Murad dejó caer el puño sobre el escritorio con un golpe que los sobresaltó. Una nube de polvo surgió de las páginas del antiguo libro.
—No regresaremos. La bestia que ha embarcado con nosotros desea precisamente eso. Ya habéis oído a Bardolin. Alguien o algo ha estado saboteando las expediciones al oeste durante tres siglos o más. Tengo la intención de averiguar por qué.
—¿Creéis entonces que el Continente Occidental está habitado? —inquirió Bardolin.
—Sí.
—¿Y el Gracia de Dios? —preguntó de repente Hawkwood—. ¿Es posible que su desaparición sea también el resultado de algún sabotaje?
—Tal vez. ¿Quién sabe?
Hawkwood maldijo amargamente.
—Si la carabela se ha perdido, capitán, ¿no queréis saber cómo ni por qué? ¿Ni quién fue el que destruyó vuestro barco y mató a vuestros hombres? —La voz de Murad era baja, pero dura como la escarcha.
—No a costa de este barco y las vidas de sus pasajeros —dijo Hawkwood.
—Eso no tiene por qué ocurrir si tenemos cuidado. Sabemos cuál fue el destino de los barcos anteriores; no tenemos por qué acabar del mismo modo.
—¿Y cómo capturaremos a esa bestia? Ya habéis oído a Bardolin: no hay forma de saber qué hombre de a bordo es el cambiaformas.
—Tal vez el sacerdote pueda decirlo. He oído rumores de que los clérigos son capaces de detectar esas cosas de algún modo.
—No —intervino Bardolin rápidamente—. Eso es una falacia. El único modo de desenmascarar a un cambiaformas es esperar a que cambie y estar preparados para ello.
—¿Y qué provoca el cambio? —preguntó Hawkwood—. Habéis dicho que en cierto modo era racional, aun en forma de bestia.
—Sí. Y también he dicho que es impulsivo e incontrolable. Pero creo que, si regresamos, habrá conseguido lo que quería, y tal vez no necesite volver a cambiar. Por otra parte, si anunciamos que mantendremos el rumbo, puede sentirse obligado a convencernos de lo contrario.
—Excelente —dijo Murad—. Ya lo veis, capitán. Debemos continuar rumbo al oeste si queremos hacer salir a esa cosa.
—¡Continuar rumbo al oeste! —Hawkwood se echó a reír—. De momento, no continuaremos con ningún rumbo. Las velas están fláccidas como el portamonedas de un mendigo. El barco está inmovilizado.
—Debe haber algo que podamos hacer —dijo Murad, irritado—. Bardolin, se supone que sois un mago. ¿No podéis conjurar viento?
—Un mago sólo domina cuatro de las Siete Disciplinas —replicó Bardolin—. La brujería del clima no es una de las mías.
—¿Y los demás pasajeros? Todos son magos y brujos, de lo contrario no estarían aquí. Seguro que alguno podrá hacer algo.
Bardolin sonrió con sarcasmo.
—Pernicus era el único con talento en ese campo. Tal vez deberíais pedir al hermano Ortelius que rece para que llegue el viento, milord.
—No seáis insolente —espetó Murad.
—Me limito a señalar que los desechos de la sociedad ramusiana se han vuelto de repente necesarios en esta crisis.
—Sólo porque uno de esos desechos está poniendo en peligro la seguridad de todo el barco con su maldita hechicería infernal —dijo Murad en tono gélido—. Se dice que hay que enviar un ladrón a capturar a otro.
Los ojos de Bardolin centellearon en su rostro de soldado veterano.
—Capturaré a vuestro ladrón, entonces, pero no lo haré a cambio de nada.
—¡Ah! Ahí está la trampa. ¿Y qué os gustaría recibir a cambio, mago?
—Os lo comunicaré en el momento apropiado. Por el momento, digamos que me deberéis un favor.
—Todavía no hemos atrapado a esa maldita bestia —dijo Hawkwood en voz baja—. Preocupaos por las deudas cuando tengáis su cabeza en una pica.
—Bien dicho, capitán —asintió Murad—. Y aquí lo tenéis —dijo, arrojando el libro de rutas al regazo de Hawkwood—. Leedlo con calma. Tal vez nos sea de utilidad.
—Lo dudo. Estamos lejos de nuestro rumbo, Murad. El libro de rutas ya no me sirve para nada. A partir de ahora, a menos que recuperemos nuestra latitud anterior (lo que es casi imposible sin un viento de dweomer) navegaremos por mares desconocidos. Por lo que me habéis dicho, parece que el
Halcón
nunca llegó tan al sur. Mi intención ahora es poner rumbo al oeste, en paralelo a nuestra antigua ruta. No tiene sentido tratar de navegar sin viento hacia la latitud anterior.
—¿Y si pasamos de largo por el sur del Continente Occidental? —preguntó Murad.
—Si tiene la mitad del tamaño de Normannia, también estará en esta latitud. En cualquier caso, tratar de navegar hacia el norte sería casi un suicidio, como os dije antes de emplear los servicios de Pernicus.
—Me da lo mismo —dijo Murad encogiéndose de hombros—, mientras avistemos tierra al final y estemos en condiciones de desembarcar.
—Dejad que me preocupe yo por eso. Vos ocupaos de la bestia que llevamos a bordo.
Al final de la guardia de mañana los cañones volvían a estar en su sitio, y el rumor se había extendido por el barco como una pestilencia: Pernicus había sido asesinado por un polizón espía, y el asesino continuaba a bordo. El galeón empezó a adquirir el aspecto de una fortaleza sitiada, con soldados por todas partes preguntando a la gente por sus intenciones, la tripulación armada y los oficiales dando órdenes continuamente. Los botes reparados fueron colgados de los penoles y depositados en el agua, y grupos de marineros empezaron a remolcar el galeón hacia el oeste para sacarlo de la zona de calma; una tarea agotadora en el terrible calor del día.
Entre aquella agitación finalizaron las reparaciones de los daños causados por la tormenta. El barco recuperó su aspecto original, con madera nueva en el castillo de popa y en el combés, y cordajes nuevos en las cofas. Pero las velas continuaban flaccidas y vacías, y la obstinada superficie del mar se mantenía plana como la de un espejo verde, mientras el sol los abrasaba desde un cielo sin nubes.
Fue en la cofa del trinquete donde Bardolin y Griella encontraron finalmente un lugar para hablar sin ser escuchados. Se sentaron en la plataforma baja con el mastelero a sus espaldas y rodeados por una telaraña de cabos.
Todavía sofocado tras trepar por los obenques bajo aquel calor, Bardolin soltó al duende, que echó a correr por la cofa con un chillido de placer, y empezó a observar la cubierta y a estudiar el horizonte cubierto por la neblina.
—Te has enterado, supongo —dijo Bardolin bruscamente.
—¿De lo de Pernicus? Sí. ¿Por qué iba a hacer nadie algo así? Era un hombrecillo inofensivo. —Griella llevaba sus calzas de siempre y una camisa fina de lino de que Bardolin sospechaba que había pertenecido a Murad. Había fragmentos de encaje en la solapa, y Griella se había subido las voluminosas mangas hasta los codos, mostrando unos antebrazos bronceados y punteados de fino vello dorado.
—Lo mató un cambiaformas, Griella —dijo el mago, con una voz dura como el pedernal.
Los ojos pálidos se abrieron hasta que Bardolin pudo ver el extraño círculo dorado en torno a sus pupilas.
—¡Bardolin! ¿Estás seguro?
—He visto cómo matan los cambiaformas, ¿recuerdas?
Ella lo miró fijamente. Abrió la boca. Finalmente dijo: —Pero no creerás… ¡Lo crees! ¡Crees que fui yo!
—No tú, sino la bestia que habita en ti.
Los ojos centellearon; la zona dorada creció hasta que la mirada casi dejó de parecer humana.
—La bestia y yo somos lo mismo, y te digo que no fui yo quien mató a Pernicus.
—¿Esperas que crea que hay dos cambiaformas a bordo de este barco?
—Debe haberlos, o estás equivocado. Tal vez alguien lo mató de ese modo para que pareciera que había sido una bestia.
—No soy estúpido, Griella. Te lo advertí muchas veces. Ahora ha ocurrido.
—¡Yo no lo hice! ¡Bardolin, tienes que creerme!
El brillo de sus ojos había desaparecido, y sólo quedaba la luz del despiadado sol incendiando las lágrimas que los llenaban. Volvía a ser una niña pequeña tirando de su rodilla. El duende les observaba boquiabierto.
—¿Por qué iba a creerte? —dijo Bardolin con aspereza, aunque deseaba tomarla en brazos y decirle que la creía para consolarla.
—¿No hay nada que pueda hacer para convencerte?
—¿Qué podrías hacer, Griella?
—Podría dejarte ver mi mente, como lo hiciste cuando estaba a punto de convertirme en bestia y lo impediste. Viste en mi interior entonces, Bardolin. Puedes volver a hacerlo.
—Yo…
Ya no se sentía tan seguro. Su idea había sido conseguir que ella confesara, pero no había pensado qué haría después. Sabía que nunca la delataría a Murad; habría alguna negociación y llegarían a algún acuerdo. Pero ya no sabía qué hacer.
Porque la creía.
—Déjame ver tus ojos, Griella. Mírame.
Ella alzó la cabeza, obediente. El sol estaba detrás del mago, y su sombra caía sobre la muchacha. Bardolin se sumergió en el color de sus ojos, y la cofa, el mástil, el barco y el enorme océano desaparecieron.
El latido de un corazón, grande y regular. Pero mientras escuchaba, el ritmo cambió. Se volvió errático, arrítmico. Tardó un momento en comprender que estaba escuchando el latido de dos corazones que no acababan de moverse al unísono.
Imágenes en movimiento como un diluvio de hojas multicolores. Se vio a sí mismo, pero descartó la visión. Vio los picos irregulares de las montañas de Hebros que debían haber sido su hogar. Vio imágenes rápidas y teñidas de rojo de masacres caprichosas.
Demasiado atrás. Había ido demasiado lejos en su impaciencia. Debía contenerse un poco.
El otro corazón empezó a latir con más fuerza, ahogando al primero. Le pareció sentir el calor de la bestia y el cosquilleo de su pelaje oscuro contra su piel.
¡Allí! Un barco sobre un océano ilimitado, y en las horas nocturnas una visión de extremidades pálidas entrelazadas, sábanas de lino en franjas de luz y oscuridad. Un rostro delgado y extático que pertenecía a Murad, mirándolo desde arriba en la noche.
Otra vez la bestia, mucho más cerca. Percibió su ira, su hambre. La rabia implacable que sentía al verse confinada.
Excepto que no estaba confinada. Era libre y yacía junto al hombre desnudo en su hamaca colgante, con las fuertes sogas que la sostenían crujiendo bajo su peso. Quería matar, desgarrar la noche en una carnicería escarlata. Pero no lo hacía. Permanecía acostada junto al noble durmiente y atormentado por las pesadillas, y lo observaba durante la noche.
Quería matar, pero no podía. Había algo que se lo impedía, algo que la bestia no comprendía pero no podía ignorar.
Nada más. Unas cuantas imágenes sueltas. El propio Bardolin, el duende, la terrible gloria de la tormenta. Nada más. Ningún recuerdo de un crimen en el barco, ninguno desde Abrusio. Ella le había dicho la verdad.
Bardolin se entretuvo un momento, estudiando los enmarañados intersticios de la mente de Griella, observando las conexiones entre la bestia y la mujer, las zonas donde se estaban separando, donde el control era más débil. Se retiró con una sensación ambivalente de alivio y tristeza. Amaba a Murad, de un modo perverso que hasta la bestia podía identificar. Y al amarlo, estaba violentando su propia naturaleza de un modo que Bardolin no llegaba a comprender.
También lo amaba a él, al viejo Bardolin… pero no del mismo modo, en absoluto. Se irritó consigo mismo por la inesperada sensación de dolor ante el descubrimiento.
El sol caía a plomo sobre ellos. Los ojos de Griella se habían vuelto cristalinos. Él le dio un golpecito en la mejilla, y ella parpadeó y sonrió.
—¿Y bien?
—Has dicho la verdad —dijo él, agotado.
—No pareces muy contento.
—Puede que no hayas matado a Pernicus, pero juegas a algo muy peligroso con Murad, muchacha.
—Eso es asunto mío.
—De acuerdo, pero parece que lo imposible es cierto; hay otro cambiaformas a bordo del barco.
—¿Otro cambiaformas? ¿Cómo es posible?
—No tengo ni idea. No has notado nada, ¿verdad? ¿No tienes ninguna sospecha?
—No. Nunca me he encontrado con otra víctima del mal negro, aunque la gente decía que las Hebros estaban llenas de cambiaformas.
—Entonces parece que no podemos hacer nada hasta que decida volver a cambiar.
—¿Por qué iba otro cambiaformas a embarcar con nosotros?
—Para sabotear el viaje, tal vez. Ése debió ser su motivo para matar a Pernicus. Hoy Murad me ha dicho algo que me intriga. Debo bajar a consultar mis libros.
—¡Dime, Bardolin! ¿Qué está ocurriendo?
—Ni yo mismo lo sé. Mantén los ojos abiertos. Y, Griella, no dejes salir a la bestia durante un tiempo, ni siquiera en la intimidad del camarote de Murad.
—¡Has visto eso! —dijo ella sonrojándose—. Nos has espiado.
—No tenía elección. Ese hombre es malo para ti, muchacha, y tú para él. Recuérdalo.
—No soy una niña, Bardolin. Mejor que no me trates como a tal.
Él le acarició la suave mejilla, pasando los dedos por las pecas doradas y la piel bronceada.
—No pienses mal de mí, Griella. Soy un anciano que se preocupa por ti.
—No eres tan anciano, y lamento que te preocupes. —Pero sus ojos eran implacables.
Bardolin se volvió y recogió al duende.
—Ven. Veamos si este hombre no tan anciano es capaz de bajar por este laberinto de sogas sin abrirse la cabeza canosa contra la cubierta.
El galeón avanzaba penosamente hacia el oeste, remolcado por los hombres de los botes. Apenas recorrían dos leguas al día, y los marineros estaban exhaustos aunque las tripulaciones de los botes se relevaban a cada hora. Hawkwood empezó a racionar el agua como si fuera oro, y soldados con balas de hierro en sus arcabuces vigilaban día y noche las barricas en la parte delantera de la bodega. La dotación del barco estaba taciturna y aprensiva. En todos los cuerpos empezaron a aparecer llagas cuando se cortó la ración de agua dulce para lavar, y la sal de la ropa empezó a corroer la piel. Y el sol seguía castigándolos desde un cielo inmaculado, y en el agua clara y verde bajo la quilla crecían las sombras de las algas adheridas al casco del galeón.
Los marineros trataban de pescar para no recurrir a las provisiones del barco. Capturaron arenques en su migración hacia el oeste, peces voladores, felunas enormes de cuerpo redondo, y algún que otro pulpo grande, de tentáculos retorcidos y enmarañados, a veces del tamaño suficiente para hacer volcar los botes más pequeños.