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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (53 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Pero la crisis que afectaría más a todo el mundo en los tiempos venideros ocurrió en Vol Ephrir, donde los reyes se habían reunido para discutir las bulas de Himerius y los dilemas a los que se enfrentaba Occidente.

—Según todas las apariencias, tenemos dos pontífices —dijo Cadamost con sencillez—. No podemos permitir que esta situación se prolongue. Si esto sigue así, se desencadenará la anarquía.

—La anarquía ya campa por sus respetos por los Cinco Reinos, gracias a Himerius —gruñó Abeleyn. Había sido informado de la situación en Hebrion por el halcón de Golophin, y ardía en deseos de marcharse para recobrar su reino y detener las atrocidades.

—Estás rozando la herejía, primo —dijo Skarpathin de Finnmark, con una sonrisa desagradable.

—Hablo desde el sentido común, mientras vosotros intercambiáis argumentos estúpidos sobre el sexo de los ángeles. ¿Es que no veis lo que está ocurriendo? Himerius sabe que el impostor es él, el sumo pontífice nombrado de modo ilícito, de modo que ha decidido atacar primero, sellando su autoridad por todo el continente a sangre y fuego…

—Y con razón —dijo con vehemencia Haukir de Almark—. Ya era hora de que la Iglesia gobernara con mano fuerte. Macrobius, que sin duda está muerto, era como una anciana que dejó pasar demasiadas cosas. Himerius es la clase de hombre que necesitamos en el trono pontificio; un hombre sin miedo a actuar. Una mano firme en el timón.

—Ahórrame tus elogios, primo —se burló Abeleyn—. Todo el mundo sabe que hace años que los inceptinos tienen a Almark en el bolsillo de sus hábitos.

Haukir se puso pálido.

—Hasta los reyes tienen sus límites —dijo, en una voz extrañamente baja—. Hasta los reyes pueden transgredir. Tus palabras te condenarán, muchacho. La Iglesia ya está gobernando tu capital. Si no tienes cuidado, acabará gobernando todo tu reino, y morirás excomulgado.

—¡Entonces moriré siendo yo mismo, y no como marioneta de unos cuantos Cuervos hambrientos de poder! —gritó Abeleyn.

Se hizo el silencio en la estancia; los jefes de estado habían quedado aturdidos ante aquel intercambio. Los fimbrios, sin embargo, parecían sólo levemente interesados, como si todo aquello no tuviera que ver con ellos.

—No obedeceré las bulas de Himerius —dijo Abeleyn en voz más calmada—. No lo reconozco como pontífice, sino que lo considero un impostor y un usurpador. El verdadero pontífice es Macrobius. Repudio la autoridad de Charibon, basada en una falsedad, y no permitiré que mi reino sea destruido por una banda de asesinos avariciosos disfrazados de clérigos.

Cadamost empezó a decir algo, pero Abeleyn lo hizo callar con una mirada. Se había puesto en pie, y todos los ojos de la habitación estaban vueltos hacia él. En el silencio, era posible oír el canto de los pájaros en los árboles más altos que rodeaban las torres del palacio.

—A partir de ahora, Hebrion se separa del grupo de reinos ramusianos que reconozcan al prelado Himerius como sumo pontífice. Ignoraré sus edictos inhumanos, y expulsaré de mis fronteras a sus siervos. Desde aquí os pregunto: ¿quién más está conmigo? ¿Quién más reconoce a Macrobius como la verdadera cabeza de la Iglesia?

Hubo una pausa, y entonces Mark de Astarac se levantó lenta y pesadamente. Su reticencia era evidente, pero se enfrentó sin temor a los demás gobernantes.

—Astarac está aliada con Hebrion; Abeleyn está comprometido con mi hermana, y tendrá mi apoyo. Yo también repudio a Himerius, el usurpador.

Un rumor de conversaciones recorrió la habitación. Fue silenciado por el chirrido de otra silla sobre la hermosa decoración del suelo. Lofantyr de Torunna se había puesto en pie.

—Torunna ha permanecido sola contra la amenaza del este. No hemos recibido apoyo de ningún estado occidental, y, como pontífice, Himerius nos ha negado la ayuda que es nuestro derecho. Creo en la palabra de mi general, Martellus el León del dique de Ormann. Macrobius está vivo, y es el pontífice. Apoyaré a Hebrion y Astarac.

Eso fue todo. Nadie más se levantó, nadie más tomó la palabra. Los reinos ramusianos estaban irrevocablemente divididos por la mitad, y el continente tenía dos sumos pontífices, tal vez dos Iglesias. El aire de la habitación vibraba con la sensación de la importancia del momento.

Cadamost se aclaró la garganta, y cuando habló su voz era áspera como la de un cuervo, habiendo perdido toda su musicalidad.

—Os lo ruego, pensad en lo que estáis haciendo. Sois los reyes de tres de los reinos más grandes de Occidente. Con el enemigo en nuestras fronteras, no podemos permitirnos un cisma como éste. No podemos permitir que la fe que nos sostiene se convierta en el arma que divida nuestras filas.

—Los tres sois herejes —dijo el viejo Haukir con satisfacción mal disimulada—. Ya no recibirás ninguna ayuda, Lofantyr; acabas de firmar la sentencia de muerte de tu reino. Y Hebrion y Astarac no podrán resistir contra los demás estados de Occidente.

Abeleyn los contempló a todos: reyes, duques y príncipes. Almark y Perigraine, Finnmark y Candelaria, Tarber y Gardiac, Touron y Fulk. Incluso Gabrion, largamente reconocida por su tradición de independencia. Pero ¿qué dirían los dos hombres vestidos de negro que permanecían en silencio entre ellos? ¿Qué dirían los fimbrios?

—¿Tienen los electorados algo que decir sobre esto, o seguirán el ejemplo de otros? —preguntó.

El mariscal Jonakait enarcó levemente las cejas.

—Fimbria nunca ha reconocido la autoridad de ningún poder externo a sus fronteras, incluyendo el del pontífice. Nosotros también somos un país ramusiano, y los inceptinos viven y trabajan entre nosotros, pero los electores no se sienten obligados por las bulas o edictos del jefe de la Iglesia.

La esperanza se apoderó de Abeleyn.

—¿Entonces vuestro ofrecimiento de tropas sigue en pie?

Algo parecido a una sonrisa cruzó por el rostro duro del mariscal y desapareció.

—No cederemos tropas a ningún estado ramusiano que haga la guerra contra otro, pero podéis contar con ellas para luchar contra los merduk.

Cadamost se sobresaltó.

—¡No podéis hacer eso! ¡Estaréis ayudando a herejes cuyas almas están tan condenadas como las de los merduk!

—Según se mire —dijo Jonakait, encogiéndose de hombros—. A ojos de nuestros superiores, la lucha en el este es prioritaria sobre todo lo demás. Si alguien no está de acuerdo, tendrá que exponer sus argumentos, y los tendremos en cuenta. Pero ningún fimbrio será vendido como mercenario en una guerra religiosa fratricida.

—¡Eso es absurdo! —gritó Haukir—. No hace mucho, estabais prometiendo tropas a quien las quisiera. ¿Qué es eso, si no vender a vuestros soldados como mercenarios?

—Consideraremos cada uno de los casos según sus méritos. No puedo prometer nada más.

Naturalmente, los fimbrios no podían comprometerse allí y entonces. Occidente se había dividido por la mitad. No tendrían más remedio que enviar tropas a Lofantyr, que ya las había solicitado; Abeleyn lo sabía. Pero esperarían a ver qué ocurría antes de comprometerse con nadie más. Sin duda, los mariscales estaban regocijándose en secreto ante la idea de un Occidente dividido y los Cinco Reinos enfrentados. Era un buen momento para un intento fimbrio de restablecer la Hegemonía que habían perdido siglos atrás. Pero de momento, lo más importante era que Lofantyr tendría sus refuerzos, aunque tenían un largo trayecto por delante y no podrían atravesar Perigraine para llegar al dique de Ormann.

La jugada había salido bien. Mark y Lofantyr habían interpretado sus papeles a la perfección, aleccionados por Abeleyn durante los días que siguieron a las noticias de Charibon.

Haukir dirigió una mirada furiosa a los tres monarcas renegados.

—Me ocuparé personalmente de que el sumo pontífice os excomulgue, y eso significará la guerra, ramusiano contra ramusiano. Que Dios os perdone por lo que habéis hecho en este día.

Abeleyn se inclinó sobre la mesa. Sus ojos eran como dos agujeros negros.

—Lo que hemos hecho en este día es sacudirnos de encima el yugo inceptino que ha estado oprimiendo las gargantas de todas las tierras de Occidente durante décadas. Hemos liberado a nuestros reinos del terror de las piras.

—Habéis sumergido a Occidente en una guerra, justo cuando ya estábamos luchando por nuestras vidas —dijo Cadamost.

—No —contestó Lofantyr con vehemencia—. Torunna lucha por su vida. Mi reino, mi gente; somos nosotros los que estamos muriendo en la frontera. No sabéis nada de lo que hemos sufrido, y tampoco os ha importado. El verdadero pontífice está en el dique de Ormann, en el corazón de la batalla por la defensa de Occidente. No está en Charibon escribiendo decretos que enviarán a la hoguera a miles de personas. Os voy a decir algo: me ocuparé personalmente de que ese Himerius arda en la misma pira sobre la que ya ha quemado a tantos inocentes.

Hubo un silencio escandalizado. Los hombres sentados a la mesa tenían una expresión de incredulidad, como si no pudieran dar crédito a lo que acababan de oír.

—Marchaos de esta ciudad —dijo finalmente Cadamost, con el rostro blanco como el papel y los ojos como dos esferas de bordes enrojecidos—. Marchaos con honores de reyes, porque cuando se enteren de esto en Charibon estaréis fuera de la Iglesia, y las manos de todos los hombres honestos se volverán contra vosotros. Se os privará de vuestro derecho a reinar, y vuestros reinos se declararán fuera de la ley. Ningún gobernante ortodoxo temerá el castigo si invade vuestras fronteras. Nuestros rostros se han vuelto contra vosotros. Marchaos.

Los tres reyes se levantaron y permanecieron juntos. Antes de dirigirse a la puerta, Abeleyn se volvió por última vez.

—Es a Himerius a quien desafiamos. No tenemos nada contra los otros estados o sus gobernantes…

Haukir resopló con desprecio.

—Pero si alguien pretende atacarnos sin motivo, os juro una cosa: nuestros ejércitos buscarán compensación en la sangre de vuestros súbditos, nuestras flotas convertirán vuestras costas en infiernos incesantes, y tendremos menos piedad con nuestros enemigos que el peor de los sultanes merduk. Lamentaréis el día y la hora en que decidisteis enfrentaros a Hebrion, Astarac o Torunna. De modo, caballeros, que os deseamos buenos días.

Los tres jóvenes reyes se volvieron y abandonaron juntos la habitación. En el silencio que siguió, los reyes himerianos, como se les conocería desde entonces, contemplaron la mesa redonda que había presenciado su Cónclave y la disolución de los Cinco Reinos. El camino de la historia había sido marcado; todo lo que podían hacer a partir de entonces era seguirlo, y rogar a Dios y al bendito Ramusio para que les guiara en su viaje.

25

El viento del nordeste continuaba con ellos, constante y bienvenido como los alisios hebrioneses. Hawkwood podía sentir el latido constante de su poder sobre el barco, como si actuara sobre la médula de sus propios huesos. El
Águila
era un barco vivo y a flote, navegando viento en popa. Su mente se relajó y se retiró a aquel otro lugar.

Volvía a ser un niño, por primera vez en el mar, a bordo de la torpe carabela que había sido el primer barco propiedad de los Hawkwood. Su padre estaba allí, gritando obscenidades a los marineros, y la espuma blanca subía al barco a chorros mientras éste corría delante del viento entre las olas verde peridoto del Levangore. Si miraba a popa, podía ver la costa pálida y polvorienta de Gabrion, con las elevaciones oscuras de los bosques entre las colinas interiores; y a babor estaban las primeras islas del archipiélago de Malacar, flotando como fantasmas insustanciales entre la neblina que se había adueñado del horizonte.

La proa de la carabela subía y bajaba, subía y bajaba, con las olas verdes como muros centelleantes levantándose y volviendo a retirarse, las gaviotas chillando, llamándolos y soltando guano sobre la cubierta, el tenso cordaje crujiendo al ritmo del maderamen, y el bendito viento que habían encontrado llenando las atronadoras velas.

«Esto es el mar», había pensado. Y nunca se había cuestionado su derecho a estar en él; en realidad, había dado la bienvenida a su profesión como a una esposa.

Hawkwood no podía moverse. Estaba empapado de sudor e inmóvil como una cariátide de mármol. Había un olor poco familiar en el aire. Fuego.

Una gran conmoción cuando los barcos se acercaron entre el chirrido de los cascos.

—¡Fuego! —gritó Hawkwood, y por toda la cubierta los hombres acercaron las mechas humeantes a los oídos de los cañones. Como en un trueno, hubo una secuencia de explosiones, y las piezas saltaron hacia atrás sobre sus cureñas como toros sobresaltados. Hubo un estruendo horrible, distinto a todos los demás. Más fuerte que las olas tormentosas contra un acantilado, o que una tempestad en las alturas de los Hebros. Todo el lado de estribor del barco desapareció entre el fuego y el humo. Sólo era posible oír los gritos de los hombres y los chillidos del maderamen destrozado por encima de aquel rugido.

Los corsarios dispararon su propia andanada, con las bocas de las culebrinas tocando el mismo costado del galeón. Las habían elevado, de modo que la munición ascendiera a través de la cubierta. El aire estalló y se llenó de fragmentos irregulares de madera que destrozaron a los hombres, derribándolos sobre la cubierta o arrojándolos por la borda como a peces destripados. Hawkwood se acercó a la barandilla del alcázar por estribor y levantó su pesado machete por encima de la cabeza.

—¡Ahora, muchachos, a ellos! ¡Grupos de abordaje!

Y saltó hacia el abarrotado matadero del barco enemigo.

—¡Richard! —gritó ella mientras la penetraba, vaciándose y aplastándole la espalda contra la suavidad de la cama. El sudor le caía por la cara para aterrizar sobre la clavícula de ella y gotear entre sus pechos. Jemilla le sonrió triunfante, mientras su cuerpo le respondía, luchando contra el de Hawkwood. El sudor era como un líquido adhesivo entre ambos, de modo que sus pieles sorbían y resbalaban mientras se unían para volver a separase, como un barco enfrentado a una marejada, con la quilla enterrándose con cada ola.

Pero el calor… El cuerpo le ardía, yacía en un charco de metal líquido, cada movimiento era una tortura, y los fluidos vitales se perdían por todos sus poros. El calor absorbía toda su agua, hasta que se sintió tan seco y marchito como los pescados en salmuera que habían almacenado en la bodega. Si se movía empezaría a crujir, se agrietaría y se rompería en pedazos finos y resecos como la ceniza.

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