El viaje de Hawkwood (47 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Empezaron a avistar grandes extensiones de algas sobre la superficie del mar, habitadas por colonias de cangrejos rosados y escarlata que se agitaban en busca de carroña. Los bancos de algas apestaban horriblemente y estaban infestados de piojos marinos y otras alimañas. Inevitablemente, algunas consiguieron llegar a bordo, y pronto la mayor parte de los pasajeros empezó a sufrir de picaduras rojas e irritantes y picores desagradables en el cuero cabelludo y la entrepierna.

En la oscuridad de una guardia media un enorme lomo reluciente se levantó como una colina surgiendo del mar junto al galeón, y durante medio reloj permaneció hundiéndose y volviendo a emerger, una silueta que rivalizaba en tamaño con el del barco. Una cabeza picuda al extremo de un largo cuello contempló a los petrificados marineros de guardia antes de desaparecer entre un surtidor de espuma blanca. Una tortuga montaña. Los marineros habían oído hablar de ellas en antiguas historias y leyendas náuticas. Se suponía que algunos marineros ansiosos de llegar a tierra las habían confundido con islas. La tripulación trazó el signo del Santo, y, al día siguiente, el sermón del hermano Ortelius estuvo más concurrido que nunca, proporcionando al inceptino una especie de placer amargo. Dijo que el viaje era un insulto al rostro de Dios, y mientras Murad lo observaba, afirmó que ni el miedo ni las amenazas acallarían a los siervos de Dios. Al final, se haría la voluntad del Señor.

Aquella misma tarde Hawkwood tuvo que mandar azotar a dos hombres por cuestionar las órdenes de los oficiales del barco.

Los hombres de los botes seguían remando en las noches húmedas, guardia tras guardia, con los remos cortando la maraña de algas hediondas con su población de cangrejos e insectos. Y en la cubierta inferior se hablaba de la muerte de Pernicus y su posible autor. Corrían rumores absurdos, y a Bardolin le resultaba cada vez más difícil mantener la calma entre los pasajeros. Había más manifestaciones de dweomer. Algunas comadres eran capaces de purificar cantidades pequeñas de agua salada, mientras otras trabajaban para curar las llagas que todos sufrían, y otras encendían luces mágicas y las dejaban ardiendo toda la noche por miedo a lo que pudiera arrastrarse por las cubiertas en las horas nocturnas.

Y entonces, cuando hubieron transcurrido ocho días tensos, sofocantes y agotadores desde la muerte de Pernicus, se desató el viento sobre la superficie del tranquilo mar. Un viento del nordeste que ganó fuerza durante la guardia de mañana hasta que las velas del galeón volvieron a llenarse y la espuma blanca empezó a romper bajo su proa. Los marineros emitieron un suspiro de alivio colectivo cuando la estela empezó a extenderse cada vez más y el bauprés del barco volvió a apuntar hacia el oeste.

Fue entonces cuando empezaron las muertes.

22

Vol Ephrir, capital de Perigraine. Una ciudad considerada por muchos como la más hermosa del mundo.

Estaba situada en una isla en mitad del poderoso río Ephron. Allí, a trescientas millas de su nacimiento, el Ephron era una extensión de agua azul y brillante de más de una milla de anchura. La isla de Ephrir era un trozo de tierra largo y bajo que se curvaba con los meandros del Ephron durante casi tres leguas. Siglos atrás, los fimbrios habían construido una presa contra las constantes inundaciones del río, y habían elevado una colina artificial de cien pies de altura en su centro, para construir allí una ciudadela. La ciudad había crecido en torno a la fortaleza, pueblos pesqueros fusionándose para formar ciudades, muelles mercantes ocupando cada vez más extensión de orilla, hermosas casas y torres surgiendo en el interior de la isla… hasta que un buen día no quedó ninguna parte de la isla sin edificar; el lugar se había convertido en una extensión de casas, villas, almacenes, tabernas, tiendas y mercados sin ningún orden ni disciplina. Un antiguo rey de Perigraine decidió que la ciudad tenía que estar mejor regulada. Se derribaron las cabañas de pescadores, se ampliaron y pavimentaron las calles, se reconstruyeron y drenaron los puertos para recibir a los grandes cargueros de grano que remontaban el río desde Candelaria.

La ciudad se había reconstruido a partir de las líneas de un ideal arquitectónico, y se había convertido en una maravilla para gran parte del mundo occidental: la ciudad perfecta. Y Vol Ephrir nunca había conocido la guerra ni los asedios, al contrario que muchas otras capitales ramusianas.

Había algo particularmente inocente en aquel lugar, pensó Abeleyn mientras cabalgaba por sus anchas calles e inhalaba la fragancia de sus jardines. Tal vez era por la suavidad del clima. Aunque era posible mirar al este y ver las Címbricas a treinta leguas de distancia, blancas con las primeras nieves, allí, en el valle de Perigraine, el aire no era cálido ni frío. El invierno podía ser crudo, pero aquel lento deslizamiento hacia el invierno casaba bien con la ciudad, como los millones de hojas rojas y amarillas que flotaban en los estanques de la ciudad y en la superficie del poderoso Ephron, tras caer de los bosques de abedules y arces que llameaban por todas partes. El vuelo de las hojas aumentaba la impresión de quietud, pues aunque Vol Ephrir era una ciudad próspera y atareada, mantenía siempre el decoro y la dignidad. Como si fuera un objeto ornamental. La población de la ciudad, un cuarto de millón de personas, era casi tan grande como la de Abrusio, pero en la ciudad de Abeleyn había algo más frenético. Sus colores vivos, tal vez, su vibrante desorden y abigarramiento. Si Vol Ephrir era una dama elegante que recibía a sus invitados con majestuosa dignidad, Abrusio era una vieja prostituta que se abría de piernas para todo el mundo.

El rey Abeleyn de Hebrion llevaba dos días en la capital de Perigraine. Ya había sido recibido por el joven rey Cadamost y había probado suerte cazando vareg, los feroces herbívoros con colmillos que habitaban en los bosques junto al río. Deseaba que se reuniera el cónclave. Habían llegado los principales gobernantes: él mismo y Mark de Astarac, compartiendo una alianza secreta; el anciano e irascible Haukir de Almark, con sus consejeros inceptinos revoloteando a su alrededor como buitres observando un caballo viejo y tullido; Skarpathin de Finnmark, un joven que había subido al trono en circunstancias harto turbias y criminales; el duque Adamir de Gabrion, la viva imagen de un viejo lobo de mar; y Lofantyr de Torunna, con aspecto preocupado y envejecido a los treinta y dos años.

Había otros, por supuesto. Estaban los dirigentes de los feudos fronterizos: Gardiac, Tarber, y hasta la aislada Kardikia había enviado un representante, aunque el duque Comorin no había podido acudir en persona. Desde la caída de Aekir, Kardikia había quedado aislada del resto del mundo ramusiano; sólo podía contactar por mar con las demás potencias occidentales.

El duque de Touron y el que se daba a sí mismo el título de príncipe de Fulk también estaban presentes. Y, entre el séquito del propio Abeleyn, pero sin asiento en la mesa del consejo, se encontraba el representante de Narbosk, el electorado fimbrio que se había separado del resto casi ochenta años atrás. El representante se daría a conocer en el momento apropiado. Del resto de los electorados fimbrios Abeleyn no había recibido ninguna noticia, ninguna respuesta a sus intentos de apertura. Era lo que había esperado, pese al optimismo de Golophin.

Los gobernantes de los reinos ramusianos eran jóvenes en su mayoría. Parecía que una generación de reyes maduros hubiera renunciado al poder con pocos años de diferencia, y que los hijos veinte o treintañeros hubieran ocupado los tronos de sus padres.

También había tres prelados presentes en la ciudad, recién llegados del Sínodo de Charibon. Escriban de Perigraine, prelado del propio reino; Heyn de Torunna, que se había pasado horas encerrado con el rey Lofantyr, y Merion de Astarac, que también había pasado mucho tiempo con Mark. El anciano Marat, prelado de Almark, había regresado a su país por la ruta más rápida, pero su monarca, Haukir, estaba tan rodeado de sacerdotes que lo más probable era que el rey hubiera considerado innecesaria su presencia; o eso pensó Abeleyn con amargura.

La primera sesión del Cónclave empezó entre rumores y especulaciones. Se decía que habían empezado los primeros asaltos al dique de Ormann, y que, aunque parte del complejo había caído, el resto resistía, desafiando a una horda merduk de medio millón de hombres. Gracias al halcón gerifalte de Golophin, Abeleyn disponía de información más precisa. Aunque había sucedido pocos días atrás, y se encontraba a una distancia de casi un mes de viaje, sabía del fracaso del asalto por el río y de la inmovilidad del enemigo en aquel momento. Le resultaba difícil explicárselo.

Pero el milagro había ocurrido: el dique resistía. Tal vez aún sería posible reforzarlo. Se decía que cinco mil Caballeros Militantes habían partido de Charibon en socorro de la fortaleza, y que se dirigían hacia allí mientras los reyes estaban reunidos en Vol Ephrir.

Pero había otra noticia que sólo conocían Abeleyn y unas cuantas personas más. Se había confirmado que Macrobius estaba sano y salvo en el dique, ciego pero en posesión de sus facultades. La elevación de Himerius a pontífice era, por lo tanto, nula e inválida. Era la mejor noticia que Abeleyn había recibido en varias semanas. Se reclinó en su silla tapizada de cuero en la mesa del consejo del Salón de los Reyes de Vol Ephrir de mejor ánimo del que podía haber esperado.

El rey Cadamost de Perigraine, como correspondía a su dignidad de anfitrión, dio la reunión por empezada.

Los hombres más poderosos del mundo occidental estaban sentados en una cámara circular en la torre más alta del palacio. El suelo que arañaron sus sillas lucía un exquisito mosaico con las armas y banderas de las casas reales de Normannia. Altos ventanales de cristal policromado teñían de color la luz del sol a veinte pies por encima de las cabezas de los reyes, y los estandartes de guerra de Perigraine colgaban inertes de las vigas. No había guardias en la gran estancia; estaban apostados en las escaleras. La mesa redonda en la que estaban sentados estaba cubierta de plumas y papeles. Los que no sabían leer ni escribir habían traído a sus escribas.

Se intercambiaron las cortesías y saludos, y el protocolo quedó satisfecho con una interminable serie de discursos expresando la gratitud de los reyes visitantes hacia su anfitrión. De hecho, organizar aquel cónclave no era una tarea despreciable, incluso en la espaciosa ciudad de Vol Ephrir. Todos los gobernantes presentes habían traído séquitos de varios cientos de personas, a las que había que alojar con cierta dignidad, igual que a los propios monarcas. Había que preparar entretenimientos, banquetes y torneos para distraer a las testas coronadas cuando no estuvieran en la sala del consejo, delicadezas para despertar sus apetitos, cerveza, vino y otros licores para ayudarlos a relajarse. En total, pensó Abeleyn malhumorado, Cadamost podía haber reclutado y equipado un ejército de buen tamaño con el dinero que había dedicado a representar su papel de anfitrión generoso ante los demás monarcas. Pero así funcionaba el mundo.

Terminados los preliminares, Cadamost se levantó de su asiento para dirigirse a los hombres en torno a la mesa. Todos esperaban sus palabras con interés. Había algunos asientos vacíos, y los monarcas sentían curiosidad por saber si se llenarían o no, y quién se uniría a ellos.

—Éste es un momento de prueba para los estados ramusianos del mundo —dijo Cadamost. Era un hombre delgado de estatura media, con más aspecto de erudito que de rey. Tenía los ojos enrojecidos por alguna dolencia ocular. Parpadeaba dolorosamente, pero, en compensación, su voz era musical como la de un bardo—. En otras ocasiones hemos convocado cónclaves para tratar de las crisis que afectaban a los reinos y principados de Normannia. Su objetivo es proporcionar un lugar de arbitraje y acuerdo. Todos los reinos aquí representados han guerreado en algún momento unos contra otros… y sin embargo sus monarcas se sientan hoy juntos y en paz, unidos por una crisis común, un enemigo que nos amenaza a todos.

»Hasta hoy sólo existía una potencia en el continente que quedara sin representación en nuestras reuniones y declinara unirse a nuestros consejos. Esa potencia había sido suprema en Normannia, pero ha pasado los últimos tiempos encerrada en sí misma. Había quedado aislada, al margen del curso normal de la diplomacia y las relaciones internacionales. Me alegra poder decir que tal estado de cosas ha cambiado. Esta mañana han llegado los representantes de ese estado. Os pido, queridos colegas, que deis la bienvenida a los enviados de Fimbria.

Ante aquella señal, se abrieron unas puertas y aparecieron dos hombres, totalmente vestidos de negro.

—Sed bienvenidos, caballeros —dijo Cadamost con su voz musical.

Los hombres entraron en la estancia y ocuparon sus asientos en la mesa del consejo sin decir una palabra. Las puertas se cerraron con estrépito, como para enfatizar lo irrevocable de su llegada.

—Os presento a los mariscales Jonakait y Markus de Neyr y Gaderia, con autoridad en este caso para hablar también en nombre de los electorados de Tulm y Amarlaine. De hecho, son la voz de Fimbria.

Los otros monarcas quedaron estupefactos, y ninguno tanto como Abeleyn. Sus mensajeros habían regresado sin obtener respuesta alguna de los enigmáticos electores de Fimbria. Pero los cuatro electorados se habían puesto de acuerdo para enviar dos representantes al Cónclave. Era un hecho sin precedentes. Las constantes rivalidades entre electorados habían sido una de las causas de la caída de la Hegemonía fimbria. ¿Qué había provocado aquel cambio de actitud?

Cadamost parecía muy satisfecho. Considerado un diplomático mediocre por los demás monarcas, acababa de anotarse un buen tanto. Abeleyn contempló los ojos enrojecidos y el aspecto poco atractivo del rey de Perigraine. Tenía otras cualidades, además de su voz de bardo.

Los fimbrios permanecían impasibles. Eran hombres bajos y robustos, con el cabello brutalmente corto y unas mejillas huecas que revelaban una gran resistencia física. Sus vestiduras eran del color negro tradicional fimbrio, el color empleado por todos los hombres de rango en los electorados desde la caída de su Hegemonía y la muerte del último emperador. El negro y escarlata de los torunianos, los colores del atuendo de Lofantyr, derivaban del negro fimbrio, y fueron los torunianos quienes heredaron la gloria de convertirse en la principal potencia militar del continente. Pero ¿quién podía saber cómo lucharían los fimbrios de aquellos días? Era cierto que Narbosk se había abierto al mundo exterior tras su secesión del resto de los electorados, pero, a consecuencia de ello, ya no se podía considerar a los narbukanos como auténticos fimbrios.

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