—¿Con quién tenemos que hablar? —preguntó Griella con los ojos muy abiertos. Su apretón en el brazo del mago no se había relajado un ápice.
Bardolin señaló hacia una silueta robusta y provista de un elaborado mostacho en el mayor de los barcos. Estaba en la parte trasera (¿el alcázar?) y gritaba furiosamente a un grupo de hombres en el combés del barco. Sostenía una larga pipa de agua oriental en la mano y la blandía ante los hombres como si fuera un arma. Llevaba el cabello tan corto que podía verse el brillo de su cráneo.
—Diría que ese hombre está al mando —decidió Bardolin.
—¿Es ése el tal Hawkwood?
—No lo sé, hija. Tendremos que preguntar.
Griella y él se abrieron paso por entre las pilas de provisiones, cordaje y madera que abarrotaban el muelle hasta donde una pasarela con tablas en vez de escalones ascendía hasta el combés del barco mayor Algunos marineros se detuvieron para observar al hombre de aspecto duro y militar y a la chica de cabello brillante cogida de su brazo. Hubo un silbido admirativo y una frase obscena en un idioma que ni siquiera Bardolin identificó; pero su significado y el gesto que la acompañó resultaron obvios.
Griella se volvió hacia los burlones marineros. A la luz del sol sus ojos parecieron adquirir un resplandor amarillo, y sus labios se separaron de sus dientes blancos en un gruñido.
Bardolin tiró de ella, dejando a los marineros contemplando fijamente a la pareja. Un hombre trazó a toda prisa el Signo del Santo.
Ascendieron por la precaria pasarela, que parecía diseñada más para la agilidad de los monos que para la de los hombres. Una vez en cubierta, Bardolin levantó una mano hacia el furioso hombre del mostacho y le gritó con su mejor voz de sargento de arcabuceros:
—¡Eh, capitán! ¿Podemos hablar con vos?
El hombre se arrancó la pipa de agua de la boca como si le hubiera mordido y dirigió a la pareja una mirada furiosa.
—Por el trasero del Profeta, ¿quiénes sois?
—Gente que embarcará con vos dentro de poco. ¿Podemos hablar con vos?
El hombre elevó los ojos al cielo.
—Un hechicero, no me extrañaría, y con su fulana. ¡Dulces santos, menudo viaje nos espera!
Se apartó de la barandilla del alcázar, murmurando para sí. Bardolin y Griella se miraron y luego ascendieron hacia él, sintiendo dos docenas de miradas hostiles en sus espaldas mientras pasaban. Era como adentrarse en el territorio de una tribu extraña y primitiva.
El alcázar estaba sembrado de rollos de soga y vergas ligeras. Por todas partes bajaban fragmentos de cordaje móvil para ser fijados a las batayolas. Una campana de bronce relucía, dolorosamente brillante bajo el sol, y el enorme timón que gobernaba el barco desde la media cubierta inferior había sido desmontado y yacía a un lado. El hombre estaba apoyado en el coronamiento de popa mientras chupaba su burbujeante pipa. Sus ojos eran rendijas desconfiadas.
—Bueno, ¿qué queréis? Nos estamos preparando para una travesía larga y nos faltan hombres. Tengo cosas que hacer, y pasar el rato con gente de tierra no es una de ellas.
—Soy Bardolin de Carreirida y ésta es mi protegida, Griella Tabard. Nos han dicho que debemos tomar pasaje en uno de los barcos de Ricardo Hawkwood, y queríamos verlos y pedir consejo para prepararnos para el viaje.
El hombre pareció a punto de soltar una respuesta despectiva, pero algo en la mirada de Bardolin lo contuvo.
—Habéis sido soldado —dijo por fin—. Veo la marca del yelmo. No parecéis un mago. —Hizo una pausa, contemplando la burbuja cristalina de su pipa durante un instante, y luego añadió de mala gana—: Soy Billerand, segundo de a bordo del
Águila
, de modo que no me llaméis capitán, al menos todavía no. Richard está en la ciudad regateando con mercaderes y prestamistas. No sé cuándo volverá.
El duende se retorció en el pecho de Bardolin, dejando a Billerand con la boca abierta.
—¿Podríamos hablar abajo? —preguntó Bardolin—. Aquí hay muchos pares de orejas.
—De acuerdo.
El segundo los hizo bajar por una escalerilla de la cubierta, y parpadearon para acostumbrarse a la penumbra después de la intensa luz del día. El lugar era sofocante; el calor parecía adherirse a sus gargantas como algo tangible. Podían oler la madera del barco, el alquitrán que calafateaba las juntas, de aroma suave y amargo, y el débil hedor de la sentina, como a residuos y agua estancada en un lugar caluroso. También podían oír los golpes y gritos de los hombres en la bodega del barco. Parecían el ruido de un combate librado en la habitación contigua de una casa grande, amortiguado pero muy cercano.
Cruzaron una puerta, pasando por encima del umbral, y se encontraron en el camarote del capitán. Un lado estaba ocupado por las largas ventanas de popa. Mirando al exterior, podían ver el puerto, iluminado por el sol y enmarcado por las líneas curvas de los mamparos interiores, como un claroscuro de contraste muy intenso. Había dos culebrinas pequeñas a cada lado del camarote, fuertemente amarradas a las portas cerradas. Billerand se sentó tras la mesa situada en perpendicular al barco, con el paisaje del puerto detrás de él.
—¿Es un familiar lo que lleváis ahí? —preguntó, señalando los movimientos bajo la pechera de la túnica de Bardolin.
—Sí, un duende.
El rostro del segundo pareció iluminarse un poco.
—Llevar un duende en un barco trae buena suerte. Y reducirá el número de ratas. Al menos, esto alegrará a los hombres. Dejadlo salir, si os place.
Bardolin dejó que el duende asomara por el cuello de su túnica. La diminuta criatura parpadeó, mientras sus orejas se movían y temblaban a ambos lados de su cabeza. Bardolin percibió su miedo y su fascinación.
El rostro feroz de Billerand se relajó en una sonrisa.
—Hola, pequeño. Mira lo que tengo para ti. —Extrajo un pequeño trozo de tabaco de una bolsa que llevaba al cuello y se lo tendió. El duende miró a Bardolin, saltó a la mesa y olfateó el tabaco. Lo levantó delicadamente con una mano diminuta y provista de garras, y luego empezó a roerlo como una ardilla con una nuez. Billerand le rascó suavemente detrás de la oreja y su sonrisa se ensanchó)—. Como he dicho, los hombres se alegrarán. —Volvió a reclinarse en su silla—. ¿Qué queréis que os cuente, pues, Bardolin de Carreirida?
—¿Qué sabéis del viaje que vamos a emprender?
—Muy poco. Sólo que es al oeste. Las islas Brenn, quizás. Y no llevamos cargamento, sólo pasajeros y algunos soldados hebrioneses. Estaremos más apretados en estos barcos que una pareja en su noche de bodas.
—¿Y cuál es la naturaleza de los demás pasajeros, aparte de los soldados?
—Practicantes de dweomer, como vos. Los hombres aún no lo saben, y prefiero que las cosas sigan así por el momento.
—¿Sabéis quién financia el viaje?
—Se habla de un noble, e incluso de una concesión real. Richard todavía no ha informado a sus oficiales.
—¿Qué clase de hombre es Hawkwood?
—Un buen marinero, incluso un gran navegante. Ha rediseñado sus barcos según sus propias ideas, pese a las protestas de los marineros más veteranos. Se desvían menos a barlovento que ningún otro barco del puerto, os lo prometo. Y entra menos agua que en los otros barcos de su clase. He estado en este galeón bajo una galerna terrible frente al estrecho de Malacar con una costa a sotavento apenas a una legua de distancia, y con el viento del sureste rugiendo en la aleta de estribor, pero la capeamos. Muchos otros barcos, y muchos otros capitanes, hubieran acabado destrozados por los arrecifes.
—¿Es nativo de Hebrion?
—No, ni tampoco la mayor parte de su tripulación. No, nuestro Richard es gabrionés, de la raza de los navegantes, aunque ha vivido en Abrusio estos últimos veinte años, desde que se casó con una Calochin.
—¿Es un hombre… religioso?
Billerand se echó a reír, derramando algo de líquido por el borde de su pipa. El duende pegó un salto, asustado, pero el oficial lo tranquilizó con una caricia de su mano llena de callos.
—Tranquilo, pequeño, no pasa nada. No, mago, no es particularmente religioso. ¿Creéis que llevaría un cargamento de personas como vos si lo fuera? Hasta lo he visto ofrecer un sacrificio a Ran, el dios de las tormentas, para aplacar a los nativos de la tripulación. Si los inceptinos se hubieran enterado, lo hubieran quemado hace mucho tiempo. No debéis tener miedo; no siente ningún aprecio por los Cuervos. Ordenaron matar a Julius Albak, el anterior segundo de a bordo y un gran marinero, delante de nuestros ojos, y luego se llevaron a la mitad de la tripulación del
Gracia
a las catacumbas a esperar la pira… pero nuestro Richard los sacó de allí, Dios sabe cómo.
—¿De qué países proceden vuestros marineros? —preguntó Bardolin con interés, sentándose sobre un baúl apoyado contra el mamparo delantero.
Billerand dio una chupada a su burbujeante pipa.
—¿A qué vienen esas preguntas, mago? ¿No seréis un espía de los inceptinos?
—Nada de eso. —El rostro de Bardolin se transformó, volviéndose pálido como el mármol, pero sus ojos centellearon—. Hoy han quemado a un amigo mío, marinero, un muchacho que era como un hijo para mí. Han destrozado mi casa y mis investigaciones de treinta años. Estoy a punto de ser exiliado por su causa. No aprecio a los Cuervos.
Billerand asintió con la cabeza.
—Os creo. Y os diré que nuestros hombres provienen de todos los reinos y sultanatos de Normannia. Somos de Nalbeni y Ridawan, Kashdan e Ibnir. Hay hombres de Gabrion que navegaron con el padre de Richard; norteños de la lejana Hardalen, e incluso un nativo de las junglas de Punt, aunque no habla demasiado porque los merduk le cortaron la lengua. Tenemos a címbricos capturados por los torunianos y vendidos como esclavos. Eran remeros en una galera de Macassar que capturamos el año pasado. Richard es ahora su capitán. Tienen las caras azules y llenas de tatuajes. Yo soy de Narbosk, el electorado fimbrio que se separó del imperio y siguió su propio camino en la época de mi bisabuelo. He servido con los tercios fimbrios, pero es muy aburrido librar las mismas batallas junto al Gaderio cada año. ¿En qué ejército servisteis vos?
—En el de Hebrion. Primero llevé espada, y luego arcabuz. Luchamos contra los fimbrios en Himerio, y nos dieron una buena paliza. Sin embargo, se retiraron de Imerdon, que ahora pertenece a la corona hebrionesa.
—Ah, los fimbrios —dijo Billerand con los ojos brillantes. De repente metió la mano bajo la mesa y sacó una botella de cristal oscuro y fondo ancho—. Tomad un trago de nabuksina conmigo, en recuerdo de los fimbrios —dijo, y su sonrisa mostró unos dientes cuadrados y amarillos como los de un caballo.
Compartieron el fuerte licor fimbrio, bebiendo por turnos de la botella. El duende los observaba, sonriendo de oreja a oreja, con el tabaco convertido en un bulto en su mejilla. Griella se removía con inquietud. Aquella conversación sobre batallas y ejércitos la aburría. Cuando Bardolin se dio cuenta, se secó la boca con la mano, como no había hecho desde hacía años, y levantó el brazo cuando Billerand volvió a ofrecerle la botella.
—En otro momento quizá, amigo, tengo otras preguntas para vos.
—Preguntad —dijo Billerand amablemente, retorciéndose un extremo de su brillante mostacho con un dedo.
—¿Por qué nos acompañan los soldados? ¿Es eso habitual?
Billerand eructó.
—Si hay una concesión real de por medio, sí.
—¿Cuántos embarcarán?
—Nos han encargado aprovisionarnos para cincuenta hombres; un semi tercio.
—Son muchos soldados para dos barcos como éstos.
—Desde luego. Tal vez vengan para impedir que el dweomer nos hechice cuando estemos en el mar. También hemos tenido que construir establos para media docena de caballos y yeguas, de modo que los nobles no se gasten las botas cuando desembarquemos.
—¿Y estáis seguro de que no sabéis dónde se producirá ese desembarco?
—Por mi honor de soldado, no lo sé. Richard se lo ha guardado para sí. A veces lo hace, cuando zarpamos en persecución de una presa, para que los rumores no se extiendan por el puerto. Los marineros son peores que las viejas chismosas cuando quieren, y les encantan las presas.
—¿De modo que éste es también un barco corsario?
—Es cualquier cosa que necesite ser para ganar algo de dinero; pero no queremos que eso se sepa en Hebrion. Nuestro buen capitán tiene contactos con los nómadas del mar, los corsarios de Rovena, o Macassar como lo llaman ahora. Nuestras culebrinas y falconetes no sirven sólo de adorno.
—Estoy seguro de ello —dijo Bardolin, poniéndose en pie—. ¿Podéis decirme cuándo esperáis zarpar?
Billerand sacudió tristemente la cabeza. La bebida empezaba a dar signos de vida detrás de sus ojos, volviéndolos cristalinos como canicas mojadas.
—Levaremos anclas durante las dos próximas semanas, eso es todo lo que sé. Dudo de que el propio Richard sepa aún la fecha exacta. Hay muchas cosas que dependen de los nobles.
—Entonces volveremos a vernos, Billerand. Esperemos que el viaje sea propicio.
Billerand les guiñó lentamente un ojo, volviendo a mostrarles sus dientes cuadrados en una sonrisa.
De nuevo en el muelle, Bardolin avanzaba sumido en sus pensamientos, con el duende profundamente dormido en su seno. Griella tenía que correr junto a él para mantenerse a su altura.
—¿Y bien? —preguntó.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué has averiguado?
—Estabas allí. Has oído lo que ha dicho.
—Pero has adivinado algo. No me lo estás diciendo todo.
Bardolin se detuvo y la miró. Tenía el labio inferior atrapado entre los dientes. Parecía absurdamente atractiva, e increíblemente joven.
—Es la presencia de tantos soldados, y de los nobles que están al mando. Y los caballos.
—¿Qué pasa con ellos?
—No podemos ir a ningún puerto de los principados o reinos civilizados; sus autoridades no permitirían el desembarco de tantos soldados extranjeros. Y los caballos. Billerand ha dicho que había caballos y yeguas. Los caballos de guerra están castrados. Esos animales son para cría. ¿Y has visto las ovejas que subían a bordo? Me apostaría algo a que tienen el mismo propósito.
—¿Y qué significa todo eso?
—Que vamos a algún lugar donde no hay ovejas ni caballos, y sin ninguna autoridad establecida. Verdaderamente, zarparemos hacia lo desconocido.