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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (51 page)

BOOK: El Viajero
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Aquel rito de la confesión era algo exclusivo de la congregación, una especial combinación de reunión cuáquera y actualización baptista. Primero, el reverendo Morganfield pronunció un sermón acerca del maná en el desierto, pero no sólo sobre el alimento enviado a los israelitas, sino también de las riquezas puestas a disposición de cualquier creyente. Luego, una banda compuesta por tres músicos empezó a tocar un gospel, y la congregación cantó
Call Your Faith Forward
, un himno tradicional Jonesie. Los reunidos se pusieron de pie durante el canto y expresaron en voz alta sus inquietudes.

Casi todos mencionaron a Vicki Fraser. Estaban preocupados por ella y tenían miedo, pero sabían que Dios la protegería. Vicki mantuvo la vista al frente y se esforzó por no parecer fuera de lugar. Por la manera que se expresaban los reunidos, todo había sido culpa de ella por creer en la Deuda No Pagada. Una confesión. Otro cántico. Otra confesión. Le entraron ganas de levantarse y salir corriendo de la iglesia, pero sabía que todos la perseguirían.

Justo cuando los cánticos aumentaban, la puerta del diácono que había cerca del altar se abrió y por ella entró Hollis Wilson. Los presentes dejaron de cantar, pero eso no pareció molestarlo. De pie ante la congregación, se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un ejemplar con tapas de cuero de las
Cartas escogidas de Isaac T. Jones
.

—Tengo una confesión que hacer —dijo—. Tengo un testimonio para todos vosotros. En la Cuarta Carta, escrita desde Meridien, en Missouri, el Profeta dice que no hay hombre o mujer definitivamente perdidos. Todos, incluso el más miserable de los pecadores, puede tomar la decisión de volver a Dios y a su círculo de fieles.

Hollis miró al reverendo, y éste respondió de inmediato:

—Amén a eso, hermano.

La congregación dejó escapar un suspiro y pareció relajarse. Sí. Ante el altar había un hombre peligroso, pero a todos les resultaba familiar su estilo de confesión. Hollis miró a Vicki por primera vez y asintió imperceptiblemente, como si reconociera el especial vínculo que los unía.

—He vagado sin rumbo muchos años —continuó Hollis—. He llevado una vida desordenada, de pecado y desobediencia. Me disculpo ante quien haya herido u ofendido, pero no busco el perdón. En su Novena Carta, Isaac Jones nos dice que solamente Dios nos garantiza un perdón que brinda a hombres y mujeres por igual, a toda raza o nación bajo el sol. —Hollis abrió el libro y leyó un fragmento—: «Nosotros, que somos iguales a los ojos de Dios, deberíamos ser iguales a los ojos de la humanidad».

—Amén —dijo una anciana señora.

—Tampoco reclamo perdón por haberme unido a un Arlequín para luchar contra la Tabula. Al principio lo hice por dinero, igual que un asesino a sueldo; pero, ahora, se me ha caído la venda de los ojos y he visto el poder de la Tabula y sus planes para controlar y manipular a la gente de Nueva Babilonia.

»Durante muchos años, esta congregación se ha visto dividida por la cuestión de la Deuda No Pagada. Creo con toda firmeza que esa discusión ha perdido todo sentido. Zachary Goldman, León del Templo, murió con el Profeta. Eso es un hecho, y nadie lo discute. Sin embargo, lo importante es el mal que se está haciendo en este momento, la voluntad de la Tabula de traicionar a la humanidad. Tal como dijo el Profeta: «Los justos deben luchar contra el dragón tanto en las tinieblas como en la luz».

Vicki miró a su alrededor. Hollis había convencido a alguno de los presentes, pero de ningún modo al reverendo Morganfield. Los fieles de más edad asentían, rezaban y murmuraban «amén».

—Debemos apoyar a los Arlequines y sus aliados, no solamente con nuestras oraciones, sino con nuestros hijos e hijas. Por eso he venido hoy aquí. Nuestro ejército necesita la ayuda de Victory From Sin Fraser. Le pido a ella que se una a nosotros y comparta nuestros avatares.

Hollis alzó la mano e hizo un gesto como si dijera: «Ven conmigo». Vicki sabía que aquélla iba a ser la elección más decisiva de su vida. Cuando miró a su madre vio que Josetta estaba llorando.

—Quiero tu bendición —susurró Vicki.

—No vayas. Te matarán.

—Se trata de mi vida, madre. Es mi elección. Sabes que no puedo quedarme.

Sin dejar de llorar, Josetta abrazó a su hija. Vicki notó los brazos de su madre estrechándola fuertemente y al fin dejándola marchar. Todos la observaron cuando salió de la fila de bancos y se reunió junto a Hollis en el altar.

—Adiós —dijo Vicki a la congregación. Su tono la sorprendió: sonaba firme y confiado—. Es posible que en las próximas semanas pida protección y ayuda a alguno de vosotros. Id a casa, rezad y decidid si queréis apoyarnos.

Hollis la cogió de la mano y ambos se dirigieron rápidamente hacia la puerta. En el camino de acceso había aparcada una camioneta con un techo de acampada sobre la plataforma de carga. Al subir, Hollis se quitó la pistola automática del cinturón y la dejó entre los dos.

—Hay dos mercenarios de la Tabula ahí delante, al otro lado de la calle —le dijo—. Confiemos en que no haya un segundo grupo observándonos.

Despacio, condujo el vehículo hasta que se metió por un camino de tierra que discurría entre dos hileras de casas. Hollis siguió girando hasta que desembocaron a una calle asfaltada a varias manzanas de distancia de la iglesia.

—¿Estás bien? —Vicki miró a Hollis y sonrió.

—Tuve un pequeño encuentro con tres segmentados, pero ya te lo contaré después. He estado dando vueltas por la ciudad, yendo a bibliotecas y utilizando sus ordenadores. Me he puesto en contacto con ese Arlequín francés, Linden. Es el tipo que me envió el dinero y amigo de Maya.

—¿Quién más compone ese «ejército» del que hablabas?

—En estos momentos, sólo estamos tú y yo, Maya y Gabriel. Ella lo ha traído de vuelta a Los Ángeles, pero escucha esto atentamente. —Hollis golpeó el volante con el puño—: Gabriel ha logrado cruzar las barreras. Es un Viajero, un Viajero de verdad.

Vicki contempló el tráfico cuando se incorporaron a la autopista. Miles de personas se sentaban confinadas al volante de sus cajones metálicos. Aquellos ciudadanos clavaban los ojos en el coche de delante mientras escuchaban el ruido de sus radios y daban como cierto que aquel instante y lugar formaban la única realidad posible. En la mente de Vicki, todo había cambiado. Un Viajero había roto las ataduras que lo confinaban al mundo del presente. La autopista, con sus vehículos y sus conductores, no era la respuesta definitiva, únicamente una alternativa entre las posibles.

—Gracias por haber ido a la iglesia, Hollis. Era peligroso.

—Sabía que estarías allí y me acordaba del callejón. Además, necesitaba el permiso de la congregación. Me dio la impresión de que la mayoría de ellos me apoyaba.

—¿A qué clase de permiso te refieres?

Hollis se reclinó en su asiento y rió.

—Nos estamos ocultando en Arcadia.

Arcadia era un campamento que la congregación tenía en las colinas del noroeste de Los Ángeles. Una mujer blanca llamada Rosemary Khun, a quien le gustaba cantar los himnos de los Jonesie, había donado a la comunidad diecisiete hectáreas de una finca rural en Malibú. Tanto Hollis como Vicki habían estado allí de pequeños, en acampadas, nadando en la piscina y cantando canciones alrededor de un fuego los sábados por la noche. Hacía unos años que el pozo se había secado, y las autoridades habían clausurado la propiedad tras varias irrupciones ilegales. En esos momentos, la congregación intentaba vender la propiedad mientras que los herederos de Rosemary Khun habían presentado recursos ante los tribunales para recuperarla.

Hollis tomó la Route One que seguía la línea de la costa y después se incorporó a la autovía que cruzaba Topanga Canyon. Cuando giraron a la izquierda ante la oficina de correos de Topanga, la carretera se hizo estrecha y empinada, con robles y chaparrales a ambos lados de la calzada. Al fin pasaron bajo un arco de madera donde se leía lo que quedaba del cartel original, «cadia» y llegaron a lo alto de la colina. Un largo camino de tierra erosionado por las lluvias conducía hasta un aparcamiento de gravilla.

Las construcciones del campamento no habían cambiado en los últimos veinte años. El lugar disponía de dormitorios separados para chicos y chicas, de una piscina —en esos momentos vacía— con su cobertizo y de un centro comunitario que se utilizaba como comedor y centro para los servicios religiosos. Los largos y blancos edificios tenían techos de teja roja al estilo español. Los parterres y el huerto, en su momento pulcramente atendidos por los miembros de la congregación, aparecían llenos de malas hierbas. Todas las ventanas habían sido destrozadas, y el suelo estaba cubierto de latas de cerveza vacías. Desde lo alto de la loma se divisaban, a un lado, las montañas del interior; y al otro, el Pacífico.

Vicki creyó que estaban solos hasta que Maya y Gabriel salieron del centro comunal y cruzaron el aparcamiento para saludarlos. Maya tenía el mismo aspecto de siempre: fuerte y agresivo. Vicki observó a Gabriel buscando algún cambio en su apariencia. La sonrisa del joven parecía la misma, pero sus ojos la miraron con una nueva intensidad. Vicki no dejó de experimentar cierta inseguridad hasta que Gabriel le dijo hola y la abrazó.

—Nos tenías preocupados, Vicki. Me alegro de que estés aquí.

Hollis había pasado por un almacén de restos del ejército donde había comprado camastros plegables y sacos de dormir para los dos dormitorios. En la cocina del centro comunal había dejado un hornillo, garrafas de agua y cajas de comida en lata. Usaron una vieja escoba para barrer un poco el polvo y después se sentaron a una de las largas mesas. Maya conectó su ordenador y les mostró datos personales de ciudadanos norteamericanos recientemente fallecidos en accidentes de tráfico. Durante las siguientes semanas, conseguirían los certificados de nacimiento de aquellos difuntos; a continuación, sus permisos de conducir y, finalmente, pasaportes para distintas identidades. Cuando lo tuvieran todo, cruzarían la frontera con México y buscarían un lugar seguro donde esconderse.

—No quiero acabar en una cárcel mexicana —dijo Hollis—. Si vamos a abandonar el país necesitaremos dinero.

Maya les contó que Linden había mandado miles de dólares escondidos en un antiguo Buda. La figura estaba en manos de un marchante de arte de West Hollywood. Cuando uno era perseguido por la Tabula, mandar y recibir paquetes o dinero resultaba muy arriesgado. Hollis se ofreció voluntario para vigilar la parte de atrás del edificio cuando Maya entrara.

—No puedo dejar solo a Gabriel —comentó la Arlequín.

—No me pasará nada —repuso Gabriel—. Nadie conoce este lugar. Incluso suponiendo que la Tabula lo localizara, todavía tendría que llegar por esa empinada carretera, y nosotros veríamos los vehículos mucho antes de que estuvieran aquí.

La Arlequín cambió de opinión dos veces durante la comida, y al final llegó a la conclusión de que era importante hacerse con el dinero. Vicki y Gabriel permanecieron en el aparcamiento mientras veían la camioneta de Hollis alejándose colina abajo.

—¿Qué opinas de Maya? —preguntó Gabriel.

—Es muy valiente.

—Su padre la sometió a un entrenamiento durísimo para conseguir que se convirtiera en una Arlequín. Creo que no confía en nadie.

—En una ocasión, el Profeta escribió una carta a su sobrina Evangeline, que contaba unos doce años. En ella decía que nuestros padres nos ponen una armadura y que nosotros vamos añadiendo más y más blindaje a medida que nos hacemos mayores. Cuando nos convertimos en adultos, las distintas corazas no encajan y no pueden protegernos completamente.

—Maya se protege muy bien.

—Sí. Pero, por debajo, es igual que los demás. Somos todos iguales.

Vicki cogió la vieja escoba y empezó a barrer el centro comunal. De tanto en tanto miraba por la ventana y veía a Gabriel andando arriba y abajo por el camino de tierra. El Viajero parecía inquieto y desdichado. Debía de estar pensando en algo, intentando hallar la solución de algún problema. Vicki acabó de barrer y estaba fregando las mesas con una bayeta cuando Gabriel apareció en la puerta.

—He decidido cruzar al otro lado.

—¿Y por qué ahora?

—Tengo que encontrar a mi hermano, Michael. Se me escapó en la barrera de fuego, pero quizá esté en alguno de los otros dominios.

—¿Crees de verdad que está ayudando a la Tabula?

—Eso es lo que me preocupa, Vicki. Podrían estar obligándolo a hacerlo.

Ella lo siguió hasta el dormitorio de los chicos y lo observó sentarse en el camastro con las piernas rectas ante él.

—¿Debo marcharme? —preguntó.

—No. Está bien así. Mi cuerpo permanecerá en su sitio. Nada de llamas ni ángeles.

Sosteniendo con ambas manos la espada de jade, Gabriel respiró hondo varias veces. De repente, la parte superior de su cuerpo cayó hacia atrás. Aquel rápido movimiento pareció cambiarlo todo. Respiró una última vez, y entonces Vicki presenció la transformación. Gabriel se estremeció y quedó inerte. A la joven le recordó la foto que había visto de un caballero de piedra yaciendo sobre un sarcófago.

¿Estaría Gabriel por encima de ella, flotando a través del espacio? Miró a su alrededor buscando una señal, pero no vio nada aparte de las paredes manchadas de humedad y el sucio cielo raso.

«Dios mío, protégelo —rezó—. Dios del cielo, cuida de ese Viajero.»

50

Gabriel había cruzado. Su Luz había franqueado las cuatro barreras. Abrió los ojos y se vio en lo alto de la escalera de una vieja casa. Estaba solo. En la vivienda reinaba el silencio. Una grisácea claridad se derramaba por una estrecha ventana.

A su lado, en el rellano, tenía una vieja cómoda pasada de moda. Sobre ella había un jarrón con una rosa de seda, y Gabriel acarició los rígidos y suaves pétalos. La flor, el jarrón y la estancia donde se hallaba eran tan falsos como los objetos de su propio mundo. Únicamente la Luz era permanente y real. Su cuerpo y sus ropas no constituían más que fantasmales imágenes que lo habían seguido hasta aquel lugar. Gabriel desenvainó la espada unos cuantos centímetros, y la hoja destelló con plateada energía.

Apartó las cortinas de encaje y miró por la ventana. Era de noche, pero aún no cerrada, justo después de la puesta de sol. Se encontraba en una ciudad con aceras y árboles umbrosos. Al otro lado de la calle se veía una fila de casas. Toda la zona le recordaba los barrios de ladrillo rojizo de Nueva York o Baltimore. Las luces estaban encendidas en algunas de las viviendas, y los visillos adquirían un color amarillo pálido, como paños de pergamino viejo.

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