Saludó, muy consciente de su desaliñada apariencia y del barro que caía de sus botas para manchar el suelo.
Un hombre, al que Corfe identificó como Martellus, se levantó, arrojando su pluma a un lado como si fuera un dardo.
Sus hombres lo llamaban «el León», y no sin motivo. Tenía una melena y una barba de cabello grueso y negro, con reflejos grises y rojizos, y sus cejas ensombrecían las cavernas de sus ojos. Era un hombre enorme, pero de cintura sorprendentemente esbelta, muy distinto al camorrista de torso de barril que había sido John Mogen. Martellus había sido el lugarteniente de Mogen durante diez años, y tenía fama de ser severo y frío. En los barracones también se rumoreaba que era una especie de mago. Sus ojos pálidos contemplaron a Corfe sin parpadear.
—Nos han dicho que estuviste en Aekir —dijo, y su voz era profunda como el chapoteo de una moneda en el fondo de un pozo—. ¿Es así?
—Sí, señor.
—¿Estabas a las órdenes de Mogen?
—Lo estaba.
—¿Por qué no te uniste a Lejer en la retaguardia?
El corazón de Corfe martilleaba mientras los oficiales lo observaban atentamente, algunos con las pipas a medio camino de la boca. Eran torunianos como él, miembros de la famosa raza guerrera. Habían sido los torunianos los primeros en liberarse del yugo fimbrio, y los que habían rechazado las primeras invasiones merduk. Aquella tradición parecía flotar pesadamente en la estancia, junto al sabor poco familiar de la derrota. Mogen había sido el mejor de ellos, y todos lo sabían. La guarnición de Aekir había sido considerada como el mejor ejército del mundo. Nadie había pensado en su derrota, especialmente aquellos hombres, los generales de la última fortaleza de Occidente. Pero ninguno de ellos había estado en Aekir. ¿Cómo podían saber lo que había ocurrido?
—No hubo tiempo. Cuando cayó el bastión del este… tras la muerte de Mogen… hubo una desbandada. Todos mis hombres habían muerto. Quedé aislado… —Su voz se desvaneció. Recordó las llamas, el pánico de las multitudes, los edificios derrumbándose. Recordó el rostro de su esposa.
Martellus continuó mirándolo fijamente.
—Estaba harto de muerte —dijo, y las palabras le salieron casi en contra de su voluntad—. Quería buscar a mi esposa. Cuando no conseguí encontrarla, era demasiado tarde para unirme a Lejer. Fui arrastrado por la multitud. Yo… —Vaciló, y luego continuó hablando, sin apartar la mirada de los ojos fríos de Martellus—: Huí al campo con los demás.
—Desertaste —dijo alguien, y hubo un murmullo en torno a la mesa.
—Tal vez sí —dijo Corfe, sorprendiéndose a sí mismo con su tranquilidad—. Aekir estaba en llamas. En la ciudad no quedaba nada por lo que luchar. Nada que me importara. Sí, deserté. Huí. Haced conmigo lo que queráis. Estoy cansado, y he caminado mucho.
Un hombre golpeó la mesa furioso al oír aquello, pero Martellus levantó un brazo y se puso en pie, con las manos a la espalda, mientras la luz roja del brasero hacía que su rostro se pareciera más que nunca al de un depredador felino.
—Calma, caballeros. No hemos traído aquí a este hombre para juzgarlo, sino para conseguir información. ¿Cómo te llamas, alférez?
—Corfe. Corfe Cear-Inaf. Mi padre también sirvió con Mogen.
—Inaf, sí. Conozco el nombre. Bien, Corfe, tengo que decirte que eres el primer soldado toruniano que sepamos que haya conseguido salir con vida de Aekir. El mejor ejército de campo de las Cinco Monarquías ya no existe. Puede que seas su último superviviente.
Corfe permaneció con la boca abierta, sin poder creerlo.
—¿No ha habido ninguno más? ¿Ninguno?
—Ninguno. Los merduk hicieron muchos prisioneros tras la última batalla de Lejer, eso lo sabemos. Serán crucificados en el este. Ninguno ha llegado hasta aquí.
Corfe inclinó la cabeza. Estaba vivo, pues, cuando todos los demás torunianos que habían combatido bajo Mogen estaban muertos o capturados. La vergüenza hizo que le ardiera el rostro. No era extraño que los hombres en torno a la mesa parecieran tan hostiles. De entre los miles de hombres que habían formado parte de aquel ejército, sólo Corfe había huido para salvar su propia piel. Aquella idea hizo que se tambaleara.
—Siéntate —dijo Martellus, no sin amabilidad—. Parece que lo necesitas.
Buscó una silla y se sentó con la cabeza entre las manos. —¿Qué queréis de mí? —susurró.
—Como he dicho, información. Quiero saber la composición del ejército merduk. Quiero saber hasta qué punto los hombres de Lejer les hicieron daño antes del fin. Y quiero saber por qué cayó Aekir.
Corfe levantó la vista.
—¿Vais a quedaros aquí para volver a luchar con los merduk?
—Sí.
—No lo parece.
Los hombres de la mesa se removieron al oír aquellas palabras. Martellus les dirigió una mirada furiosa para silenciarlos, y luego asintió.
—Parte de la guarnición ha sido trasladada al oeste, a Torunn. Por eso nos faltan hombres.
—¿Cuántos? ¿Por orden de quién?
—Por orden del propio rey Lofantyr. Dejará aquí a doce mil hombres para defender el dique, no más.
—Entonces el dique caerá.
—No tengo intención de permitir que caiga, alférez.
—Tenéis refugiados por toda la fortaleza. Si los merduk cayeran sobre este sitio, no duraría ni una hora.
—Ha habido algo de confusión a causa de los traslados al oeste. Empezamos a controlarla. —Martellus parecía ligeramente irritado—. Nuestros exploradores nos informan de que el grueso del ejército merduk continúa en Aekir, aunque tienen tropas ligeras librando escaramuzas a menos de una legua de aquí. Tenemos tiempo de sobra; pasarán semanas antes de que el cuerpo principal del enemigo empiece a moverse. Mis órdenes son trasladar al oeste a todos los refugiados de Aekir que pueda, antes de cortar los puentes. Ahora, dime. ¿Cuántos hombres tiene el enemigo?
Corfe vaciló.
—Después del asedio, puede que les queden unos ciento cincuenta mil hombres.
Los oficiales se miraron unos a otros. Un ejército como aquél nunca había sido visto ni imaginado antes.
—¿Cuántos hombres tenían antes de empezar el asedio? —preguntó uno en tono áspero.
—Un cuarto de millón, tal vez. Los segamos como paja, pero seguían viniendo. Sé que muchos fueron enviados a la retaguardia para proteger las rutas de aprovisionamiento en las montañas, pero las primeras nieves habrán caído ya en los pasos de las Thuria. No veo cómo se aprovisionarán durante el invierno.
—Yo sí —dijo Martellus—. El duque Comorin de Kardikia dice que están construyendo cientos de botes en el río Ostio. Ésa será su nueva ruta de aprovisionamiento, y seguirá abierta durante el invierno. Su avance continuará.
Martellus se inclinó sobre la mesa y examinó un mapa de las tierras entre los ríos Searil y Ostio.
—Muéstrame la línea de su avance —dijo a Corfe.
Corfe se levantó, pero entonces se le ocurrió algo.
—¿Alguien ha visto a Macrobius? ¿Se ha encontrado su cuerpo?
—¿El sumo pontífice? No. Murió, en Aekir.
—¿Estáis seguros? ¿Vio alguien cómo lo mataban?
—Su palacio ardió, y todos los sacerdotes que estaban en la ciudad fueron masacrados. Lo he sabido por los civiles y clérigos que estaban allí. No creo que los merduk hubieran pasado por alto a alguien de su importancia.
—Pero Mogen hizo que lo encerraran en un almacén del palacio para impedir que huyera de la ciudad.
Martellus lo miró fijamente, incrédulo.
—¿Hablas en serio?
—Era un rumor que corría por la ciudad antes de la caída. Los Caballeros Militantes estuvieron a punto de abandonar a Mogen por ello. ¿Reconoceríais al sumo pontífice si lo vierais?
Martellus se exasperó.
—Supongo que sí. He cenado en la misma mesa que él varias veces. ¿Por qué?
—Entonces debéis enviar hombres a la orilla este. Allí, cerca de la barbacana, encontraréis a un anciano sin ojos, y a un joven monje con una herida en la cara.
—¿Qué pasa con ellos?
—Creo que el viejo puede ser Macrobius.
Charibon. El monasterio más antiguo del mundo, sede de la orden inceptina.
Se elevaba en las costas del mar de Tor, en las laderas del noroeste de las agrestes montañas Címbricas. Rodeado por el reino de Almark, era sin embargo autónomo, como lo había sido Aekir, y estaba gobernado por las autoridades de la Iglesia y su cabeza visible, el sumo pontífice.
Unos siete mil clérigos vivían y trabajaban allí, la mayoría ataviados con el negro de los inceptinos, aunque algunos lucían el pardo de los antilinos y otros el azafrán de los mercurianos. Muy pocos llevaban la lana tosca y sin teñir de los misioneros ascetas, los frailes mendicantes.
Allí se encontraban las mayores bibliotecas de Normannia, tras la desaparición de las de Aekir, y allí estaban también los barracones y zonas de adiestramiento de los Caballeros Militantes, que tenían su propia ciudadela en las colinas junto a Charibon, donde se alojaban unos ocho mil hombres. Normalmente aquel número era varias veces mayor, pero la mayoría se encontraban en el este o habían sido enviados a las diversas monarquías ramusianas para colaborar en la lucha contra la herejía. En aquel momento, había unos dos mil marchando al oeste, hacia Hebrion.
En el complejo del monasterio propiamente dicho se encontraban los famosos Claustros Largos de Charibon, recorridos por quince generaciones de clérigos, con sus techos de cedro importado del Levangore y pavimentados con bloques de basalto arrancados a las Címbricas, antiguamente volcánicas.
Partiendo de la plaza de los claustros y los suntuosos jardines que encerraban, se encontraban los demás edificios del monasterio, construidos con enormes piedras y cubiertos con pizarra procedente de las canteras de las cercanas colinas de Naria. Allí no había humildes techos de paja.
Pero la altura de la catedral del Santo dominaba todo lo demás. Su silueta definía el perfil de Charibon, lo volvía identificable desde varias leguas de distancia en las colinas. Una torre enorme de tres lados, con un cuerno de granito en cada esquina, formaba el ápice del triángulo que era el resto de la catedral. Era la forma ramusiana clásica, que recordaba a las manos en oración, pero a una escala mucho mayor que la que nadie había contemplado. Sólo los aekirianos hubieran podido mirar la catedral de Charibon por encima del hombro, comparándola con la de Carcasson, de la que era una copia. Pero Carcasson ya no existía.
El monasterio había crecido a partir de los focos gemelos formados por los claustros y la catedral, la pureza del diseño original perdida en una confusión de construcciones posteriores. Había escuelas y dormitorios, celdas de meditación, jardines relajantes para la vista y que facilitaban el pensamiento contemplativo. Gran parte de las teorías que habían dado forma a la religión ramusiana habían surgido de allí, mientras sus autores contemplaban las numerosas fuentes de los jardines o las colinas verdes de más allá.
También había cocinas y talleres, herrerías y curtidurías, y, por supuesto, las famosas imprentas de los inceptinos. Charibon tenía sus propias tierras, rebaños y cosechas, porque poseía su lado secular además del espiritual. Había surgido una ciudad en torno a los edificios del monasterio en expansión, y una aldea pesquera en las orillas occidentales del lago mantenía a los monjes provistos de fletán, caballa e incluso tortuga para los días de ayuno. Charibon era un pequeño reino autosuficiente, cuyas exportaciones principales eran los libros que surgían continuamente de las imprentas y la fe, promulgada por los inceptinos e impuesta por los Caballeros Militantes.
El monasterio había sido saqueado ciento cincuenta años atrás por una confederación de tribus címbricas salvajes. Había habido una guerra, en la que Almark y Torunna habían enviado expediciones al interior de las montañas junto a contingentes de Militantes. Las tribus habían sido finalmente derrotadas y conducidas al redil ramusiano, completándose así la tarea que los fimbrios habían intentado sin éxito unos cuatro siglos atrás. Desde entonces, también había una docena de tercios de soldados de Almark destinados en Charibon, igual que los torunianos habían defendido Aekir en el este. Charibon era una joya, una luz que había que mantener encendida por muy oscura que fuera la noche… especialmente una vez extinguido el resplandor que había significado Aekir.
Albrec levantó la mirada hacia el viento frío que le llenaba los ojos de lágrimas, adquiriendo el aspecto de un roedor corto de vista observando desde su madriguera la llegada del invierno. En las colinas, los inviernos eran muy fríos; la nieve cubría los claustros durante cuatro meses y las orillas del mar interior se llenaban de hielo. Su celda sería como un pequeño cubo de aire gélido por las mañanas, y tendría que romper el hielo en su jofaina antes de que el frío del agua sobre su rostro puntiagudo le hiciera jadear.
Llevaba el hábito pardo de los antilinos, muy desgastado, y el símbolo del Santo sobre su pecho era de madera sencilla, tallado por él mismo durante las noches oscuras e iluminadas por velas. Aunque en Charibon todos eran clérigos, algunos eran de una clase superior a otros. Había clérigos de origen aristocrático, hijos menores de familias nobles cuyos padres no tenían nada que darles a modo de herencia. De modo que se hacían inceptinos, una clase distinta de noble. Para los plebeyos, sin embargo, sólo existían los antilinos, los mercurianos o, si uno poseía auténtico celo religioso y era muy resistente por añadidura, los frailes mendicantes.
El padre de Albrec había sido pescador en las costas septentrionales de Almark. Un hombre taciturno nacido en una tierra dura. Nunca había perdonado por completo a su hijo su temor al mar abierto, ni su ineptitud con las redes y el timón. Albrec se había refugiado en el pequeño monasterio de antilinos de un pueblo cercano, y había encontrado un lugar donde no era ridiculizado ni azotado, donde el trabajo era duro pero no aterrador como los días en alta mar. Y donde su curiosidad natural y su obstinación innata podían serle de utilidad.
Trabajaba en la biblioteca de San Garaso, ya que sus manos no eran aptas para el rigor de las imprentas o la sutileza de las ilustraciones que se elaboraban en el escritorio. Vivía en un mundo polvoriento y casi subterráneo, lleno de libros y manuscritos, rollos de documentos y pergaminos. Adoraba aquel lugar, y era capaz de encontrar cualquier tomo de la biblioteca en cuestión de minutos.