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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (44 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Empezaron a brotar surtidores blancos en explosiones de agua entre los botes merduk. Martellus podía ver a los hombres de los botes, forcejeando con los remos como maniacos, pero sin perder el ritmo. Tenían las cabezas inclinadas y los hombros encorvados como si se enfrentaran a una lluvia torrencial. Martellus había visto la misma posición en muchos hombres al avanzar bajo el fuego enemigo; era una especie de instinto.

Uno, dos y tres botes recibieron impactos en rápida sucesión cuando la artillería toruniana hubo calibrado el alcance de tiro. Martellus tenía en el dique a los mejores artilleros del mundo, que estaban confirmando la fe que había depositado en ellos.

Los hombres de los botes destrozados se hundían al instante, arrastrados por su armadura. Incluso de no haberla llevado, no hubieran tenido ninguna posibilidad de sobrevivir en aquella corriente.

Ranafast estaba desplegando a sus hombres a lo largo de la orilla oeste, mientras el fuego de sus propios cañones silbaba sobre su cabeza. Tenía consigo un par de cañones portátiles. Pero había demasiado pocos hombres, y Martellus pudo ver que la columna central de los merduk había lanzado un ataque contra la posición de Corfe, manejando sus botes entre las ruinas del puente, y siempre bajo el intenso fuego de los hombres de Corfe y los demás defensores apostados allí. Pero Martellus pensó que Ranafast se daría cuenta del peligro.

Como era previsible, el comandante de caballería dirigió sus dos cañones ligeros hacia la posición de Corfe, y las piezas empezaron pronto a disparar metralla casi a quemarropa contra los merduk que trataban de cruzar por allí. Fue una batalla cruenta, pero el combate principal continuaba en las orillas del río.

Los merduk que trataban de cruzar el río tenían problemas. Hubo más botes destrozados por los proyectiles torunianos que no se hundieron al momento, sino que empezaron a avanzar corriente abajo como ramitas, chocando con sus compañeros y enviándolos también río abajo. Pronto hubo decenas de botes girando a la deriva en mitad del río, entre restos y cadáveres flotantes, mientras los surtidores de las explosiones brotaban por todas partes.

Algunos botes llegaron a la orilla oeste, sólo para recibir una lluvia de balas de arcabuz. Los soldados desembarcaron para ser derribados por los hombres de Ranafast. Sobre la orilla oeste se formó una hilera de cadáveres, mientras los torunianos recargaban metódicamente y disparaban ráfaga tras ráfaga contra los desdichados que trataban de llegar a tierra.

La batalla se había convertido rápidamente en una matanza. Los cañones de señales empezaron a ladrar en las líneas merduk dando el ataque por finalizado, y los de la orilla este se detuvieron antes de enviar una nueva oleada de botes. Los desdichados que ya estaban en el río trataron de dar la vuelta y regresar, pero les resultó imposible en aquel caos de balas, proyectiles y agua blanca. Perecieron casi todos.

El asalto había sido cruento e infructuoso. Algunos merduk permanecieron en la orilla del río para tratar de ayudar a los que se debatían en el agua, pero la mayor parte emprendió una triste retirada hacia los campamentos de las colinas. Y, durante todo el tiempo, la artillería toruniana arrojaba proyectiles vengativos y jubilosos contra sus espaldas. El ataque no sólo había fracasado; había sido anulado antes de poder empezar.

—Quiero que envíen otra batería de cañones portátiles a la posición de Corfe —dijo Martellus bruscamente—. Enviadle también a otros tres tercios; es el que está más cerca del enemigo. Debe defender la isla.

Un asistente partió a la carrera con la orden. Los demás oficiales de Martellus reían o sonreían, casi sin atreverse a dar crédito a sus ojos.

Durante millas a lo largo del río había densas nubes de humo de pólvora flotando en el aire, y esparcidos por ambas orillas yacían los restos de un ejército. Hombres, botes, animales, armas. Era una visión impresionante. Manchaban la tierra como frutos caídos en un huerto descuidado, y el propio río estaba lleno de botes medio inundados, con unas cuantas figuras aferrándose desesperadamente a los restos. Se iban perdiendo de vista corriente abajo, impotentes.

—Ha perdido al menos a diez mil hombres —estaba diciendo el viejo Isak—. Y algunas de sus mejores tropas. Dulces santos, nunca he visto una carnicería igual. Arroja a sus hombres al fuego como si fueran paja.

—Ha calculado mal —dijo Martellus—. Si el río no hubiera bajado crecido, ya estaría en el dique. Este ataque estaba diseñado para traerlo hasta las mismas murallas en que nos encontramos. Su derrota hará que se tome un tiempo para pensar, pero no olvidemos que aún tiene a cincuenta mil hombres en las colinas que todavía no han soportado el fuego. Volverá a intentarlo.

—Y volverá a ocurrirle lo mismo —dijo Isak con obstinación.

—Es posible. Pero creo que hemos agotado las sorpresas. Ahora sabe con qué contamos, y se devanará los sesos buscando aberturas o fallos en nuestras defensas.

—No creo que vuelva a intentarlo durante un tiempo, después de esta debacle.

—Tal vez no, pero no subestiméis a Shahr Baraz. Fue pródigo con las vidas de sus hombres en Aekir a causa de la importancia de la presa en juego. Yo pensaba que aquí tendría más cuidado, aunque sólo fuera por la fuerza natural del dique. Es posible que alguien con más autoridad le esté ordenando lanzar ataques peor planeados. Pero no podemos confiarnos. Debemos vigilar nuestros flancos. Después de hoy tanteará las partes superiores e inferiores del Searil, buscando un lugar por donde cruzar.

—No lo encontrará. El Searil baja a toda velocidad, y, salvo en el dique, sus orillas son traicioneras, llenas de acantilados y precipicios.

—Nosotros lo sabemos, pero él no. —Martellus pareció encogerse de repente—. Creo que hemos ganado, por el momento. No habrá más asaltos precipitados. Hemos conseguido algo de tiempo. Ahora los reyes del mundo tienen que ayudarnos. Los santos saben que merecemos algo de ayuda después de la defensa que hemos organizado.

—El joven Corfe lo ha hecho bien.

—Cierto. Tengo intención de ascenderlo. Tiene capacidad suficiente, y Andruw y él trabajan bien juntos.

Algunos disparos de cañón dispersos surgían aún de las líneas torunianas, pero la calma descendía sobre el valle del Searil. Como de común acuerdo, los ejércitos se habían separado. Los merduk rescataron a los patéticos supervivientes del asalto por el río sin más impedimentos, y los cargaron en carretas para transportarlos a los confines de sus campamentos. Unos cuantos botes abandonados ardían en la orilla este. Los cañones callaron.

La indaba de oficiales había concluido menos de una hora antes, y Shahr Baraz estaba solo en la oscura tienda. El mobiliario era austero como el de la celda de un monje. Había un camastro bajo de madera con mantas del ejército, un escritorio plegable cubierto de papeles, una silla y algunos soportes para lámparas.

Y otra cosa más. El anciano general la depositó sobre el escritorio y retiró la cortina que la rodeaba. Una pequeña jaula. Algo en su interior trinó y aleteó furiosamente.

—Bien, Goleg —dijo Shahr Baraz en voz baja. Golpeó suavemente los barrotes de la jaula y estudió a su ocupante con cansancio y disgusto.

—¡Ja! Carne de hombre demasiado dura para Goleg. Querer niño, niño pequeño y dulce salido de la cuna.

—Llama a tu amo. Debo presentar mi informe. —¡Quiero carne dulce!

—Haz lo que te ordeno, abominación, o dejaré que te pudras en esa jaula.

Dos diminutos puntos de luz centellearon con malevolencia desde las sombras tras los barrotes. Unas manos pequeñas y acabadas en garras los apretaron y sacudieron el metal.

—Te conozco. Eres demasiado viejo. Pronto serás carroña para Goleg.

—Llama a tu amo.

Las dos luces se apagaron. Hubo un silencio momentáneo, interrumpido sólo por los ruidos del campamento y los relinchos de caballos en el exterior. Shahr Baraz parecía esculpido en piedra.

—¿Y bien, general? —dijo al fin una voz profunda.

—Debo presentar mi informe, Orkh. Pásame con el sultán.

—Espero que sean buenas noticias.

—Eso debe juzgarlo él.

—¿Ha fracasado el asalto, entonces?

—Ha fracasado. Quiero hablar con mi soberano. Sin duda podrás espiarnos a tus anchas.

—Desde luego. Todas mis criaturas me obedecen; pero tú y Aurungzeb ya lo sabéis, por supuesto. —Otra pausa—. Está ocupado con una de sus nuevas concubinas, la belleza morena ramusiana. ¡Ah, es exquisita! Le envidio. Aquí está, mi
khedive
. Que la fortuna del Profeta te acompañe.

Y con aquella leve blasfemia, la voz de Orkh se desvaneció. En su lugar, el tono impaciente de Aurungzeb resonó por la tienda.

—¡Shahr Baraz, mi
khedive
! ¡General de generales! Ardo de impaciencia. Habla rápido. ¿Qué ha sucedido?

—El asalto ha fracasado, majestad.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cómo ha ocurrido?

El viejo soldado pareció tensarse en su silla, como si anticipara un golpe.

—Ha sido un ataque precipitado, mal concebido y mal preparado. Tomamos la barbacana oriental de la fortaleza, pero estaba minada y he perdido a dos mil hombres cuando los ramusianos la han volado. El río también bajaba demasiado crecido para que nuestros botes pudieran cruzarlo rápidamente. Los han hecho pedazos mientras aún estaban en el agua. Los que han llegado a la orilla oeste han muerto bajo el fuego de los cañones torunianos.

—¿Cuántos?

—Hemos perdido a unos seis mil
hraibadar
(la mitad de los que quedaban) y a unos cinco mil soldados de leva.

—¿Y el… el enemigo?

—Dudo de que hayan perdido a más de mil.

La voz del sultán, cuando volvió a oírse, había cambiado; el tono conmocionado había desaparecido para adquirir la dureza del granito de las montañas de Thuria.

—Has dicho que el ataque estaba mal planeado. Explícate.

—Majestad, si recordáis, yo no deseaba lanzar este asalto. Os pedí más tiempo, tiempo para construir máquinas de asedio, para estudiar nuestras opciones con más detenimiento…

—¡Tiempo! Has tenido tiempo. Te entretuviste semanas enteras en Aekir. Y habrías hecho lo mismo ahora si no te hubiera ordenado que te apresuraras. El dique es una fortaleza insignificante. Tú mismo dijiste que la guarnición es de menos de veinte mil hombres. Esto no es Aekir, Shahr Baraz. El ejército debería poder arrollar esa fortaleza como un elefante aplastando una rana.

—Es la fortaleza más impenetrable que he visto, incluyendo las murallas de Aekir —dijo Shahr Baraz—. No puedo lanzar a mi ejército contra ella como si fuera la cabaña de troncos de algún bandido. Esta campaña podría resultar tan difícil como la anterior…

—Es posible, si el famoso
khedive
de mi ejército (mi ejército, general) ha perdido su habilidad en la campaña.

El rostro de Baraz se endureció.

—He atacado por orden vuestra, y contra mi propia opinión. El error nos ha costado once mil hombres muertos o demasiado mutilados para volver a luchar. No repetiré el mismo error.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? Soy tu sultán, anciano. Me obedecerás, o encontraré a otro que lo haga.

—Así sea, mi sultán. Pero no volveré a poner en práctica estrategias de aficionado. Podéis reemplazarme o dejarme dirigir esta campaña sin intromisiones. La decisión es vuestra, y la responsabilidad también.

Un largo silencio. Los ojos del homúnculo parpadearon entre las sombras de la jaula. Shahr Baraz permaneció impasible. «Soy demasiado viejo para la diplomacia», pensó. «Moriré como lo que siempre he sido: un soldado. Pero no quiero ver cómo masacran a mis hombres en mi nombre. Que sepan quién ordenó el ataque. Que vean en cuánto valora sus vidas el sultán.»

—Amigo mío —dijo Aurungzeb finalmente, y su voz era suave como el chocolate fundido—. Los dos nos hemos precipitado. Nuestra preocupación por los hombres y la patria nos honra, pero nos puede llevar a pronunciar frases apasionadas que podemos lamentar más tarde.

—Estoy de acuerdo, majestad.

—De modo que te daré otra oportunidad de demostrar tu lealtad a mi casa, una lealtad que nunca ha flaqueado desde los tiempos de mi abuelo. Reanudarás de inmediato el asalto al dique de Ormann, con todas las fuerzas a tu disposición. Ocuparás el dique y continuarás el avance hacia la capital de Torunna.

—Lamento no poder complacer vuestros deseos, majestad.

—¿Deseos? ¿Quién ha hablado de deseos? Obedecerás mis órdenes, anciano.

—Lamento no poder hacerlo.

—¿Y por qué no?

—Porque hacerlo implicaría diezmar este ejército, y no lo permitiré.

—¡Por los ojos del Profeta! ¿Vas a desafiarme?

—Sí, majestad.

—Ya no eres mi
khedive
, entonces. Tan cierto como que el Señor de las Victorias gobierna en el paraíso, he soportado tu insolencia de viejo por última vez. Entrega el mando a Mughal. Que espere mis órdenes escritas… ¡y a un nuevo
khedive
!

—¿Y yo, majestad?

—¿Tú? Considérate bajo arresto, Shahr Baraz. Esperarás la llegada de mis oficiales de Orkhan.

—¿Eso es todo?

—Por el Señor de las Batallas, sí. ¡Eso es todo!

—Que os vaya bien, entonces, majestad —dijo Shahr Baraz con calma. Se incorporó, levantó la jaula con su monstruoso ocupante, y la estrelló contra el suelo. El homúnculo chilló, y en aquel grito Shahr Baraz oyó la agonía de Orkh, el hechicero que lo controlaba. Sonriendo con amargura, pisoteó con su bota la estructura, aplastando metal y huesos entre un montón de icor y carne maloliente. Luego dio una palmada para llamar a sus asistentes.

—Llevaos esta abominación y quemadla —dijo, y los hombres se estremecieron ante el fuego de sus ojos.

21

Fue un grito lo que despertó a Murad sobresaltado en su hamaca colgante. Permaneció inmóvil, escuchando. Nada más que el crujido del maderamen, el batir del agua contra el casco y los pequeños golpes y rumores que formaban parte de la vida a bordo de un barco. Nada.

Un sueño. Se relajó, volviendo a tumbarse. La chica había desaparecido como hacía siempre, y lo había dejado con una pesadilla horrible… igual que siempre. El mismo sueño. Prefería alejarlo de su mente.

Pero no podía. Era una bruja, estaba claro; de lo contrario, no sería pasajera de aquel barco. Tal vez era la aprendiz del tal Bardolin, que era una especie de mago. Sin duda ella lo estaba hechizando, tal vez envolviéndolo en alguna clase de magia amorosa.

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