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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (21 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—¿Subimos la lancha a los botalones, señor? —gritó Billerand.

—No, la remolcaremos. El combés ya está demasiado lleno.

Hawkwood celebró una breve discusión en silencio consigo mismo y abandonó el alcázar. Se dirigió abajo, siguiendo los pasos de Murad, y llamó a la nueva puerta que el carpintero del barco había abierto en el mamparo junto a la suya.

—Adelante.

Entró. Una parte de su mente contaba los minutos antes de levar anclas, pero lo mejor era tener aquella conversación entonces y acabar con el asunto. Billerand sabría arreglárselas si Hawkwood tardaba demasiado.

Cuando entró, Murad estaba de espaldas. Observaba algo sobre la larga mesa que recorría todo el camarote. Fuera lo que fuera, lo guardó bajo llave en el cofre que había traído a bordo antes de volverse con una sonrisa.

—Bien, capitán. ¿A qué debo el honor?

—Me gustaría hablar con vos, si es posible.

—Estoy enteramente a vuestra disposición. Hablad libremente. —Murad se apoyó en la mesa y cruzó los brazos. Hawkwood se sentía torpe delante de él, como si lo hubieran llamado al camarote. Observó con satisfacción, sin embargo, que al noble le estaba costando adaptarse al suave balanceo del barco. Se movía como un junco bajo la brisa, mientras que para Richard la cubierta era sólida y firme bajo sus pies.

«Espera a que el bastardo se maree por primera vez», pensó con malevolencia.

—Se trata de vuestros hombres. Me han comentado que parecen creer que pueden aprovecharse de las mujeres de a bordo.

—¿Y bien? —preguntó Murad con el ceño fruncido.

—No pueden.

Murad se irguió, y sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo.

—¿No pueden?

—No. Ninguna mujer será molestada en mis barcos, ni por mis hombres ni por los vuestros. Las mujeres que llevamos no son prostitutas de los callejones de Abrusio. Son mujeres decentes, con familias.

—Son practicantes de dweomer…

—Son pasajeras, y por lo tanto mi responsabilidad. No tengo ningún deseo de desafiar vuestra autoridad ante vuestros propios hombres, especialmente en público; pero si me entero de una violación, el responsable pasará por la estrapada, sea marinero o soldado. Preferiría que lo ordenarais vos, sin embargo. Ayudaría a las buenas relaciones entre todos.

Murad miró fijamente a Hawkwood, como si lo viera por primera vez. Entonces dijo, muy suavemente:

—¿Y yo? Si decido tomar una mujer, capitán, ¿también pasaré por la estrapada?

—Las normas son distintas para los nobles, bien lo sabéis. No puedo tocaros. Pero os ruego que consideréis el ejemplo que algo así significaría para los hombres. Y además está el hecho de que los pasajeros son, como habéis dicho, practicantes de dweomer. No están indefensos. No tengo ganas de ver cómo mi barco explota en plena navegación.

Murad asintió brevemente, como si aceptara por fin la justicia de lo que se le decía.

—Hemos de llevarnos lo mejor posible, pues —dijo en tono agradable—. Tal vez vuestros hombres podrán convencer a los míos de que sigan su ejemplo y se follen unos a otros por el trasero como hacen los marineros, según me han dicho.

Hawkwood sintió que la sangre le subía a la cara, y su visión se oscureció a causa de la furia. Mordió las palabras que le venían a la boca, sin embargo, y cuando volvió a hablar su tono era tan correcto como el de Murad.

—Hay otra cosa.

—Por supuesto. ¿De qué se trata?

—El libro de rutas. Lo necesito para trazar el rumbo. Hasta ahora me habéis ordenado poner rumbo al Cabo del Norte, en las Hebrionesas, pero después de eso estoy totalmente a oscuras. Necesito el libro de rutas.

—¿Es que los marineros nunca emplean las formas de cortesía, Hawkwood?

—Para vos, soy el capitán Hawkwood, lord Murad. ¿Qué hay del libro de rutas?

—No puedo dároslo. —Murad levantó una mano cuando Hawkwood se disponía a hablar de nuevo—. Pero puedo daros una serie de instrucciones de navegación copiadas de ella palabra por palabra. —Tomó una remesa de papeles de la mesa que tenía detrás—. ¿Será suficiente?

Hawkwood vaciló. El libro de rutas de un auténtico marinero, un navegante en alta mar, era un objeto raro y maravilloso. Los capitanes protegían sus libros de rutas con sus vidas, y saber que aquel ignorante estaba en posesión de tal documento, y con los detalles de un viaje como aquél, era enloquecedor. Era posible que hasta tuviera un diario. Allí habría mucha información, información por la que cualquier capitán de Hebrion daría un brazo, y aquel cerdo ignorante se la guardaba para sí, volviéndola inútil. ¿Qué temía que pudiera ver Hawkwood? ¿Qué había en el oeste, para que fuera necesario mantenerlo en secreto?

Cogió rápidamente los papeles de la mano de Murad, pero se obligó a no mirarlos. Habría un momento mejor. Ya pondría las manos sobre el libro de rutas. Tendría que hacerlo, si era el responsable de los barcos.

—Gracias —dijo muy tieso, guardándose los papeles en el pecho como si tuvieran poca importancia.

Murad asintió.

—¡Muy bien! Ya lo veis, capitán, podemos trabajar juntos si nos empeñamos. ¿Queréis sentaros conmigo y tomar algo de vino?

Levarían anclas pronto, pero Hawkwood ocupó una silla, sintiendo que el noble de la cicatriz había triunfado sobre él de algún modo. Murad hizo sonar una campanilla que estaba sobre la mesa.

Se abrió la puerta del camarote y una voz femenina dijo:

—¿Sí?

Hawkwood se volvió en su silla y se encontró mirando a una joven de piel olivácea, ojos verdes y una melena de cabello castaño y brillante cortado justo por debajo de las orejas. Llevaba calzas masculinas, y podía haber pasado por un chico a no ser por la sutil delicadeza de sus rasgos y las innegables curvas de su esbelta figura. Vio su mano en el pomo de la puerta: dedos bronceados con las uñas mordidas. Una campesina, entonces. Y recordó que era la muchacha con la que el marinero había forcejeado en cubierta.

—Vino, Griella, por favor —dijo lentamente Murad, devorando a la chica con la mirada mientras hablaba. Ella asintió y salió sin más palabras, con los ojos centelleantes—. Maravillosa, ¿eh, capitán? ¡Qué carácter! Ya me odia, pero eso era de esperar. Se acostumbrará a mí, y su compañera también. Esto promete convertirse en una agradable lucha de voluntades.

La chica entró con una bandeja, una botella y dos vasos. Los dejó sobre la mesa y volvió a salir. Miró a Hawkwood al marcharse, y algo en sus ojos hizo que éste se quedara muy quieto. Permaneció en silencio mientras Murad le servía el vino. Algo en aquella mirada hizo pensar a Hawkwood en los ojos enloquecidos de un perro rabioso, ventanas a una crueldad inimaginable. Pensó en decir algo, pero luego se encogió de hombros. Tal vez Murad tenía aquellos gustos, pero más le valdría ir con cuidado cuando se acostara con una mujer como aquélla.

—Bebed, capitán. —El rostro normalmente siniestro del noble se abrió en una sonrisa; la visión de la muchacha parecía haber mejorado su humor. Hawkwood sabía que la había llamado por algún motivo, para dejar claro algún punto. Bebió un sorbo con el rostro inexpresivo. Era un buen vino, tal vez el mejor que había probado. Lo saboreó durante un momento.

—Candelario —le dijo Murad—. Creado por mi abuelo. Lo llaman vino de barco, porque se dice que hace falta un viaje por mar para que envejezca correctamente, un poco de movimiento en el barril. Gracias a los santos, tengo media docena de barriles abajo.

Hawkwood lo sabía. Había significado poder llevar seis barriles de agua menos. Pero no dijo nada. Había comprendido que podría hacer muy poco respecto a los caprichos del noble mientras Hebrion estuviera a la vista. Pero una vez en alta mar… las cosas serían distintas.

—Decidme, capitán —continuó Murad—, ¿a qué se debe el retraso? Estamos todos a bordo y todo está preparado, de modo que, ¿por qué seguimos anclados? ¿No estamos perdiendo tiempo?

—Esperamos a que baje la marea —dijo Hawkwood pacientemente—. Cuando cambie su flujo y empiece a salir de la bahía, levaremos anclas y la corriente nos ayudará a pasar junto al saliente. Un viento de través (el que golpea el costado del barco) no es el mejor para conseguir velocidad. Con el
Águila
, prefiero tener el viento en la aleta, es decir, formando ángulo desde la popa de la crujía.

Murad se echó a reír.

—¡Qué extraño lenguaje usáis los marineros!

—Cuando pasemos junto a la punta de Abrusio pondremos rumbo al sur y tendremos el viento en la aleta; pero eso nos empujará hacia una costa a sotavento, de modo que llevaré los barcos más al exterior para ganar espacio de mar.

—Pero sería más rápido si nos quedáramos cerca de tierra.

—Sí, pero si el viento arrecia, y con la tendencia a desviarse a sotavento de estos barcos, podríamos ser empujados contra la orilla, y quedar inmovilizados o embarrancados. A un buen marinero le gusta tener aguas profundas bajo los pies y unas cuantas leguas de mar a sotavento.

Murad agitó una mano, en actitud de aburrimiento.

—Lo que sea. Vos sois el experto en este asunto.

—Cuando lleguemos a la latitud del Cabo del Norte —continuó Hawkwood de modo implacable—, si navegamos hacia el oeste volveremos a tener el viento de través. Sólo el libro de rutas del capitán del
Halcón de Cartigella
puede decirme si podemos esperar que los alisios hebrioneses nos acompañen hasta el Océano Occidental, o si encontraremos vientos diferentes en algún momento. Es un asunto importante, y que determinará la duración del viaje.

—Todo está en las hojas que copié para vos —dijo Murad con vehemencia. La cicatriz se agitó en su rostro como una sanguijuela pálida.

—Puede que no supierais qué debíais copiar y qué no. Puede que no me hayáis dado todos los datos necesarios para llevar esta empresa a buen puerto.

—Entonces tendréis que volver a hablar conmigo, capitán. No comentaremos más este asunto.

Hawkwood iba a replicar cuando oyó un grito procedente del exterior del camarote.

—¡Ah del
Águila
! ¡Ah del galeón! Tenemos un pasajero para vosotros. Parece que lo habíais dejado atrás.

Hawkwood miró a Murad, pero el noble parecía tan desconcertado como él. Se levantaron al unísono y salieron del camarote, recorriendo el pasaje hasta el combés del barco. Billerand y unos cuantos hombres más estaban inclinados sobre la borda.

—¿Qué ocurre? ¿Quién es? —quiso saber Murad, pero Billerand le ignoró.

—Parece que hemos dejado a alguien atrás, capitán. Tienen a un pasajero extra para nosotros; lo han traído en la gabarra del puerto.

Hawkwood miró por encima de la borda. La tripulación de la gabarra la había enganchado a las cadenas del galeón, y había una figura trepando por el costado del barco, con su túnica hinchándose en la brisa marina. Pasó por encima de la barandilla y se quedó en pie sobre la cubierta, mientras su cabeza tonsurada relucía por el esfuerzo.

—La paz de Dios para este barco y quienes viajan en él —dijo, jadeante.

Era un clérigo inceptino.

—¿Qué estupidez es ésta? —gritó Murad—. ¿Con permiso de quién habéis subido a bordo? ¡Los del bote! ¡Volved a llevaros a este hombre!

Pero la gabarra ya se había desenganchado y su tripulación había empezado a alejarse del galeón. Uno de los marineros los saludó con la mano.

—¡Maldición! ¿Quién sois, señor? ¿Bajo qué autoridad habéis embarcado con nosotros? —Murad estaba lívido y furioso, pero el inceptino permanecía tranquilo e impasible. Era un hombre maduro, con el cabello blanco y los rasgos sonrosados y enjutos. Tenía los hombros redondeados bajo el hábito y la constitución robusta de un remero. El símbolo del Santo relucía en su pecho.

—Por favor, hijo mío, no blasfemes en el momento de acometer una empresa tan grande como ésta.

Por un momento, Hawkwood pensó que Murad iba a desenvainar su espada para atravesar al clérigo. Luego giró sobre sus talones y abandonó la cubierta, desapareciendo por la escalerilla.

—¿Sois el capitán de este barco? —preguntó el inceptino a Hawkwood.

—Soy Richard Hawkwood, sí.

—Ah, el gabrionés. Entonces, señor, ¿puedo pediros que me busquéis un lugar donde alojarme? Tengo pocas pertenencias. Sólo necesito un espacio para apoyar la cabeza.

Los marineros y soldados se estaban congregando en el combés. Los marineros parecían incómodos, incluso hostiles, pero los soldados tenían un aire más complacido.

—¡Dadnos vuestra bendición, padre! —gritó uno de ellos—. ¡Llamad a Dios y los santos para que nos protejan!

Su grito fue coreado por unos cuantos de sus compañeros. El inceptino sonrió y levantó una mano abierta.

—Muy bien, hijos míos. Arrodillaos y recibid la bendición de la Santa Iglesia para vuestra empresa.

Hubo un movimiento masivo cuando los soldados se arrodillaron sobre la cubierta. Una pausa, y la mayor parte de los marineros los imitaron. El barco crujía y se balanceaba con las olas, y se hizo un silencio casi completo. El inceptino abrió al boca para hablar.

En la quietud les llegaron las cuatro notas, claras y precisas, de la campana del barco, marcando el final de la segunda guardia corta y el principio de la bajamar.

—¡Todos los hombres! —rugió instantáneamente Hawkwood—. ¡Todos los hombres a levar anclas!

Los marineros se incorporaron de un salto, y el combés se convirtió en una gran confusión de figuras. Billerand empezó a gritar; algunos de los soldados arrodillados fueron derribados.

Se gritaron una serie de órdenes en todas direcciones mientras los marineros corrían a sus tareas. Además de los soldados, había barriles, embalajes, cajas y baúles por todas partes entorpeciendo las maniobras del barco, pero no podía evitarse; la bodega ya estaba totalmente llena. Hawkwood y Billerand gritaron y empujaron a los hombres a sus puestos de siempre, mientras el clérigo se quedaba con la mano colgando absurdamente en el aire y el rostro cada vez más sofocado.

En un abrir y cerrar de ojos, la tripulación había ocupado sus puestos. Algunos hombres permanecían junto al molinete y los escobenes, listos para empezar a recoger los gruesos cables que conectaban el barco a las anclas. Otros estaban atareados en las vergas, preparándose para soltar las velas y gavias en cuanto el ancla se levantara. El maestro de velas y sus asistentes empezaron a subir las bonetas para que estuvieran a mano cuando llegara el momento de fijarlas a las velas mayores, consiguiendo así una mayor superficie de lona.

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