Al acercarse a su destino, los soldados habían dejado tranquilas a las mujeres de las carretas; tenían que llegar a la capital con un aspecto relativamente ileso. Por las noches, ella y las demás esclavas se encogían bajo la lona escuchando las carcajadas de los soldados y los gritos de las menos afortunadas en el exterior.
«Corfe», pensó de nuevo. «¿Estás vivo? ¿Conseguiste escapar, o te mataron como a los otros?»
Había un recuerdo rojo en su mente, la imagen de la caída de una ciudad y la furia desencadenada a continuación. Merduk por todas partes, saqueando, matando, corriendo. Y las llamas del incendio de Aekir elevándose como colinas en una noche negra y llena de humo.
La habían atrapado cuando trataba de huir hacia la puerta oeste. Un diablo sonriente con el rostro negro como el cuero la había agarrado para arrastrarla hacia las ruinas de un edificio en llamas. Allí la había violado.
Mientras se afanaba sobre ella le había apoyado en la garganta la hoja ensangrentada de su espada. El aire estaba lleno de chispas, que caían sobre la espalda de él y centelleaban como ojitos lujuriosos sobre su armadura. Recordaba haberlas mirado fijamente, viendo cómo se apagaban una a una para ser sustituidas por otras. No había sentido gran cosa.
Su coraza la había llenado de moratones, y los cristales y piedras del suelo le habían cortado la espalda. Entonces había llegado el oficial, con su penacho de crin de caballo sobre el yelmo y sus ojos hambrientos como los de un niño. La había cogido, pese a las protestas del primer soldado, y la había arrastrado hasta la muralla de la ciudad, donde también la había violado. Finalmente, la habían llevado con los miles de mujeres hacinadas en los corrales de las colinas a las afueras de la ciudad, todas tan llorosas, ensangrentadas, aterradas y avergonzadas como ella. Ésa había sido la primera etapa de su viaje.
Durante días, las aterrorizadas masas habían temblado sobre la colina, contemplando la ruina de la Ciudad de Dios. Habían visto a los merduk retirarse ante las llamas, y habían presenciado la conflagración final, un holocausto tan inmenso que parecía causado por la misma mano de Dios. Por las mañanas, las cenizas cubrían el suelo como una nieve gris, y el sol permanecía cubierto, dejando la tierra en penumbra. Había parecido el fin del mundo.
Y, en cierto modo, lo era.
Habían emprendido el viaje al norte ocho días después de su captura, conducidas por hordas de soldados merduk. Todo el país parecía cubierto de personas en movimiento, soldados, caballos, elefantes y cientos de carretas traqueteando sobre el fango. Y la lluvia había caído durante todo el tiempo, aturdiendo aún más los ánimos.
Pero lo peor había sido la visión de centenares de soldados ramusianos, los famosos torunianos de John Mogen, avanzando hacia el norte con los brazos atados a yugos de presa. A partir de fragmentos de conversaciones y palabras susurradas, las mujeres supieron que Sibastion Lejer había muerto y sus hombres habían sido aniquilados; el propio Lejer había sido crucificado en la plaza de Myrnius Kuln. La guarnición de Aekir había dejado de existir, y los habitantes de la ciudad huían al oeste, en dirección al dique de Ormann, cubriendo la faz de la tierra con la enormidad de su éxodo.