—Estamos aquí a petición de dos reyes —dijo Jonakait—. En los electorados comprendemos que Occidente se enfrenta a la mayor amenaza desde los tiempos de las Guerras Religiosas. Fimbria, antes la mayor potencia del mundo, no continuará aislada de los habituales contactos diplomáticos. He sido autorizado a intervenir en acuerdos y tratados con los otros monarcas de Normannia, y a prometer ayuda militar si es lo que hace falta.
—¿Por qué no vienen en persona vuestros electores? —preguntó Lofantyr con vehemencia, claramente molesto por el comentario sobre «la mayor potencia del mundo».
—Markus y yo estamos autorizados a negociar en su nombre —dijo Jonakait, parpadeando—. Se nos ha otorgado el imperium electoral. Estamos aquí sentados como los gobernantes en funciones de Fimbria, y tenemos poderes para autorizar el curso de acción que consideremos apropiado.
De modo que las cosas habían cambiado en Fimbria sin que nadie se diera cuenta, pensó Abeleyn. De algún modo, los electorados habían superado sus diferencias y actuaban al unísono. Se preguntó cuánta autoridad tendrían realmente aquellos dos hombres.
—¿Podéis autorizar el envío de tropas fimbrias? —preguntó Lofantyr, con evidente interés.
—Podemos.
El rey de Torunna se reclinó.
—Es posible que os recordemos esa promesa, mariscal.
El fimbrio se encogió de hombros ligeramente.
Sin embargo, Abeleyn se preguntó qué otro de los presentes a la mesa toleraría la presencia de tercios fimbrios en territorio de Normannia. Él se consideraba abierto de mente, libre de prejuicios procedentes del pasado, pero así y todo sintió un leve escalofrío ante la idea. Los recuerdos eran profundos. No era extraño que muchos de los rostros en torno a la mesa reflejaran indignación además de perplejidad.
Cadamost volvió a tomar la palabra, en un intento de hacer avanzar la reunión tras la sensacional entrada de los dos mariscales.
—En esta ocasión hemos de tratar temas muy urgentes, y es necesario solucionar todas las cuestiones subyacentes. Si Occidente desea mantener algún tipo de política común respecto a la crisis en el este y otros sucesos, nuestra obligación como gobernantes es llegar a algún acuerdo.
—¿Nos basaremos en rumores o en hechos, primo? —preguntó Haukir. Tenía la barba erizada. Se decía que el parentesco entre él y su prelado, Marat, era más cercano de lo que podía suponerse. Según los rumores, el prelado de Almark había nacido en la casa real, pero en el lado equivocado de la cama. Desde luego, los dos hombres compartían suficiente mal genio y testarudez para ser gemelos.
—¿A qué os referís, primo? —repuso Cadamost.
—A los rumores de que Macrobius está vivo en el dique de Ormann, por ejemplo. Hay que acallarlos antes de que nos perjudiquen.
—Estoy de acuerdo —intervino Abeleyn—. Hay que investigarlos, por si hubiera algo de verdad en ellos.
—Pieter Martellus, el comandante del dique, insiste en que Macrobius está allí —dijo Lofantyr.
Haukir resopló.
—¿Y vos lo creéis? Sólo está intentando infundir algo de valor a su guarnición, eso es todo.
—Nunca se ha visto que a los soldados torunianos les faltara valor —se irritó Lofantyr—. Creí que tal vez su conducta en Aekir daría testimonio de su coraje. Mis compatriotas han muerto por decenas de miles para que los reinos que se refugian tras sus escudos pudieran descansar tranquilos por las noches. De modo que no me habléis de valor, primo.
«¡Bravo!», pensó Abeleyn regocijado, mientras el rostro de Haukir se oscurecía y el hombre empezaba a tartamudear de rabia. Pero Lofantyr no había terminado.
—Se me ha informado de que los cinco mil Caballeros Militantes prometidos a mi prelado por el vicario general de los inceptinos han abandonado su marcha hacia el dique y están regresando a Charibon. Así es la ayuda de la Iglesia. Himerius va por el mismo camino que vos, Haukir: condena de antemano antes de escuchar la evidencia a favor o en contra. Yo trato de mantener la mente abierta. Si Macrobius está vivo, será una señal de Dios de que acabaremos por detener el avance merduk. Las noticias del dique lo confirman.
Abeleyn intercambió una mirada con Mark de Astarac. De modo que era eso. Lofantyr había encontrado la fuerza necesaria para desafiar al nuevo pontífice gracias a los éxitos en el dique. Pero también, según sospechaba Abeleyn, gracias a la presencia de fimbrios en la mesa prometiendo enviar tropas. El rey de Torunna ya no dependía de las fuerzas de la Iglesia. Lofantyr volvía a decidir por sí mismo, y aquello era bueno.
—Las acusaciones y recriminaciones no tienen cabida en esta reunión —dijo Cadamost, levantando una mano para detener la explosión de Haukir.
—¿Desafiaremos la bula pontificia del nuevo líder espiritual del mundo ramusiano, entonces? —preguntó tranquilamente Skarpathin de Finnmark, con su rostro de asesino abierto en una sonrisa sardónica.
Cadamost hizo una pausa, y Abeleyn se apresuró a intervenir en el silencio.
—El pontífice puede no haber sido bien informado. Actuó como consideró mejor para evitar el desorden y la confusión, incluso el cisma, en el seno de la Iglesia en estos momentos vitales. Pero aunque podemos obedecer la letra de la bula, también creo que debemos comportarnos como hombres justos, y esperar con la mente abierta a conocer el resultado de las investigaciones.
Hubo murmullos ante aquellas palabras, pero ningún desacuerdo abierto. Todo el mundo sabía que el rey de Hebrion y su antiguo prelado se habían llevado mal desde siempre. Haukir miró a Abeleyn con desconfianza. Era el rey ateo, el embaucador. Debía estar tramando algo. Abeleyn mantuvo el rostro cuidadosamente inexpresivo.
Cadamost dirigió a Abeleyn una mirada de gratitud. Claramente, su papel de moderador le resultaba difícil.
—Ya han salido todos los temas de discusión, entonces —dijo—. El rumor sobre Macrobius, la defensa del dique de Ormann y las otras guarniciones del este, y la llegada de nuestros nuevos colegas, los fimbrios.
—Hay otros temas, primo —dijo Mark de Astarac.
—¿Cómo cuál?
—Como el de las malditas purgas que han estado matando gente en Hebrion y que parece que van a extenderse por todos los estados ramusianos del continente.
—Ése es un tema que sólo puede decidir la Iglesia —dijo Haukir.
—Es una usurpación de la autoridad de la corona, y como tal será debatida por esta reunión —dijo Abeleyn. No tenía nada de muchacho en aquel momento. Sus ojos oscuros centelleaban como el cristal reflejando el sol.
Los demás monarcas observaron a Mark y Abeleyn, percibiendo algo, algún acuerdo secreto. Pero ya habría tiempo para dar a conocer el tratado de alianza entre Hebrion y Astarac. Abeleyn y Mark tenían las copias ocultas en sus aposentos, listas para aparecer en el momento adecuado.
—Muy bien —dijo Cadamost—. También hablaremos del asunto de las purgas, aunque no veo qué podemos hacer los gobernantes laicos al respecto; creo que se trata de algo que compete sólo a la Iglesia.
—Digamos que tengo mis dudas respecto a los motivos que hay tras las purgas —dijo Abeleyn.
—¿Estáis cuestionando el juicio del sagrado pontífice? —preguntó Lofantyr, ignorando el hecho de que él había hecho exactamente lo mismo minutos antes.
—No era pontífice cuando tomó esa decisión. Era prelado de Hebrion, y, por tanto, sus acciones caen dentro de la jurisdicción de la corona hebrionesa.
—¡Tecnicismos legales! —resopló Haukir.
—Esos tecnicismos legales pueden tener cierta importancia si el caso se presenta ante una comisión real —dijo Abeleyn.
—No podéis juzgar al sumo pontífice —dijo Skarpathin de Finnmark, conservador a pesar de su juventud y de los sangrientos pasos que había dado para llegar al trono.
—No, pero tal vez no sea el sumo pontífice si Macrobius sigue con vida. Además, las purgas fueron iniciadas por un prelado, no por un pontífice. Todavía no hemos visto una bula pontificia con la orden formal de extenderlas.
—He oído que hay dos mil Militantes casi en las fronteras de Hebrion, primo. Supongo que ese hecho no estará relacionado con vuestras prisas por tratar de este tema, ¿verdad? —dijo Haukir con una sonrisa desagradable.
—Celebro que los recursos de la Iglesia se vuelquen sobre mi reino de ese modo, pero, como Lofantyr, opino que estarían mejor empleados en otras partes.
—Necesitáis hombres para combatir a los merduk, no palabras —dijo de repente Markus, el mariscal fimbrio, con una franqueza desconcertante—. El pontífice y los prelados practican su propio juego; el dique de Ormann no les importa. Hasta puede que se alegren de que caiga, si así se libran de ese pontífice rival.
Decir la verdad tan abiertamente era algo imperdonable. El aislamiento había atrofiado toda la sutileza diplomática que los fimbrios hubieran poseído antaño, pensó Abeleyn.
—Los electorados fimbrios han decidido poner sus fuerzas a disposición de Occidente. Hay seiscientos tercios armados en la propia Fimbir. Esas tropas se han reservado por si había que desplegarlas fuera de las fronteras de los electorados. Cualquier monarca que los necesite puede contar con ellos.
Un silencio de estupefacción se apoderó de la mesa. Habían tenido una quimera entre ellos sin saberlo.
—¿Al mando de quién servirían esos tercios? —preguntó Lofantyr.
—Tendrán sus propios oficiales, y cualquier fuerza expedicionaria estará al mando de un mariscal fimbrio, que a su vez obedecerá las órdenes del gobernante que lo emplee.
—¿Emplear? —preguntó Cadamost, entrecerrando los ojos—. Decidme, mariscal, ¿quién pagará el sueldo de esos soldados?
Por primera vez, Markus pareció perder algo de su impasibilidad.
—Los costes tendrán que ser asumidos por el monarca bajo el que sirvan, por supuesto.
De modo que aquélla era la explicación. Los fimbrios estaban matando dos pájaros de un tiro. Si los electorados habían solucionado sus diferencias, sin duda se encontraban con un gran número de soldados desempleados. ¿Y qué hacer con aquellos luchadores sin igual? Alquilarlos a los demás estados de Occidente, resucitando una economía sin duda muy maltrecha, y extendiendo al mismo tiempo la influencia fimbria. La muleta podía convertirse en una maza en cualquier momento. Era una estrategia muy astuta. Abeleyn se preguntó si Lofantyr estaría lo bastante desesperado para tragarse el anzuelo. Tenía que darse cuenta de las ramificaciones.
—Me gustaría hablar con vos en privado cuando concluya la reunión de este día, mariscal —dijo al fin el rey de Torunna.
Markus se inclinó levemente, pero no antes de que Abeleyn pudiera entrever el destello de triunfo en sus ojos.
—¡El muy idiota! —se enfureció Mark—. ¿Es que no ve lo que está haciendo? Los fimbrios le pondrán una correa al cuello y lo pasearán como a un perro.
—Está acorralado —dijo Abeleyn, tomando un sorbo de vino y haciendo rodar por la mesa una aceituna negra para que reflejara el sol—. La Iglesia lo ha dejado sin sus refuerzos, de modo que tiene que conseguir hombres en alguna parte. El servicio de inteligencia fimbrio debe de ser muy eficiente. La oferta llega en el momento perfecto.
—¿Crees que persiguen volver a instaurar el imperio?
—Por supuesto. ¿Qué otra cosa puede haber persuadido a los electores de dejar sus rivalidades a un lado? Mi plan para traer aquí al enviado de Narbosk se ha desinflado como una vejiga pinchada. Es extraño. Golophin debía sospechar que ocurría algo en Fimbria, porque fue él quien me aconsejó que sondeara a los electores. Aunque no creo que imaginara algo así ni en sueños.
—O en sus pesadillas. Nuestra alianza parece una pequeñez en comparación con esa noticia.
—Al contrario, Mark. Es más importante que nunca. Cadamost ha llegado a algún acuerdo secreto con los mariscales, estoy seguro. Aceptaron su invitación, no la mía. Y Torunna necesita tropas. ¿Cómo se llega a Torunna desde Fimbria? ¡A través de Perigraine! Cadamost está jugando a algo muy sutil. ¿Quién lo hubiera creído capaz?
Estaban sentados en una taberna de una de las avenidas principales de la ciudad. Junto a ellos atronaban sin cesar los carruajes y carretas, y a su alrededor predominaban los tonos rojos y dorados de los árboles, presentes en casi todas las calles de Vol Ephrir. Las hojas escarlata y ámbar cubrían el suelo como una alfombra crujiente, y soplaba una brisa fresca. Si levantaban la vista más allá de los armoniosos edificios del otro lado de la calle, podían ver las torres del palacio de Vol Ephrir, de mármol blanco brillante. Abeleyn levantó el vaso hacia ellas y bebió. Era vino de Candelaria. Casi la mitad de las exportaciones de Candelaria acababan en Perigraine.
—Debemos hablar con Lofantyr —dijo Abeleyn—. Hay que conseguir que se dé cuenta de lo que está haciendo. No le disuadiremos de utilizar tropas fimbrias, pero al menos que sea frugal en su despliegue. Hay algo bueno en todo esto; ha servido para que Lofantyr asegure su independencia de la Iglesia, y puede que signifique el reconocimiento de Macrobius como pontífice. Lofantyr lo respaldará. No tiene nada que perder y mucho que ganar con un pontífice que podría convertirse en un títere de los torunianos.
—Si Himerius renuncia al cargo —dijo Mark sombríamente.
—Algo muy incierto, primo. ¿Quién lo apoyará si no renuncia? Almark, por supuesto, y Finnmark… y la mayoría de los ducados fronterizos.
—Perigraine, tal vez.
—Tal vez. Todo lo referente a este reino me desconcierta. Cadamost me ha sorprendido. Es algo desagradable.
Una tercera persona se unió a ellos en la mesa, apareciendo entre la multitud que recorría la calle arriba y abajo. La mujer se inclinó ante ambos reyes y tomó un sorbo de vino del vaso de Abeleyn.
—Mi señora Jemilla —dijo tranquilamente el monarca hebrionés—. Confío en que hayáis disfrutado de vuestro paseo por la ciudad.
—Es un lugar fascinante, señor, tan diferente de la vieja Abrusio, siempre abarrotada. Es como si hubiera salido de un cuento cortesano.
—Parecéis pálida. ¿Estáis bien?
Jemilla llevaba un blusón suelto color escarlata, bordado con perlas e hilo de oro. Su cabello oscuro estaba recogido sobre la cabeza con más perlas, y tenía el rostro blanco como los huesos lavados por el mar.
—Muy bien, señor. Estoy algo cansada, tal vez.
Mark la ignoró. Le había escandalizado que Abeleyn la hubiera traído consigo al cónclave, especialmente dado que el rey de Hebrion estaba comprometido oficialmente con su hermana, si bien se trataba de un compromiso secreto.