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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (26 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Gracias a sus conocimientos laberínticos sobre estanterías, hileras y cofres, fue nombrado bibliotecario asistente, y a cambio se le permitió leer lo que quisiera, lo que para él constituyó una recompensa inapreciable. Había niveles de la biblioteca que se visitaban muy raramente, archivos antiguos y armarios olvidados, cuyos contenidos se desintegraban entre el polvo y el silencio. Albrec convirtió la exploración de aquellos niveles en la misión de su vida.

Llevaba allí trece años. Su visión había empeorado progresivamente, y sus hombros se habían inclinado un poco más con cada libro que consultaba. Y sin embargo, sabía que no había desenterrado ni una décima parte de las riquezas contenidas en la biblioteca.

Había documentos de la época de la Hegemonía fimbria, pergaminos que pasaba días desenrollando pacientemente con ayuda de aceite dulce y un cuchillo romo. La mayor parte eran descartados por el hermano Commodius, el bibliotecario jefe, que los consideraba estupideces seglares o incluso herejías. Algunos habían sido quemados, ante el horror de Albrec. Después de aquello, no había mostrado ningún otro de sus tesoros a los demás hermanos, sino que había empezado a guardarlos en secreto. Creía que los libros no debían quemarse, fuera cual fuera su contenido. Para él, todos los libros eran sagrados, fragmentos de las mentes del pasado, pensamientos de hombres enterrados mucho tiempo atrás. Tales cosas debían preservarse.

De modo que Albrec ocultó sus hallazgos más polémicos, inaugurando sin proponérselo su propia biblioteca privada, una biblioteca compuesta de obras que, de haber sido descubiertas por sus superiores espirituales, lo hubieran condenado a la hoguera en compañía de sus tesoros.

Aquella mañana contemplaba las colinas desde una de las escasas ventanas de la biblioteca. Se esperaba la llegada de su excelencia el prelado de Hebrion, que se reuniría con los otros tres prelados ya alojados en Charibon. Todo el monasterio hervía de chismes y especulaciones. Se rumoreaba que, como Macrobius había muerto (y que Dios se apiadara de su alma), los prelados se reunirían para elegir a un nuevo sumo pontífice. Otros decían que la herejía se extendía por los reinos occidentales, con hechiceros dispuestos a aprovecharse de la confusión reinante en las monarquías ramusianas tras la caída de Aekir. Se decía que aquel sínodo marcaría el principio de una cruzada, una guerra santa que liberaría a Occidente de sus enemigos internos y de los merduk que ladraban a las puertas.

Tiempos memorables, pensó Albrec con algo de nerviosismo. Siempre había considerado Charibon como una especie de retiro gracias a su aislamiento entre las colinas; pero empezaba a darse cuenta de que el monasterio se estaba convirtiendo en uno de los ejes sobre los que giraba el mundo. No estaba seguro de si la sensación le provocaba emoción o miedo. Sólo pedía gozar de la paz suficiente para continuar con sus lecturas sin ser molestado, para permanecer en su reino polvoriento e iluminado por velas en las profundidades de la biblioteca.

—¿Otra vez mirando las musarañas, hermano? —dijo una voz alegre.

Albrec se apartó de la ventana a toda prisa. Su interlocutor llevaba el negro de los inceptinos, y el símbolo de su pecho era de oro brillante.

—Oh, eres tú, Avila. ¡No hagas eso! Creí que eras Commodius.

El otro clérigo, un joven atractivo con el rostro pálido y delgado de un noble, se echó a reír.

—No te preocupes, Albrec. Está encerrado con el resto de las autoridades en el despacho del vicario general. No creo que lo veas hoy.

Albrec parpadeó. Llevaba unos cuantos libros que acunaba tan tiernamente como una madre joven con su primer hijo. Le resbalaron, y Albrec soltó un gruñido de desaliento cuando empezaron a caerse. Pero Avila los atrapó y los colocó correctamente.

—Vamos, Albrec. Deja un rato esos tomos muertos. Acompáñame a los claustros a ver la llegada de Himerius de Hebrion.

—¿Está aquí, entonces?

—Una patrulla ha avistado a su séquito. Puedes cerrar la biblioteca cuando salgas; no creo que nadie la necesite en las próximas horas. Me parece que la mitad de Charibon está ahí fuera, dando rienda suelta a su curiosidad.

—De acuerdo.

Era cierto que la biblioteca estaba desierta. El cavernoso lugar resonaba con sus voces y el paciente goteo de la antigua clepsidra en un rincón. Echaron la triple llave de la enorme puerta al salir (siempre era una fuente de orgullo para Albrec, por el que se reprendía inmediatamente, el llevar sobre su persona las llaves de una de las grandes bibliotecas del mundo) y, metiéndose las manos en los hábitos, salieron a la fría claridad del día.

—¿Qué tiene ese prelado de Hebrion para provocar tanto revuelo por todo el monasterio? —preguntó Albrec con irritación. Los amplios corredores que atravesaban estaban atestados de monjes que caminaban a toda prisa charlando sin cesar. Todo el mundo, de novicios a frailes, parecía estar en movimiento, y en dos ocasiones tuvieron que detenerse para inclinarse ante un monsignore inceptino.

—¿No lo sabes, Albrec? Por los santos, te pasas tanto tiempo con la cabeza enterrada en los libros que los acontecimientos del mundo real te pasan por encima como si fueran olas.

—Los libros también son reales —dijo Albrec con obstinación. Era una antigua discusión—. Hablan de lo que ha ocurrido en el mundo, su historia y su composición. Eso es real.

—Pero esto está ocurriendo ahora, Albrec, y nosotros formamos parte de ello. Se preparan grandes acontecimientos, y tenemos la suerte de estar vivos para ver cómo ocurren.

Los ojos de Avila brillaban, y Albrec lo contempló con una curiosa mezcla de afecto, exasperación y admiración. Avila era un hijo menor de los Damier de Perigraine. Su ingreso en los inceptinos le había venido dado por su nacimiento, y sin duda, su ascenso en la orden sería meteórico. Tenía carisma, energía y un atractivo devastador. Albrec ni siquiera estaba seguro de cómo se habían hecho amigos. Había tenido algo que ver con las ideas y argumentos que solían lanzarse el uno al otro como balones. Había media docena de novicios desesperadamente enamorados de Avila, pero Albrec estaba seguro de que el joven noble ni siquiera se había fijado en ellos. Poseía una curiosa inocencia que había sobrevivido a los rigores de sus primeros años en el monasterio. Por otra parte, nadie jugaba mejor que él al juego de los inceptinos. Albrec no podía evitar pensar que era un desperdicio tener allí a un hombre como su amigo. Avila debía haber sido un dirigente, un oficial del ejército de su país, en lugar de un clérigo encerrado entre colinas.

—Dime, entonces, lo que debería saber en mi ignorancia —dijo Albrec.

—El tal Himerius es el campeón de los inceptinos en este momento. El trono de Hebrion está ocupado por un rey joven y poco religioso, que según me han dicho, muestra muy poco respeto por la Iglesia y que tiene tratos habituales con magos. Abrusio se ha convertido en un refugio para toda clase de herejes, extranjeros y hechiceros. Himerius ha puesto en marcha una purga en la ciudad, y viene aquí para convencer a los demás prelados de que hagan lo mismo.

—No me gusta —dijo Albrec, arrugando su nariz puntiaguda—. Todo el mundo está muerto de miedo después de lo de Aekir. Esto me huele a política.

—¡Claro que sí! Mi querido amigo, la Iglesia está sin cabeza. Macrobius ha muerto, y ya no tenemos sumo pontífice. El tal Himerius está jugando sus cartas lo antes posible, presentándose como el líder fuerte que la Iglesia necesita en un momento como éste: alguien que no teme enfrentarse a los reyes. Todo el mundo habla ya de él como el sucesor de Macrobius.

—Todo el mundo menos los demás prelados, supongo.

—¡Oh, naturalmente! Pero habrá negociaciones, con nuestro vicario general controlándolo todo. Por supuesto, él no puede aspirar al pontificado a causa de su cargo actual, pero no dudo de que habrá situado a otro inceptino a la cabeza de la Iglesia en cuestión de poco tiempo.

—Ha pasado más de un siglo desde que tuvimos un sumo pontífice no inceptino —dijo Albrec, acariciando con aire reflexivo su hábito pardo de antilino—. Y, de entre todos los prelados, sólo Merion de Astarac no es inceptino, sino antilino como yo.

—Los Cuervos siempre han manejado las cosas a su modo —dijo alegremente Avila—. Eso nunca cambiará.

Salieron de los claustros y empezaron a ascender por las calles adoquinadas de la ciudad que formaban los bordes del monasterio. Los edificios eran altos y erguidos por encima de la carretera, y las calles estaban limpias. Toda la ciudad se había adecentado para el Sínodo por orden del vicario general.

Los clérigos atestaban las calles, ascendiendo cada vez más para ser los primeros en distinguir al hombre que era el favorito para el pontificado. Avila ayudó a Albrec mientras el diminuto monje resoplaba y sudaba subiendo por la colina. Su respiración formaba una neblina en torno a ellos en el aire frío, y podían ver la nieve en las laderas por encima de ellos.

—Aquí —dijo Avila, satisfecho.

Estaban en el promontorio que se curvaba con aire protector sobre el suroeste de Charibon. La pendiente que los rodeaba quedaba oscurecida por el gentío compuesto de religiosos y seglares. Podían mirar hacia abajo y ver todo el hermoso perfil de Charibon, con sus torres y chapiteles reflejando el sol de otoño, y el mar interior de Tor reluciendo a su derecha.

—Lo veo —dijo Avila.

Albrec entrecerró los ojos.

—¿Dónde?

—Allí no, memo, en la carretera del norte. Viene desde Almark, recuerda. ¿Ves la escolta de Militantes? Debe de haber casi doscientos. Himerius estará en el segundo carruaje, el que lleva la bandera escarlata hebrionesa. Desde luego, ha montado un bonito espectáculo. Me parece que ya tiene el pontificado en la palma de la mano.

Uno de sus vecinos, un clérigo de expresión dura ataviado con el sencillo hábito de los frailes mendicantes, se volvió al oír las palabras de Avila.

—¿Qué has dicho? ¿Himerius como pontífice?

—Sí, hermano. Es lo que me parece.

—Y has estudiado estos asuntos muy a fondo, ¿no es cierto?

El rostro de Avila pareció endurecerse mientras replicaba con toda su altanería aristocrática:

—Tengo cerebro. Puedo examinar la evidencia y formarme una opinión tan bien como cualquiera.

El fraile mendicante sonrió, y luego señaló con la cabeza hacia la procesión que se aproximaba.

—Si ese prelado asume el pontificado, es posible que ya no se te permita el lujo de formar una opinión, chico. Y a mucha gente inocente no se le permitirá el lujo de vivir. Dudo de que el bendito Ramusio se comportara así cuando estaba en la tierra, pero así es como os comportáis los hermanos inceptinos estos días, con vuestros Caballeros Militantes, vuestras purgas y vuestras piras. ¿En qué lugar del
Libro de los Hechos
se dice que haya que matar al prójimo cuando no está de acuerdo con uno? ¡Inceptinos! Sois los cuervos carroñeros de Dios, revoloteando en torno a las piras que habéis levantado.

El fraile de hábito gris se volvió y se alejó, abriéndose paso a empujones entre la multitud. Avila y Albrec se lo quedaron mirando, sin habla.

—Está loco —dijo Albrec al fin—. Los frailes siempre han sido excéntricos, pero éste ha perdido la cabeza por completo.

Avila miró hacia abajo, donde el séquito del prelado de Hebrion avanzaba por la embarrada carretera del norte, levantando chorros de agua a su paso.

—¿De veras? No recuerdo ninguna historia de Ramusio en la que destruyera a alguien por no creer en él. Tal vez tiene razón.

—Golpeó a las mujeres poseídas por el demonio en Gebrar —señaló Albrec.

—Sí —dijo Avila con aire ausente—. Eso es cierto. —Entonces sonrió repentinamente con su buen humor habitual—. Otra razón para que los sacerdotes no se casen. ¡Las mujeres tienen dentro demasiados demonios! Aunque creo que todos los clérigos tienen madres.

—Calla, Avila. Puede oírte alguien.

—Alguien puede oírme, sí. ¿Y qué, Albrec? ¿Qué pasaría entonces? ¿Y si encuentran ese montón de libros que has salvado? ¿Te has preguntado qué ocurriría si los encontraran? Cuando era pequeño, había un mago entre el personal de mi padre. Solía hacer trucos con luz y agua, y nadie podía curar un hueso roto más rápido que él. Se convirtió en mi tutor. ¿Es ése el tipo de hombre que la Iglesia quiere destruir? ¿Por qué?

—En nombre del Santo, Avila, ¿quieres callarte? Nos meterás en toda clase de problemas.

—Pero ¿qué clase de problemas? —preguntó Avila—. ¿Qué clase de problemas, Albrec? ¿Desde cuándo una conversación, una idea, pueden conducir a la pira? ¿Qué debe hacer uno para merecer una muerte así?

—Oh, cállate, Avila. No voy a discutir contigo aquí y ahora. —Albrec miró a su alrededor, cada vez más nervioso. Algunos de los clérigos más cercanos se estaban volviendo para escuchar la voz de Avila.

—Muy bien, hermano —dijo Avila, volviendo a sonreír—. Seguiremos con esto más tarde. Tal vez el hermano Mensio pueda ayudarnos.

Albrec no dijo nada. A Avila le encantaba llevar las conversaciones hasta el límite, hasta el mismo borde de la ortodoxia. Era preocupante. Albrec pensaba a veces que la distancia entre lo que Avila creía y lo que decía iba en aumento y que ni siquiera él, buen amigo del noble, era capaz de decir hasta qué punto era profundo el abismo entre lo que parecía haber y lo que realmente había en la mente del joven.

El séquito del prelado pasó junto a ellos, y vieron una mano pálida saludando graciosamente a la multitud desde las profundidades del carruaje. Luego desapareció. Hubo una sensación de anticlímax.

—Por lo menos podía haber bajado para darnos su bendición —rezongó un monje junto a ellos.

Avila palmeó al hombre en la espalda.

—¡Ésa ha sido su bendición, hermano! ¿No has visto sus dedos trazando el Signo del Santo mientras pasaba al galope? Una bendición rápida, cierto, pero eso no le quita mérito.

El monje, un novicio inceptino con la capucha blanca de los estudiantes de primer año, esbozó una amplia sonrisa.

—Así que me ha bendecido el futuro pontífice del mundo. Gracias, hermano. No me había dado cuenta. Tienes buena vista.

—Y una imaginación muy activa —murmuró Albrec mientras él y Avila regresaban a Charibon.

Las campanas de la catedral marcaban la tercera hora, y las bandadas de monjes regresaban a sus colegios respectivos para desayunar. El estómago de Albrec rugió de anticipación al pensarlo.

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