El barco flotaba en un charco grasiento de sus propios desechos. En torno al casco, podían verse excrementos humanos y detritus, fragmentos de madera y cáñamo, e incluso los cadáveres hinchados de un par de ovejas. El hedor del agua estancada que los rodeaba se mezclaba con el de la sentina, algo amortiguado por las toneladas de agua salada que habían entrado en el barco para ser bombeadas durante la tempestad. Los botes estaban llenos de agujeros, de modo que la tripulación ni tan solo podía remolcar el barco para sacarlo de aquella zona. Y el calor los golpeaba implacablemente desde un sol que parecía hecho de cobre batido. El alquitrán burbujeaba en las juntas y, cuando se secó la cubierta superior, el maderamen se abrió, dejando entrar gotas de agua y empapándolo todo. La dotación del barco se habituó a encontrar por todo el galeón moho y extraños hongos, que brotaban en los rincones más oscuros e improbables.
Decimonoveno día de Midorion, año del Santo 551
Calma chicha. Es el cuarto día sin viento. El barco continúa inmóvil. Según mis cálculos, nos hemos desviado unas ciento ochenta leguas al suroeste o al sur-suroeste. Por las observaciones del sextante, creo que estamos en la latitud aproximada de Gabrion, pero no puedo confiar en mis mediciones. Durante la tormenta, descuidamos la brújula durante media guardia, de modo que los cálculos tendrán que empezar de nuevo y serán aún menos fiables.
Sólo veo un recurso que puede ayudarnos a recuperar el rumbo perdido, y es Pernicus, el brujo del clima. Si logramos convencerlo de que conjure un viento favorable, todavía podremos desembarcar antes de las tormentas del invierno. Pero sé los prejuicios que despertaría esa línea de actuación. Debo hablar con Bardolin, que parece haberse convertido en una especie de portavoz de los pasajeros desde la tormenta, y, naturalmente, con Murad. Pero que me cuelguen si estoy dispuesto a poner en peligro mi barco a causa del fanatismo religioso de un maldito Cuervo al que nadie quería en este barco para empezar.
Hawkwood estudió lo que había escrito y, maldiciendo entre dientes, tachó la última frase antes de volver a afilar su pluma.
Estoy seguro de que Ortelius se mostrará razonable. Puede que tengamos que elegir entre usar las habilidades del brujo del clima o, en el mejor de los casos, prolongar el viaje durante otros dos meses. En el peor, podría significar nuestra muerte.
La tripulación está reparando el barco. Instalaremos un nuevo mastelero durante la primera guardia corta, y luego nos ocuparemos de los botes. Debo informar de las muertes de Rad Misson, Essen Moratas y Heirun Japara, todos marineros. Que la compañía de los santos encuentre un lugar para sus almas atormentadas, y que el profeta Ahrimuz reciba a Heirun en su jardín.
Hay cuatro hombres, incluyendo al segundo de a bordo, Billerand, confinados en sus hamacas a causa de las heridas recibidas durante la tormenta. Velasca Ormino es el segundo en funciones.
También debo informar de la muerte de tres pasajeros, que fueron consignados al mar durante la tormenta. Se trataba de Geraldina Durado, Ohen Durado y Cabrallo Schema. Que Dios se apiade de sus almas. El hermano Ortelius ha celebrado una ceremonia para conmemorar sus fallecimientos y ha pronunciado un sermón sobre las consecuencias de la herejía y el escepticismo.
—El muy bastardo —dijo Hawkwood en voz alta.
No hay rastro de Haukal ni del Gracia de Dios. No puedo creer que un barco tan bien construido al mando de semejante capitán se haya hundido, ni siquiera bajo la tempestad que soportamos.
A menos, pensó Hawkwood con una sensación persistente de vacío en el estómago, que se les hubiera inundado la popa y hubieran quedado de través navegando ante aquellas enormes olas. La popa del Gracia no era tan alta como la del galeón, y una ola podía haberlo arrasado mientras Haukal trataba de ponerlo delante del viento. Y sus vergas latinas eran menos manejables que las cuadradas del galeón. Era frecuente arriar velas bajando las vergas hasta la cubierta, y, con el mar en aquel estado, tal vez no habían tenido tiempo de hacerlo.
Tenía a un hombre en la cofa continuamente, y desde allí el vigía podía ver al menos hasta siete leguas en cualquier dirección, pese a la neblina que empezaba a emborronar el horizonte con el calor creciente. No tenía forma de estar seguro.
Hawkwood levantó la vista del escritorio. Más allá de las ventanas de popa podía ver el mar inmóvil y reluciente, y la oscuridad en el horizonte del norte que marcaba el final de la tormenta. Las ventanas estaban abiertas para tratar de que circulara un poco de aire, pero en vano. El calor y el hedor se habían apoderado de todo el barco, y la bodega era un horno de madera en ruinas, húmedo como las junglas de Macassar. Tendría que sacar de allí a los animales durante un tiempo, y preparar una vela que permitiera entrar algo de aire abajo. Si era posible conseguir algo de viento.
Hubo una llamada a la puerta del camarote.
—Adelante.
Se volvió y sintió un sobresaltó al ver a Ortelius, el inceptino, en pie ante él.
—Capitán, ¿tenéis un momento?
Estuvo tentado de decir que no, pero se limitó a asentir y señalar el taburete detrás de la puerta. Cerró el diario de a bordo, sintiéndose absurdamente avergonzado al hacerlo.
El clérigo tomó el taburete y se sentó. Era evidente que estaba incómodo en aquel asiento bajo.
—¿Qué deseáis decirme, padre? Me temo que no puedo dedicaros mucho tiempo. Vamos a instalar el nuevo mastelero dentro de pocos minutos.
Ortelius había perdido peso. Sus mejillas parecían haberse hundido, y las arrugas a ambos lados de su nariz se habían vuelto profundas como cicatrices.
—Es este viaje, hijo mío.
—¿Qué sucede? —preguntó Hawkwood, sorprendido.
—Está maldito. Es una ofensa contra Dios y el sagrado Santo. El barco pequeño ya se ha perdido, y éste se perderá también si no regresamos y ponemos rumbo a las tierras iluminadas por la luz de la fe.
—Esperad un momento… —empezó a decir Hawkwood con vehemencia.
—Sé que sois gabrionés, capitán, y no procedéis de uno de los cinco bastiones ramusianos que son las Monarquías de Dios, pero os digo esto: si tenéis algo de piedad, haréis caso a mis palabras y daréis la orden de regresar.
Hawkwood hubiera jurado que el hombre era sincero; más aún, que estaba realmente asustado. El sudor le resbalaba en gotas grandes como perlas, y la barbilla le temblaba. Había un extraño resplandor en sus ojos que por algún motivo inquietó a Hawkwood, como si hubiera algo agazapado tras ellos. Por un instante, se sintió tentado de dar la razón al alterado sacerdote, pero descartó la idea y meneó la cabeza.
—Padre, ¿qué razones podéis darme, aparte de la inquietud normal en alguien no avezado en alta mar? Eso nos afecta a todos en algún momento: la ausencia de tierra en el horizonte, el aspecto ilimitado del océano. Pero os acostumbraréis, creedme. Y no hay motivo para pensar que la carabela se haya perdido. Es un barco tan bueno como éste, y me sorprendería si encontramos una tormenta peor que la anterior en nuestra travesía por el Océano Occidental.
—¿Incluso si seguimos aquí cuando llegue el invierno? —preguntó el inceptino. Apretaba fuertemente el símbolo del Santo con una mano.
—¿Qué os hace pensar que seguiremos en el mar para entonces? —le preguntó Hawkwood con suavidad.
—Nos hemos desviado de nuestro rumbo. Cualquier idiota lo vería. ¿Podéis decirnos siquiera dónde estamos, capitán? ¿Podría decirlo alguien? Es posible que sigamos navegando hasta que se nos acaben las provisiones. —Su mano apretó con más fuerza el símbolo de su pecho hasta que a Hawkwood le pareció que podía oír el crujido del oro—. Y moriremos de hambre o sed, convirtiéndonos en un cementerio flotante sobre este maldito mar. Os lo digo de veras, capitán, es una blasfemia suponer que el hombre puede cruzar el Océano Occidental. Es una frontera del mundo instalada por la mano de Dios, y ningún hombre podrá franquearla.
En aquel momento desvió la mirada, y Hawkwood hubiera jurado que el sacerdote sabía que aquellas palabras eran falsas.
—No puedo autorizar que se abandone el viaje —dijo Hawkwood en tono mesurado, ocultando la exasperación que sentía—. Porque la responsabilidad última no es mía. Mientras el barco siga a flote y en condiciones de continuar, las decisiones corresponden a lord Murad. Sólo puedo pasar por encima de él si considero que mis conocimientos técnicos dan más validez a mis opiniones que a las suyas. El barco puede continuar, en cuanto lo hayamos reparado, luego la decisión de regresar no me corresponde a mí, sino a Murad. De modo que ya lo veis, padre, habéis venido a hablar con el hombre equivocado.
«Que se entienda Murad con él, no yo», pensó. «Este bastardo piadoso me considera un inferior que debe obedecer sin rechistar las órdenes de la nobleza eclesiástica. Bien, no seré yo quien se lo saque de la cabeza. Que vaya a hablar con Murad. Puede que soporte mejor una negativa de alguien de su posición.»
—Comprendo —dijo el sacerdote, inclinando la cabeza y ocultando los ojos a Hawkwood.
Oyeron los gritos de los marineros en cubierta, el crujido de los cabos y el chillido de las poleas. La tripulación debía de estar sacando de la bodega el nuevo mastelero. Hawkwood rabiaba por marcharse, pero el inceptino continuaba allí sentado, con la cabeza inclinada.
—Padre… —empezó Hawkwood.
—¡Os digo que una maldición pesa sobre este barco y los que viajan en él! —estalló el sacerdote—. ¡Dejaremos nuestros huesos sobre la cubierta antes de avistar ningún continente mítico!
—¡Calmaos, hombre! Decir cosas como ésa no ayudará a nadie. ¿Queréis que cunda el pánico entre los pasajeros?
—¡Los pasajeros! —espetó Ortelius—. ¡Practicantes de dweomer! El mundo estaría mejor sin ellos. ¿Saben siquiera adónde nos dirigimos? ¡Son como ganado conducido a la matanza!
Con aquella frase se levantó de un salto y, abriendo la puerta de golpe, se dirigió a la escalerilla. Se golpeó la espinilla contra el dintel, cayó de bruces, se levantó y salió al resplandor de la cubierta. Hawkwood contempló su silueta negra y agitada, presa del desconcierto y la inquietud. Tenía la extraña sensación de que el inceptino sabía más que él mismo sobre el destino del barco.
—El viejo Cuervo se está volviendo loco —dijo, cerrando la puerta con una carcajada nerviosa.
Hubo otra llamada a la puerta recién cerrada, pero antes de que Hawkwood pudiera decir nada, ésta se había abierto y Murad estaba en el umbral.
—Lo he oído —dijo el noble.
—Los mamparos son muy delgados. Hay pocos secretos a bordo de un barco —dijo Hawkwood, molesto.
—Mejor así. Hombre prevenido vale por dos, como suele decirse. —Murad se apoyó con aire despreocupado contra el borde del escritorio de Hawkwood. Había abandonado sus protecciones de cuero, y llevaba una camisa de lino holgada y calzas. De su cinturón colgaba un puñal envainado.
—¿Creéis que es cierto lo que dice? —preguntó Murad.
—No. Los marineros podemos ser supersticiosos, pero no somos estúpidos.
—¿Continuaremos en el mar durante el invierno, tratando de recuperar el rumbo?
—No necesariamente —admitió Hawkwood. Murad tenía un aspecto terrible. Todos lo tenían después de la tormenta. Casi todos los hombres parecían zombis mal animados, pero Murad estaba flaco como un hueso roído; bajo sus ojos había charcos oscuros y unas líneas rojas le entrecruzaban las córneas. Parecía un hombre que hubiera olvidado cómo dormir.
—Hay un brujo del clima a bordo. Supongo que ya lo sabéis.
—Los soldados hablan de ello.
—Bien, tenemos dos posibilidades. Podemos esperar al viento y luego tratar de poner rumbo al noroeste, lo que, según el libro de rutas de Tyrenius (o lo que me habéis permitido leer de él), implicaría ir contra los vientos dominantes.
—¿Qué significaría eso? —espetó Murad.
—Significaría unos cuantos meses más en el mar. Medias raciones, la pérdida de los caballos que os quedan. Probablemente la muerte de los pasajeros más débiles.
—¿Y la otra alternativa?
—Pedir al brujo del clima que utilice sus habilidades.
—Su brujería —dijo Murad, despectivamente.
—Como queráis. Y nos pondría de nuevo en nuestro rumbo sin ningún problema.
—¿Habéis navegado alguna vez con un brujo del clima, Hawkwood?
—Sólo una vez, en el Levangore. Los merduk los utilizan en sus escuadras para provocar la calma cuando atacan algún barco. El que conocí era el práctico jefe del puerto de Alearas, en Calmar. Su magia funciona, Murad.
—Su magia, sí. —El noble parecía perdido en sus pensamientos—. ¿Os dais cuenta de que Ortelius es un espía, enviado por su superior, el prelado de Hebrion, para observar la expedición?
—Me había pasado por la cabeza.
—Ya es bastante malo que la tripulación sea en parte merduk y nuestros pasajeros un hatajo de hechiceros. Ahora hemos de usar la brujería para impulsar el propio barco.
—Pero el viaje está bajo la protección del rey. El prelado no se atrevería…
—Estoy pensando en la colonia. Lo que tratamos de fundar en el oeste, Hawkwood, es una nueva provincia de Hebrion, pero, si el prelado se nos pone en contra, puede convertirse simplemente en un lugar de exilio para indeseables.
Hawkwood se echó a reír.
—Puedo imaginarlo: Murad, el señor de las brujas y los ladrones.
—Y Hawkwood, el almirante de los barcos prisión —replicó Murad.
Se miraron fijamente, mientras la tensión crujía en el aire.
—La decisión es vuestra —dijo Hawkwood al fin—. Pero como capitán del
Águila
, me veo obligado a deciros que, si no empleamos la hechicería, estaremos bebiendo nuestra propia orina antes de avistar tierra.
—Lo pensaré durante un tiempo —le dijo Murad, y se dirigió a la puerta.
—Una cosa más —dijo Hawkwood, sintiéndose intrépido.
—¿Sí?
—Ese Bardolin. Me pidió que hablara con vos sobre la muchacha, Griella.
Murad se volvió sobre sus talones.
—¿Qué le sucede?
—Supongo que quiere que la dejéis en paz. Tal vez no disfruta con vuestras atenciones, mi señor.
Antes de que Hawkwood pudiera parpadear siquiera, el puñal de Murad estaba desenvainado y apoyado en su garganta.
—Mis asuntos amorosos no son tema de discusión, capitán, en ningún momento.
Los ojos de Hawkwood centellearon.