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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (44 page)

BOOK: El Viajero
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Una segunda hiena, con el pelaje a manchas, salió de entre las sombras del rincón de las fotos. Los dos animales intercambiaron una mirada, y el líder, el del sofá, dejó escapar un grave gruñido. Intentando mantener la distancia, Hollis se desplazó hacia la puerta principal, cerrada con llave. Entonces, oyó un agudo ladrido y vio que una tercera hiena se acercaba por el pasillo. Aquella tercera bestia había permanecido oculta esperando a que él entrara en la sala de estar.

Las tres hienas empezaron a moverse formando un triángulo con él en el centro. Hollis percibió su apestoso olor y oyó el roce de sus garras en el suelo de madera. Se le hacía difícil respirar. Un intenso miedo se apoderó de él. El líder de la manada rió y mostró los colmillos.

—¡Vete al infierno! —gritó Hollis abriendo fuego con el rifle.

Primero disparó contra el líder. Luego se volvió ligeramente y soltó una ráfaga contra la hiena manchada del rincón de las fotos. La tercera fiera se abalanzó sobre él justo cuando Hollis se tiraba de lado. Notó un dolor lacerante en el brazo izquierdo al dar contra el suelo. Rodó a un lado y vio que la tercera hiena se daba la vuelta, lista para atacar. Apretó el gatillo y acertó al animal desde abajo. Las balas perforaron el pecho de la hiena y la arrojaron contra la pared.

Cuando se levantó, Hollis se tocó el brazo y notó sangre. La hiena debía de haberlo herido con sus garras al saltar. En ese momento, el animal yacía de costado emitiendo un ruido sibilante mientras la sangre le manaba de una herida del pecho. Hollis contempló a su atacante pero no se acercó. El animal le devolvió la mirada con ojos llenos de odio.

La mesa de centro había sido derribada. La rodeó y examinó al líder de la manada. El animal mostraba agujeros de bala en el pecho y las patas. Tenía los labios contraídos y parecía sonreír.

Hollis se apartó y pisó un charco de sangre que se extendía por el suelo. Las balas habían traspasado el cuello de la hiena moteada, arrancándole casi la cabeza. Hollis se agachó y vio que el pellejo cubierto de pelo negro y amarillo parecía como de cuero. Zarpas afiladas. Mandíbula y colmillos fuertes. Era una perfecta máquina de matar, muy distinta de los temerosos y más pequeños ejemplares que había visto en el zoológico. Aquella criatura era una aberración de la naturaleza, algo creado para que cazara sin miedo, obligado a atacar y matar. Maya le había advertido que los científicos de la Tabula habían conseguido manipular las leyes de la genética. ¿Qué palabra había usado? Segmentados.

Algo cambió en la sala. Se alejó del segmentado muerto y se dio cuenta de que ya no se escuchaba el ruido sibilante de la tercera hiena. Levantó el rifle de asalto y entonces vio que una sombra se movía a su izquierda. Giró rápidamente en el instante en que el líder se incorporaba sobre sus patas y se lanzaba contra él.

Hollis disparó frenéticamente. Una bala traspasó al animal lanzándolo de espaldas. Siguió disparando hasta que vació el cargador de treinta proyectiles. Luego, dando la vuelta al rifle, Hollis corrió hacia la fiera y la golpeó con furia histérica, aplastándole la cabeza y las mandíbulas hasta que la culata de madera se partió. Luego, se quedó entre las sombras aferrando la inutilizada arma.

Un roce. Zarpas en el suelo. A dos metros de distancia, la tercera hiena se estaba levantando. A pesar de que tenía el pecho empapado de sangre, se disponía a atacar. Hollis le arrojó el rifle y echó a correr por el pasillo al tiempo que intentaba cerrar la puerta; pero la hiena se lanzó contra ella y la abrió. Hollis se metió en el cuarto de baño, cerró la puerta y se apoyó contra el endeble contrachapado, sujetando el picaporte. Pensó en trepar y escapar por la ventana, pero se dio cuenta de que la puerta no aguantaría ni dos segundos.

El «segmentado» golpeó la puerta con fuerza y ésta se abrió unos centímetros, pero Hollis hizo palanca con todo su cuerpo y consiguió volver a cerrarla.

«Busca un arma —pensó—. Lo que sea.»

Los mercenarios de la Tabula habían tirado el contenido del armario por el suelo. Apoyando la espalda contra la puerta, se sentó y empezó a rebuscar frenéticamente entre los restos. El segmentado volvió a empujar y consiguió meter el morro por la abertura. Hollis vio los dientes de la bestia y oyó su frenética risa mientras intentaba mantener la puerta cerrada con todas sus fuerzas.

Vio un aerosol de laca tirado en el suelo y un mechero en el lavabo. Los cogió y corrió hacia atrás, en dirección a la ventana. La puerta se abrió de golpe. Durante una décima de segundo, Hollis miró a los ojos del animal y vio la intensidad de su deseo de matar. Fue como tocar un cable eléctrico y notar que una malévola descarga le recorría el cuerpo.

Presionó el botón del aerosol, rociando los ojos de la hiena, y a continuación encendió el mechero. La nube de laca se convirtió en una bola de fuego que envolvió la cabeza del segmentado. La hiena lanzó un alarido de dolor que sonó casi humano. Ardiendo, salió al pasillo y corrió hacia la cocina. Hollis entró en el cuarto de gimnasia, cogió una de las barras de las pesas y salió tras la bestia. La casa estaba llena de un penetrante hedor a carne y pellejo chamuscados.

Hollis se quedó cerca de la puerta y alzó la barra de hierro, presto a atacar, pero el «segmentado» siguió aullando y quemándose hasta que se derrumbó tras la mesa y murió.

43

Gabriel no sabía cuánto tiempo llevaba viviendo bajo tierra. Cuatro o cinco días. Quizá más. Se sentía desconectado del mundo exterior y de su ciclo diario de luz y oscuridad.

La línea divisoria que había creado entre el sueño y la vigilia empezaba a desaparecer. En Los Ángeles, sus ensoñaciones habían sido confusas y carentes de significado; pero, en esos momentos, parecían un tipo diferente de realidad. Si se iba a dormir concentrándose en los caracteres del Tetragrámaton, podía permanecer consciente en sus sueños y caminar alrededor de ellos como si fuera un visitante. El mundo de los sueños resultaba de una intensidad casi aplastante, de modo que la mayor parte del tiempo miraba hacia abajo, clavaba la vista en sus pies, y sólo alzaba la mirada de vez en cuando para contemplar el nuevo entorno que lo rodeaba.

En un sueño, Gabriel había caminado por una playa donde cada grano de arena era una estrella diminuta. Se detuvo y contempló el océano, azul verdoso, cuyas silenciosas olas rompían en la orilla. En otra ocasión, se vio en una desierta ciudad con barbadas estatuas asirias talladas en altos muros de ladrillo. En el centro de la ciudad había un parque con hileras de abedules, una fuente y un parterre de iris azules; todas las flores, hojas y tallos eran perfectos e inconfundibles: una creación ideal.

Al despertarse de aquellas experiencias solía encontrar galletas, latas de atún y trozos de fruta en una caja de plástico al lado de su camastro. La comida aparecía casi por arte de magia, y Gabriel no sabía cómo Sophia Briggs era capaz de entrar en el cuarto de dormir sin hacer ningún ruido. Comía hasta quedar saciado; luego, salía de la sala dormitorio y se internaba por el túnel. Si Sophia no estaba por los alrededores, cogía la lámpara de queroseno y se dedicaba a explorar.

Normalmente, las serpientes reales se mantenían alejadas de las bombillas del túnel principal; sin embargo, Gabriel se las encontraba siempre en las estancias laterales. A veces no eran más que una masa informe de cabezas y colas que se retorcían. Otras, no hacían más que yacer pasivamente en el suelo, como si estuvieran en plena digestión de una rata. Las serpientes nunca reaccionaban con agresividad ante Gabriel ni hacían movimientos amenazadores. A pesar de todo, le incomodaba el hecho de ver sus ojos, tan redondos y precisos como pequeñas joyas negras.

Las serpientes no le hacían daño, pero el silo era peligroso. Gabriel inspeccionó la abandonada sala de control, el generador eléctrico y la antena de radio. El generador estaba cubierto de un moho que se adhería al metal igual que un manto verde y peludo. En la sala de control, los relojes e indicadores habían sido hechos pedazos y objeto de rapiña. Del techo colgaban cables eléctricos igual que raíces en una cueva.

Gabriel recordaba haber visto una pequeña abertura en una de las tapas de hormigón que cubrían el silo de lanzamiento. Quizá fuera posible arrastrarse por aquel agujero y salir a la luz del sol; no obstante, la zona de los misiles era la más peligrosa de todo el complejo subterráneo. En una ocasión, mientras intentaba explorar uno de los silos de lanzamiento, se perdió por oscuros pasadizos y estuvo a punto de caer por un agujero en el suelo.

Cerca de los vacíos depósitos de combustible para el generador encontró un ejemplar atrasado cuarenta y dos años del
Arizona Republic
, un diario de Phoenix. Las hojas estaban amarillas y eran quebradizas, pero seguían siendo legibles. Gabriel pasó horas en su cama plegable leyendo las noticias, los anuncios de ofertas de trabajo y los de boda mientras fingía ser un visitante proveniente de otros dominios y que aquel diario era su única fuente de información sobre la raza humana.

La civilización que aparecía en las páginas del
Arizona Republic
parecía ser violenta y cruel. A pesar de todo, también presentaba aspectos positivos. Gabriel disfrutó leyendo un artículo sobre una pareja de Phoenix que llevaba cincuenta años casada. Tom Zimmerman era un electricista a quien le gustaban los trenes en miniatura. Su mujer, Elizabeth, era una antigua maestra de escuela y una activa miembro de la Iglesia metodista. Tumbado en su camastro, estudió la vieja foto de aniversario de la pareja. Ambos sonreían a la cámara y se cogían de la mano. Estando en Los Ángeles, Gabriel había tenido algunas relaciones con mujeres. Sin embargo, esas experiencias se le antojaban de lo más distantes. La foto de los Zimmerman era la prueba de que el amor podía sobrevivir a las furias de ese mundo.

El viejo diario y el pensar en Maya fueron sus únicas distracciones. Normalmente, se aventuraba por el túnel principal y se encontraba con Sophia Briggs. El año anterior, la mujer había contado todas las serpientes del silo y en esos momentos estaba llevando a cabo un nuevo censo para comprobar si su población había aumentado. Para ello les pintaba el lomo con un aerosol de pintura no tóxica y así sabía que ese ejemplar ya había sido registrado. Gabriel se acostumbró a ver serpientes reales con manchas de naranja fluorescente en la punta de la cola.

En su sueño, Gabriel caminaba por un largo pasadizo; entonces, abrió los ojos y se vio tumbado en la cama plegable. Después de beber un poco de agua y comer unas cuantas galletas, salió del dormitorio y encontró a Sophia en la sala de control abandonada. La bióloga se dio la vuelta y le dirigió una escrutadora mirada. Gabriel siempre se sentía como el alumno novato de una de sus clases en la universidad.

—¿Qué tal ha dormido?

—Bien.

—¿Ha encontrado la comida que le dejé?

—Sí.

Sophia vio una serpiente real deslizándose entre las sombras. Con un rápido movimiento, le roció la cola con pintura y contó el ejemplar con su contador manual.

—¿Cómo va con esa preciosa gota de agua? ¿Ha conseguido ya cortarla en dos?

—Todavía no.

—Bueno, quizá la próxima vez. ¿Por qué no lo intenta?

Gabriel volvió a situarse ante la mancha de agua, mirando el techo y maldiciendo todos y cada uno de los
Noventa y nueve caminos
. La gota era demasiado pequeña y demasiado rápida. La hoja era demasiado estrecha. La tarea era demasiado imposible.

Al principio había intentado concentrarse en el acontecimiento en sí mismo, contemplando la gota a medida que se formaba, flexionando los músculos y agarrando la espada como si fuera un jugador de béisbol a la espera de un lanzamiento. Por desgracia, el suceso se desarrollaba sin ninguna previsibilidad. A veces, la gota tardaba veinte minutos en caer. A veces, caían dos gotas en apenas unos segundos.

A pesar de todo, golpeó con la espada. Masculló una imprecación y volvió a intentarlo. Lo invadía una furia tal que pensó en largarse del silo y regresar a San Lucas aunque fuera caminando. No era el príncipe perdido de los cuentos de su madre, solamente un joven idiota que se dejaba dar órdenes por una vieja medio chiflada.

Gabriel presentía que aquel día no iba a reportarle más que fracasos. No obstante, al permanecer allí, de pie con su espada, se fue olvidando de sí mismo y sus problemas. A pesar de que el arma seguía en sus manos, no tenía conciencia de estar sujetándola. La espada se había convertido en una simple prolongación de su mente.

La gota de agua cayó, pero pareció hacerlo a cámara lenta. Cuando asestó el golpe con la espada y vio que la hoja cortaba la gota en dos, Gabriel se hallaba fuera de su propia experiencia. En ese instante el tiempo se detuvo, y él lo vio todo con claridad: la espada, sus manos y la gota flotando en dos direcciones opuestas.

El tiempo empezó a fluir de nuevo, y la sensación se desvaneció. Únicamente habían transcurrido unos segundos, pero le habían parecido un atisbo de eternidad. Gabriel dio media vuelta y echó a correr por el túnel.

—¡Sophia! ¡Sophia! —gritó mientras su voz resonaba entre las paredes de hormigón.

Ella seguía en la sala de control, escribiendo en su cuaderno de notas.

Gabriel tartamudeó como si la lengua no le funcionara.

—Yo... Yo... He cortado la gota, la he cortado con la espada de jade.

—Bien. Muy bien. —Cerró la libreta—. Está haciendo progresos.

—Hay otra cosa, pero es difícil de explicar. Mientras ocurría tuve la impresión de que el tiempo se ralentizaba.

—¿Vio eso?

Gabriel bajó la vista.

—Ya sé que suena a locura...

—Nadie puede detener el tiempo —dijo Sophia—, pero hay gente que es capaz de centrar sus sentidos más allá de los límites normales. Quizá tuvo la impresión de que el mundo giraba más despacio, pero todo estaba en su cabeza. Su percepción estaba acelerada. De vez en cuando, los grandes atletas son capaces de lograr algo parecido. Una pelota les llega volando por el aire, y pueden verla con total precisión. Algunos músicos son capaces de oír cada instrumento de una orquesta sinfónica tocando a la vez. Es algo que incluso puede ocurrirle a la gente normal cuando reza o medita.

—¿Y les ocurre a los Viajeros?

—Los Viajeros son distintos a la mayoría de nosotros porque pueden aprender a controlar ese tipo de percepción intensificada. Eso les confiere el poder de ver el mundo con una tremenda claridad. —Sophia estudió el rostro de Gabriel como si los ojos del joven fueran a darle la respuesta—. ¿Puede hacer eso, Gabriel? ¿Puede apretar un interruptor en su mente y hacer que el mundo se detenga o se ralentice durante un rato?

BOOK: El Viajero
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