—Sí —dijo Martellus. La luz de la mañana le llenaba los ojos de un fuego pardo, y levantaba destellos en las líneas blancas de su cabello—. Esto ha sido un reconocimiento armado, como predije. Ya conoce la localización de nuestros cañones y la disposición de la guarnición oriental. Mañana atacará de nuevo, pero esta vez no será un golpe precipitado, sin apoyos ni disciplina. Mañana veremos un auténtico ataque de Shahr Baraz.
Cientos de millas al oeste. Seguid el río Terrin hacia el norte, donde se abre el paso entre las montañas Címbricas y las Thuria. Pasad sobre el reluciente mar de Tor, con sus flotillas oscuras de botes pesqueros y sus ciudades costeras dispersas. Allí, al pie de las Címbricas occidentales, veréis el perfil majestuoso de Charibon, donde las campanas de la catedral están tocando a vísperas y el crepúsculo se convierte en noche a la sombra de los picos.
En los apartamentos que se habían asignado a Himerius, el nuevo sumo pontífice, estaban sentados a solas el gran hombre y Betanza, vicario general de la orden inceptina, tras despedir a los clérigos asistentes. El hombre exhausto y cubierto de barro que los había acompañado pocos minutos atrás se había marchado en busca de un merecido baño y un buen descanso.
—¿Y bien? —dijo Betanza.
Los ojos de Himerius estaban velados, y su rostro era un laberinto de huesos y recovecos dominados por la nariz aguileña. Como sumo pontífice, su túnica era púrpura. Era el único hombre del mundo con derecho a llevarla, a menos que regresaran los emperadores fimbrios.
—Una tontería absurda.
—¿Tan seguro estáis, santidad?
—¡Por supuesto! Macrobius murió en Aekir. ¿Creéis que los merduk hubieran dejado escapar a una presa así? Ese tipo sin ojos es un impostor. El general del dique, Martellus, ha hecho circular el rumor para elevar el ánimo de sus tropas. No puedo decir que lo culpe del todo (debe soportar una presión enorme), pero esto es inexcusable. Si sobrevive al ataque al dique, me ocuparé de que comparezca ante un tribunal religioso bajo la acusación de herejía.
Betanza se reclinó en su silla, ricamente tapizada. Estaban junto a la enorme chimenea, y grandes troncos ardían alegremente en el hogar, proporcionando la única luz en aquella habitación de techo alto.
—Según ese mensajero —dijo Betanza con cautela—, Torunn también ha sido informada. Dice que ha tardado dieciocho días en llegar aquí, matando cuatro caballos. La noticia debió llegar a Torunn hace una quincena.
—¿Y? Enviaremos mensajeros negando la validez de lo que dice este hombre. Es absurdo, Betanza.
El rostro encendido del vicario general se oscureció al reclinarse y salir de la luz de las llamas.
—¿Cómo podéis estar tan seguro de que Macrobius ha muerto? —preguntó.
Los ojos de Himerius centellearon.
—Está muerto. Que no haya más discusiones al respecto. Soy el sumo pontífice, y ningún capitán toruniano dirá lo contrario.
—¿Qué vais a hacer? Himerius cruzó los dedos ante su rostro.
—Enviaremos jinetes de inmediato, esta noche, a todas las cortes de Normannia, a las Cinco Monarquías. Llevarán una bula pontificia en la que denunciaré a ese impostor y al hombre que lo apoya, ese tal Martellus, el León del dique de Ormann. —Himerius sonrió—. También enviaré una carta privada al rey Lofantyr de Torunna, expresando mi indignación ante este suceso herético y comunicándole mi reticencia a enviar Caballeros Militantes en defensa de su reino mientras ese mismo reino alberga a un pretendiente a mi propio cargo, una afrenta contra el santo oficio que ocupo, un olor ofensivo en las narices de Dios.
—De modo que retendréis a las tropas que prometisteis al hermano Heyn —dijo Betanza. Parecía fatigado.
—Sí. Hasta que este asunto se solucione, Torunna no recibirá ayuda material de la Iglesia.
—¿Y el dique de Ormann?
—¿Qué le sucede?
—El dique necesita a esos hombres, santidad. Sin ellos, es seguro que caerá.
—Que así sea, entonces. Su comandante debió pensar en ello antes de empezar a elevar a ancianos ciegos a la posición de sumo pontífice.
Betanza permaneció en silencio. Como los Caballeros Militantes estaban acuartelados en Charibon, debían obediencia nominal al jefe de la orden inceptina. Pero ningún vicario general había contrariado nunca los deseos de su pontífice.
—Los hombres ya están en marcha —dijo Betanza—. Deben estar ya a medio camino de Torunna.
—Volved a llamarlos, entonces —espetó Himerius—. Torunna no recibirá nada de mí hasta que expulse a ese impostor.
—Os ruego que lo reconsideréis, santidad… ¿Y si ese hombre es quien dice ser?
—Imposible, os lo aseguro. ¿Estáis cuestionando mi juicio, hermano?
—No. Es sólo que no quiero que cometáis un error.
—Me inspira directamente el bendito Santo, como a su representante en la tierra. Confiad en mí. Lo sé.
—Estrictamente, deberíamos volver a convocar al Sínodo y plantear esto ante una reunión de colegios y prelados.
—Ya están todos de regreso a casa. Sería una pérdida de tiempo. Serán informados en su momento. ¿Cuál es el problema, hermano Betanza? ¿Dudáis de la palabra de vuestro pontífice?
Uno de los poderes inherentes al cargo pontificio era el de nombrar o destituir al vicario general de los inceptinos. Betanza miró a su superior a la cara.
—Por supuesto que no, santidad. Sólo pretendo cubrir todas las contingencias.
—Me alegro de oírlo. Siempre es mejor que el vicario general y el pontífice mantengan una buena relación de trabajo. De lo contrario, puede ser desastroso. Pensad en el viejo Baliaeus.
Baliaeus había sido un pontífice del siglo anterior que había discutido con su vicario general, lo había destituido y había asumido su cargo además del pontificado. El suceso había escandalizado a todo el mundo ramusiano, pero nadie había intentado reinstaurar al infortunado jefe de los inceptinos. El hombre había muerto convertido en un ermitaño, recluido en una celda en las montañas Címbricas.
—Pero vos no sois Baliaeus, santidad —dijo Betanza, sonriendo.
—No lo soy. Amigo mío, hemos trabajado demasiado duro y durante demasiado tiempo para permitir que nos arrebaten el fruto de nuestros esfuerzos.
—Desde luego. —De modo que el destino de Himerius sería el de Betanza. Por lo menos, aquello estaba claro.
—En cualquier caso —continuó Himerius suavemente—, puede que nos estemos preocupando inútilmente. Vos mismo habéis dicho que el dique debe caer. Si eso ocurre, también caerá el impostor y cuantos creen en él. Nuestros problemas habrán acabado.
Betanza se lo quedó mirando con la boca abierta.
—Eso es todo, mi señor vicario general. Enviadme a los escribas cuando salgáis. Dictaré los despachos esta tarde. Debemos golpear mientras el hierro está caliente.
Betanza se levantó, se inclinó y besó el anillo de su pontífice. Abandonó la habitación sin más palabras.
El hermano Rogien lo estaba esperando a la salida. Betanza echó a andar por los amplios corredores de Charibon con Rogien en silencio a su lado. Oyó que cantaban las vísperas en media docena de capillas y percibió los tentadores aromas de las cocinas del monasterio.
Rogien era un hombre maduro, ancho de hombros y encorvado, con el cabello tan blanco y fino como el plumaje de un polluelo. Era el secretario de Betanza, muy experimentado en las lides de las intrigas inceptinas.
—¡Ni siquiera va a investigarlo! —estalló finalmente Betanza, avanzando a pasos veloces y airados.
—¿Qué creíais? ¿Que se quedaría quieto y lo aceptaría? —preguntó Rogien en tono cáustico—. Durante toda su vida ha ambicionado la posición que ahora ocupa. Es más poderoso que ningún rey. Eso no se abandona fácilmente.
—¡Pero su forma de actuar! Va a hacer regresar a los Militantes prometidos; se enemistará con Heyn y el rey de Torunna. ¡Prefiere que caiga el dique de Ormann a arriesgar su propia posición!
—¿Y qué? Sabíamos que esto ocurriría.
—He sido una especie de soldado, Rogien. Dirigí hombres en mi juventud, y tal vez eso me da una perspectiva diferente. Pero te digo de veras que ese hombre permitiría que Occidente fuera arrasado por el fuego y la ruina, si creyera que eso le ayudaría un ápice.
—Os habéis unido a él —dijo Rogien, implacable—. Su suerte será la vuestra. Trabajasteis con él para conseguirle el pontificado; os ayudó a conseguir vuestra posición. Ahora no podéis darle la espalda y abandonarlo. Sería vuestra ruina.
—¡Sí, lo sé!
Llegaron a los aposentos del vicario general, despidieron a los caballeros de la puerta y entraron, encendiendo las velas.
—De no haber sido por él, nunca habríais llegado a jefe de la orden —continuó Rogien—. Vuestra edad y vuestra vocación tardía eran factores en contra. Fue la presión de Himerius lo que persuadió a los colegios. Sois su criatura, Betanza.
El vicario general se sirvió vino de una botella de cristal, trazó el Signo del Santo con el puño apretado y vació la copa de un trago.
—Sí, su criatura. ¿Es eso lo que dirán en los libros de historia? ¿Que Betanza se quedó sin hacer nada mientras su pontífice destruía Occidente? ¿Es posible que esté tan cegado que no vea lo que está haciendo? Desde luego, hay que denunciar a ese impostor; pero… ¿retirar los refuerzos de Torunna? Eso apesta a paranoia.
—No quiere correr riesgos —dijo Rogien, encogiéndose de hombros—.
Sabe que así tendrá a Lofantyr en un puño. Y debéis admitir que sería raro que el sumo pontífice enviara tropas para reforzar a la guarnición de una fortaleza donde han proclamado a un pontífice rival.
—Sí, eso es cierto, supongo. —Betanza sonrió con sarcasmo y sirvió más vino para ambos—. Tal vez estoy perdiendo mi habilidad para el juego inceptino.
—Le aportáis la sabiduría de un hombre que no ha llevado el hábito negro durante toda su vida. Antes erais un noble, un líder de seglares. Pero eso fue en el pasado. Si queréis sobrevivir y prosperar, debéis aprender a pensar como un inceptino. La orden debe conservar su preeminencia. Que los reyes se preocupen por la defensa de Occidente; es su competencia. Nosotros debemos ocuparnos del bienestar espiritual del mundo ramusiano… y, ¿qué ocurriría si hubiera dos pontífices? Caos, anarquía, un cisma que podría tardar años en cicatrizar. Pensad en ello, hermano.
Betanza estudió a su subordinado con amargura.
—A veces pienso que estaríamos mejor si tú estuvieses sentado en mi silla y yo vistiera el arnés de un soldado ante el dique de Ormann, Rogien.
—Igual que vos sois una criatura de Himerius, yo lo soy vuestra.
—Sí —dijo el vicario general en voz baja—. Lo eres.
Apartó su vino.
—Envía a media docena de escribas rápidos a los aposentos del sumo pontífice. Querrá dictar los despachos enseguida. Y advierte a un pelotón de mensajeros que se preparen para un largo viaje.
Rogien se inclinó.
—¿Alguna cosa más? ¿Pido que os envíen la cena, o comeréis en el salón?
—No tengo hambre. Necesito pensar, y rezar. Eso es todo, Rogien.
—Muy bien, mi señor. —Rogien salió.
Betanza se dirigió a la ventana y abrió los pesados ventanales. Un aire frío que olía a nieve penetró en la penumbra de la habitación. Podía ver las majestuosas montañas Címbricas irguiéndose justo en la orilla del mar de Tor, con la última luz del sol rozando sus picos blancos mientras el resto del mundo se hundía en las sombras. El mensajero había pasado dieciocho días en ruta. Lo más probable era que el dique hubiera caído ya y sus preocupaciones fueran fútiles. El mayor ejército jamás visto podía haber reemprendido ya la marcha hacia el oeste, y él permanecía allí, discutiendo por trivialidades con un sacerdote egocéntrico.
Sonrió. ¿Qué inceptino no era egocéntrico, ambicioso y autoritario? Incluso los novicios se comportaban como príncipes cuando recorrían las calles de los pueblos pesqueros.
Aquello causaría problemas. Lo sentía en los huesos. No era sólo la guerra contra los merduk; había otras cosas en el aire aquella noche. El Cónclave de Reyes se reuniría muy pronto; entonces sabría algo más. Tenía a sus informadores convenientemente situados.
Se acercaba una época de cambios. Las actitudes eran distintas, no sólo entre la gente común sino entre los reyes y príncipes. Himerius tenía ya el aspecto de un hombre a la defensiva. Pero tal vez sus esfuerzos no serían más productivos que los de los desdichados que estaban muriendo junto al río Searil en aquel mismo instante. El espíritu de la época no se alteraría a causa de unos cuantos hombres ambiciosos, aunque fueran tan poderosos como el sumo pontífice.
Se preguntó si Macrobius estaría realmente vivo. Había pocas posibilidades, por supuesto, y la explicación más plausible del despacho que habían recibido aquella tarde era la ofrecida por Himerius. Pero si el impostor era el sumo pontífice, Betanza dudaba mucho de que Himerius abandonara el cargo. Habría un cisma: dos pontífices, y el continente ramusiano dividido con los merduk ladrando a las puertas. Era un escenario que prefería no contemplar.
Se apartó de la ventana, cerrando el paso al aire frío y a las montañas teñidas de ocaso. Luego se arrodilló en el suelo de piedra y empezó a rezar.
Una extensión inacabable de océano, azul como la bóveda cerúlea que descendía a reunirse con él, continua en todos los horizontes. Ilimitada como el espacio entre las estrellas.
Y en aquel océano imperturbable una mancha minúscula, un diminuto despojo olvidado por los elementos. Un barco, y las almas contenidas entre sus muros de madera.
El
Águila
estaba atrapado por la calma chicha. Después de tres días y tres noches, la tormenta había virado al noroeste, no sin antes haberse divertido desviando al galeón hasta una distancia incalculable de su rumbo. El viento había cesado, dejando el mar tan tranquilo y cristalino como el agua de un estanque en un día de verano. Los hombres del barco habían observado cómo los estandartes negros de la tormenta se perdían en la distancia, llevándose consigo la oscuridad y el frío, para dejarlos sumidos en un extraño silencio, una falta de ruido que al principio no pudieron explicarse, hasta que recordaron la ausencia del viento.
El barco era un cascarón maltrecho, una reliquia del orgulloso navío que había zarpado del puerto de Abrusio apenas un mes atrás. El mastelero mayor había desaparecido, y en su caída había arrancado pedazos del alcázar por el lado de babor. El cañón que había caído por la borda también había abierto un agujero en el costado del barco, de modo que el galeón parecía haber sido víctima de los mordiscos de algún monstruo inmenso. Harapos y cabos sueltos colgaban por todas partes, y las líneas habitualmente armoniosas que formaban el cordaje estaban deformes y maltrechas tras haber sido anudadas y empalmadas en incontables ocasiones durante la tormenta.