El viaje de Hawkwood (35 page)

Read El viaje de Hawkwood Online

Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: El viaje de Hawkwood
5.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

El enorme Martellus dobló la rodilla y besó con reverencia el anillo del anciano.

—Su santidad.

Macrobius inclinó la cabeza con aire ausente. Le habían tapado las cuencas de los ojos, desgarradas y vacías, con una banda de lino blanco como la nieve, de modo que parecía que jugara a la gallinita ciega. O tal vez tenía aspecto de rehén. Pero vestía una túnica de un negro brillante, y sobre su pecho colgaba un símbolo del Santo hecho de plata con incrustaciones de lapislázuli. El anillo era del propio Martellus, un regalo del prelado de Torunna antes de que el general partiera hacia el dique. Tal vez hubo algo de presciencia en el obsequio, porque encajó en el dedo huesudo del sumo pontífice casi tan bien como en el de Martellus.

—Me han dicho que ha habido una batalla —dijo Macrobius.

—Una simple escaramuza. Los merduk han conseguido atraernos a una especie de emboscada. Hemos salido perdiendo, cierto, pero no hemos sufrido grandes daños. Vuestro antiguo guardia, Corfe, ha peleado muy bien.

Macrobius levantó la cabeza.

—Ah, me alegro, pero nunca dudé de que así sería. Mi otro compañero, el hermano Ribeiro, ha muerto hoy, general.

—Lamento oír eso.

—La infección se había extendido a los mismos huesos de su cara. Le di la absolución. Ha muerto delirando, pero ruego porque su alma llegue velozmente a la compañía de los santos.

—Desde luego —dijo Martellus con firmeza—. Pero hay algo más que deseo comentar con vos, santidad.

—Mis apariciones en público, o la falta de ellas.

—Pues sí. —Martellus pareció desconcertado—. Debéis comprender mi situación, santidad. Los merduk se están acercando. Según nuestra inteligencia, su vanguardia está apenas a ochenta leguas y, como sabéis, las escaramuzas con sus tropas ligeras son diarias. Los hombres necesitan algo que los anime, que les dé algo de optimismo. Saben que estáis vivo y en la fortaleza, y eso es bueno, pero si vos aparecierais ante ellos, pronunciarais un sermón y les bendijerais, sería fantástico para el ánimo. ¿Cómo no luchar bien, sabiendo que estarán defendiendo al representante de Ramusio en la tierra?

—También lo sabían en Aekir —dijo Macrobius con aspereza—. No les sirvió de mucho.

Martellus ahogó su exasperación. Los ojos pálidos del general centellearon en su rostro hirsuto.

—Estoy al mando de un ejército al que el enemigo supera en diez contra uno, pero los hombres siguen aquí pese a que saben que haría falta un milagro para sobrevivir a la tormenta que se cierne sobre nosotros. En menos de una semana veremos en nuestras puertas a un ejército como nadie ha imaginado desde los días de las Guerras Religiosas. Una hueste que ya tiene en su haber una gran victoria. Si no puedo dar a mis hombres algo en que creer, alguna esperanza, por intangible que sea, tanto da que abandonemos el dique de Ormann aquí y ahora.

—¿Realmente crees que yo puedo darles lo que necesitan, hijo mío? —preguntó Macrobius—. ¿Yo, que fui un cobarde en Aekir?

—Esa historia es casi desconocida aquí. Todo lo que saben es que, por algún milagro, escapasteis a la ruina de la Ciudad Santa y estáis aquí, con ellos. No habéis mostrado ningún deseo de viajar a Torunn ni a Charibon. Habéis decidido permanecer aquí. Eso, por sí solo, ya les resulta alentador.

—No puedo ser un cobarde de nuevo —dijo Macrobius—. Si el dique cae, caeré con él.

—¡Ayudadlo a resistir, entonces! Apareced ante ellos. Dadles vuestra bendición, os lo suplico.

Pese a no tener ojos, Macrobius pareció estudiar al vehemente soldado que tenía ante sí.

—Ya no soy digno de mi puesto, general —dijo en voz baja—. Si diera a los hombres la bendición de un pontífice, sería una mentira. En mi interior, la fe flaquea. Ya no puedo ocupar el sumo oficio.

Martellus se levantó de un salto y empezó a recorrer las estancias, amuebladas con sencillez, que eran el alojamiento de Macrobius en la ciudadela.

—Anciano, voy a seros franco. Me importan un comino vuestras vacilaciones teológicas. Me importan mis hombres y el destino de mi país. Esta fortaleza es la llave de Occidente. Si cae, tardaremos una generación en hacer retroceder a los merduk de nuevo hasta el río Ostio, si alguna vez lo conseguimos. Mañana subiréis al estrado y os dirigiréis a mis hombres, y les daréis ánimos aunque eso signifique cometer perjurio. Será por una buena causa, ¿no lo veis? Después de esta batalla podéis hacer lo que deseéis, si continuáis vivo; pero de momento, haréis esto por mí.

—Sois un hombre directo, general. Aplaudo vuestra preocupación por vuestros hombres —dijo Macrobius con una suave sonrisa.

—¿Entonces haréis lo que os pido?

—No, pero haré lo me exigís. No puedo prometer un discurso enardecedor ni un sermón inspirador. Mi propia alma necesita que la inspiren estos días, pero bendeciré a esos hombres, esos soldados de Ramusio. Lo merecen.

—Es cierto —asintió con calor Martellus—. No todos los soldados pueden ir a la batalla con la bendición del sumo pontífice.

—Si estás seguro de que aún soy el sumo pontífice, hijo mío…

—¿Qué queréis decir? —dijo Martellus con el ceño fruncido.

—Han pasado unas cuantas semanas desde mi desaparición. Se habrá convocado un Sínodo de los prelados, y si no han tenido noticias de mi brusca reaparición, puede que ya hayan elegido a un nuevo pontífice, como es su derecho y su deber.

Martellus agitó su manaza.

—He enviado mensajeros a Torunn y a Charibon. No os preocupéis por eso, santidad. En estos momentos, todo el mundo debe saber ya que Macrobius III vive y está a salvo en el dique de Ormann.

El discurso del sumo pontífice a las tropas tuvo lugar al día siguiente, en el patio de armas de la fortaleza. La guarnición se arrodilló como un solo hombre. Su número había aumentado con los miles y miles de refugiados que habían acudido a contemplar al superviviente más importante de Aekir. Vieron a un anciano con un vendaje blanco donde habían estado sus ojos, e inclinaron la cabeza para recibir su bendición. Durante unos momentos, se hizo el silencio en toda la fortaleza mientras Macrobius trazaba el Signo del Santo sobre las multitudes y rogaba a Ramusio y a la compañía de los santos por la victoria en la batalla que se avecinaba.

Pocas horas después, los primeros elementos del ejército merduk estuvieron a la vista en las colinas que dominaban el dique de Ormann.

Corfe estaba allí, sobre los parapetos de la barbacana del este, junto a Martellus y unos cuantos oficiales superiores. Vieron cómo la vanguardia enemiga se desplegaba con disciplina impecable, las largas hileras de carros pesados tirados por elefantes y los regimientos de caballería (los famosos
ferinai
) extendiéndose por los flancos. Los estandartes de crin de caballo se elevaron con el viento, y, sobre un montículo que dominaba el despliegue del ejército, Corfe pudo ver a un grupo de jinetes con numerosos pendones y banderas. El propio Shahr Baraz, con sus generales.

—Ésos son los
hraibadar
—dijo Corfe a Martellus—. Son la punta de lanza de los ataques. A veces los
ferinai
desmontan para ayudarlos, porque también llevan armadura pesada. Son los únicos soldados con armas de fuego. Los demás se las arreglan con ballestas.

—¿A qué distancia de la vanguardia estará el cuerpo principal? —preguntó Martellus.

—El grueso del ejército se mueve más lentamente, al ritmo de las carretas de provisiones y máquinas de asedio. Probablemente estarán a tres o cuatro millas carretera abajo. Llegarán al anochecer.

—Mantiene a sus hombres lejos del alcance de las culebrinas —gruñó Andruw, el joven suboficial al mando de los cañones pesados de la barbacana.

—Su caballería ligera averiguó nuestro alcance en aquella escaramuza del otro día —dijo Martellus—. No tendrá que desperdiciar soldados acercándose poco a poco para poner a prueba nuestro rango de tiro. Ese Shahr Baraz es un hombre meticuloso. Alférez, ¿qué clase de máquinas de asedio utilizó en Aekir?

—Las normales. Baterías de seis cañones protegidas por revestimientos reforzados con gaviones. Un foso con un terraplén coronado por una empalizada y muchas portas para disparar. Y otra empalizada detrás para protegerse de cualquier intento de levantar el sitio.

—Aquí no tendrá que preocuparse por eso —dijo alguien amargamente.

—¿Cuánto tiempo invirtió en los preparativos antes del primer asalto? —preguntó Martellus, ignorando el comentario.

—Tres semanas. Pero recordad que era en Aekir, una gran ciudad.

—Lo recuerdo, alférez. ¿Qué puedes decirme respecto a las minas, torres de asedio y similares?

—Instalamos contraminas, y las abandonó. Empleó enormes torres de asedio de cien pies de altura, con cinco o seis tercios en cada una. Y grandes onagros para derribar las puertas. Así fue cómo consiguió penetrar en el bastión oriental: con un bombardeo de cañones y onagros acompañado por un asalto con escalas.

—Debió perder a miles de hombres —dijo alguien con incredulidad.

—Cierto —continuó Corfe, sin apartar los ojos del grupo de jinetes merduk que observaban al resto desde la colina—. Pero se lo podía permitir. Debió perder a ocho o nueve mil hombres en cada asalto, pero nuestras pérdidas también fueron cuantiosas.

—Desgaste, entonces —dijo Martellus con fiereza—. Si no puede usar la sutileza, atacará abiertamente. Aunque eso puede resultarle difícil aquí, teniendo que cruzar el río y el dique.

—Yo creo que atacará con pocos preparativos —dijo Corfe—. Ya conoce nuestra fuerza, y ha perdido mucho tiempo en la carretera del oeste. Creo que nos atacará con todo lo que tiene en cuanto su ejército se haya reunido. Querrá estar en posesión del dique antes de que llegue lo peor del invierno.

—Oh, un gran estratega —dijo uno de los oficiales superiores—. Aquí hay alguien que busca vuestro puesto, general.

Martellus el León sonrió, pero hubo poco humor en el gesto. Sus caninos eran demasiado largos, y la expresión de su rostro demasiado felina.

—Corfe es el único de nosotros que ha vivido en carne propia un asalto merduk a gran escala. Tiene derecho a expresar sus opiniones.

Hubo algunos murmullos de descontento.

—¿Hizo la guarnición de Aekir alguna salida? —preguntó Martellus a Corfe.

—Al principio, sí. Hostigaron al enemigo mientras cavaba las trincheras de asedio, pero siempre había un gran contraataque dispuesto a ser lanzado, principalmente por los
ferinai
. Perdimos a tantos hombres en las salidas, y éstas causaron tan pocos daños, que finalmente Mogen las abandonó. Nos concentramos en asaltar las baterías y en las minas. No son tan hábiles como nosotros con la artillería pesada, pero tenían más máquinas. Contamos ochenta y dos baterías de seis cañones en torno a la ciudad.

—¡Dulces santos! —exclamó Andruw, el artillero—. ¡En el dique tenemos menos de sesenta piezas, entre ligeras y pesadas, y pensábamos que eran excesivas!

—¿Y los morteros? —preguntó Martellus. Todo el mundo detestaba aquellas armas enormes y achaparradas que podían lanzar un proyectil pesado al aire casi verticalmente. Volvían inútil la protección de la muralla más firme, al disparar por encima de ella.

—Ninguno. Al menos, no emplearon ninguno en Aekir. Tal vez son demasiado pesados para cruzar las Thuria con ellos.

—Eso es algo, por lo menos —opinó Martellus—. Sólo armas de fuego directas, de modo que podremos confiar en el grosor de nuestras murallas, y los campos de refugiados no podrán ser bombardeados mientras las murallas aguanten.

—Deberían abandonar la fortaleza de inmediato —estalló Corfe—. Es una locura tener a miles de civiles en una fortaleza en un momento como éste.

—Entre esos civiles hay futuras enfermeras y curanderos, transportadores de pólvora y munición, bomberos, jornaleros y tal vez algún soldado más. No los expulsaré sin averiguar antes qué puedo sacar de ellos.

—De modo que por eso habéis tolerado su presencia durante tanto tiempo.

—Mañana recibirán órdenes de continuar la marcha al oeste, excepto los que estén dispuestos a alistarse en una de las categorías mencionadas. Necesito ayuda, venga de donde venga, alférez. —Los oficiales de Martellus no parecieron muy complacidos ante la noticia, pero nadie se atrevió a decir nada.

—Sí, señor.

El grupo de hombres volvió a contemplar el despliegue del ejército merduk. Los elefantes parecían torres ricamente decoradas moviéndose entre la presión de soldados y caballos, y los enormes vagones de múltiples ruedas que arrastraban eran descargados con rápida eficiencia. Había más animales tirando de plataformas con culebrinas, arrastrándolas formando baterías, y los ingenieros merduk corrían en todas direcciones marcando las laderas de las colinas con cinta blanca y banderolas. Durante más de tres millas delante de ellos, las colinas estaban cubiertas de hombres, animales y carretas. Era como si alguien hubiera pateado un hormiguero y sus habitantes hubieran salido en busca de su verdugo.

—Atacará por la mañana —dijo Martellus, con fría certeza—. Podemos esperar el primer asalto al amanecer. Primero hará un tanteo, con las tropas menos eficientes que han llegado. Y el primer golpe será aquí, en la barbacana oriental.

—Esperaba que dedicaría un día o dos a instalar el campamento —dijo un oficial, malhumorado.

—No, Isak. Eso es lo que quiere que pensemos. Estoy de acuerdo con nuestro joven estratega. Shahr Baraz nos atacará de inmediato, para pillarnos por sorpresa. Si puede tomar la barbacana en el primer asalto, mucho mejor. Pero a los merduk les encantan los reconocimientos armados; presenciaremos uno de ellos. Observará nuestra defensa y cómo respondemos a su ataque, y tomará nota de nuestros puntos débiles y fuertes. Cuando los conozca, enviará a sus mejores tropas, y tratará de borrarnos de la faz de la tierra con un solo asalto masivo.

Martellus hizo una pausa y sonrió.

—Así es cómo yo lo veo, caballeros. Alférez, parece que tienes una cabeza bien amueblada. Te asciendo a teniente. Quédate en la barbacana y permanece cerca de Andruw. Quiero un informe completo sobre el primer asalto, de modo que procura que no te maten.

De repente, a Corfe le resultó inexplicablemente difícil hablar. Asintió ante aquel general alto y de reflejos felinos.

Los oficiales superiores abandonaron el parapeto. Corfe se quedó atrás con Andruw, un hombre no mucho mayor que él mismo. Tenía el cabello corto del color del cobre viejo, y dos alegres ojos azules. Se estrecharon la mano.

Other books

Watch Your Back by Rose, Karen
Power Hungry by Robert Bryce
The Christmas Inn by Stella MacLean
The Reluctant Twitcher by Richard Pope
Revolver by Duane Swierczynski
Torn by Avery Hastings