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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (7 page)

BOOK: El Viajero
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La única conexión de Gabriel con la Red se hallaba en el escritorio de su sala de estar. Unos años antes, Michael le había regalado un ordenador que había conectado a internet a través de una línea ADSL. Navegar por la red permitía a Gabriel bajarse música trance de Alemania, hipnóticos bucles de sonido producidos por una serie de DJ pertenecientes a un misterioso grupo llamado
Die Neunen Primitiven.
La música lo ayudaba a dormir cuando regresaba a casa por las noches. Mientras cerraba los ojos oyó a una joven mujer cantar:
Lotus eaters lost in New Babylon. Lonely Pilgrim, find your way home.

Prisionero de su sueño, cayó por la oscuridad atravesando nubes, nieve y lluvia. Dio contra el tejado de una casa, pasó a través de las tablas de cedro, la tela asfáltica, y las vigas de madera. Y en esos momentos volvía a ser un crío, de pie en el pasillo del segundo piso de la granja de Dakota del Sur. Y la casa estaba en llamas. La cama de sus padres, la cómoda y la mecedora de su habitación humeaban, se chamuscaban y ardían. «Sal —se dijo—. Encuentra a Michael. Ocúltate.» Pero el niño que era, la pequeña figura que caminaba por el pasillo, no parecía oír sus advertencias de adulto.

Algo estalló detrás de una pared y se produjo un sonido sordo y martilleante. Entonces, el fuego subió rugiendo por la escalera, enroscándose por la barandilla y el pasamanos. Aterrorizado, Gabriel se quedó en el pasillo mientras las llamas se arrojaban sobre él en una ola de ardiente dolor.

El móvil que descansaba al lado del futón empezó a sonar. Gabriel levantó la cabeza de la almohada. Eran las seis de la mañana, y la luz del sol se abría paso a través de un resquicio en las cortinas. «No hay ningún incendio —se dijo—. Sólo otro día.»

Cogió el teléfono y escuchó la voz de su hermano. La voz de Michael sonaba preocupada, pero eso era algo normal. Desde la infancia había desempeñado el papel de responsable hermano mayor. Cada vez que tenía noticia de un accidente de moto por la radio, Michael lo llamaba para comprobar que se encontraba bien.

—¿Dónde estás? —preguntó Michael.

—En casa. En la cama.

—Ayer te telefoneé cinco veces. ¿Por qué no contestaste a mis llamadas?

—Era domingo. No me apetecía hablar con nadie. Dejé los móviles en casa y me fui con la moto a Hemet para saltar.

—Haz lo que te dé la gana, Gabe, pero dime adónde vas. Empiezo a preocuparme cuando no sé dónde te encuentras.

—De acuerdo. Intentaré recordarlo. —Gabriel rodó de costado y vio sus botas de puntera metálica y el conjunto de cuero tirados en el suelo—. ¿Qué tal tu fin de semana?

—Como siempre. Pagué unas cuantas facturas y jugué al golf con un par de promotores inmobiliarios. ¿Has visto a mamá?

—Sí. El sábado me pasé por la residencia.

—¿Va todo bien en ese nuevo sitio?

—Está cómodamente instalada.

—Ha de ser algo más que cómoda.

Dos años antes, su madre había sido hospitalizada para una operación de vejiga de rutina, y los médicos le habían descubierto un tumor maligno en la pared abdominal. A pesar de que se había sometido a quimioterapia, el cáncer había hecho metástasis y se le había extendido por todo el cuerpo. En esos momentos vivía en una casa de reposo de Tarzana, un barrio de las afueras en el valle de San Fernando.

Los hermanos Corrigan se habían repartido las responsabilidades del tratamiento de su madre. Gabriel la iba a ver día sí y día no y hablaba con los empleados del centro. Su hermano mayor pasaba una vez por semana y lo pagaba todo. Michael siempre sospechaba de los médicos y enfermeras, y si apreciaba falta de diligencia hacía que trasladaran a su madre a otro establecimiento.

—No quiere marcharse de ese sitio, Michael.

—Nadie está hablando de marcharse. Sólo quiero que los médicos hagan su trabajo.

—Ahora que ha dejado la quimioterapia, los médicos ya no son tan importantes. Son las enfermeras y las auxiliares las que cuidan de ella.

—Si hay el más mínimo problema, házmelo saber de inmediato. Y cuídate. ¿Vas a trabajar hoy?

—Sí. Eso creo.

—Ese incendio de Malibú está empeorando, y ahora hay otro en el este, cerca del lago Arrowhead. Todos los pirómanos parecen haber salido con la caja de cerillas en ristre. Debe de ser cosa del tiempo.

—He soñado con fuego —dijo Gabriel—. Estábamos de vuelta en nuestra casa de Dakota del Sur. Se estaba incendiando, y yo no podía salir.

—Tienes que dejar de pensar en eso, Gabe. Es una pérdida de tiempo.

—¿No te interesa saber quién nos atacó?

—Mamá nos dio una docena de explicaciones. Escoge la que prefieras y sigue adelante con tu vida. —Un segundo teléfono empezó a sonar en el apartamento de Michael—. Deja tu móvil encendido —dijo—. Hablaremos por la tarde.

Gabriel se duchó, se puso unos pantalones de deporte, una camiseta y fue a la cocina. Metió leche, yogur y un plátano en el túrmix. Mientras daba sorbos al batido fue rociando las plantas colgantes; luego, volvió al dormitorio y empezó a vestirse. Cuando estaba desnudo se le podían ver las cicatrices del último accidente de moto: unas pálidas líneas en la pierna y el brazo izquierdos. Su rizado cabello castaño y tersa piel le daban un aspecto juvenil, pero eso cambió cuando se puso los vaqueros, una camiseta de manga larga y se calzó las pesadas botas de motorista. Las botas se veían rozadas y arañadas por su agresiva manera de inclinarse en las curvas. Su cazadora de cuero también estaba gastada, y unas manchas de aceite de motor oscurecían los puños y las mangas. Los dos móviles de Gabriel estaban conectados al sistema de auriculares con micrófono incorporado. Las llamadas de trabajo le llegaban por el oído izquierdo; las personales, por el derecho. Mientras iba en moto podía activar cualquiera de los dos móviles apretando un bolsillo exterior con la mano.

Salió al jardín sosteniendo uno de sus cascos de motorista. Era octubre en el sur de California, y el cálido viento de Santa Ana soplaba desde los valles del norte. El cielo por encima de su cabeza se veía despejado, pero cuando Gabriel miró hacia el noroeste vio la negra nube de humo del incendio de Malibú. En el aire se respiraba una sensación de inquietud, olía a cerrado, como si toda la ciudad se hubiera convertido en una habitación sin ventanas.

Gabriel abrió la puerta del garaje e inspeccionó sus tres motocicletas. Habitualmente cogía la Yamaha RD—400 si tenía que aparcar en un barrio desconocido. Era la más pequeña de sus motos, temperamental y baqueteada. Sólo al ladrón de motos más despistado se le ocurriría robar semejante pedazo de chatarra. También poseía una moto Guzzi V-II, una potente máquina italiana con transmisión cardán y un musculoso motor. Ésa era la que utilizaba los fines de semana en sus excursiones al desierto. Pero esa mañana decidió coger la Honda 600, una deportiva de tamaño medio que fácilmente superaba los ciento sesenta kilómetros por hora. La subió al caballete, roció la cadena con un spray lubricante y dejó que los aceites penetraran entre los rodillos y eslabones. Las Honda tenían problemas con la transmisión secundaria, así que cogió un destornillador y una llave inglesa del banco de trabajo y los metió en su bolsa de mensajero.

Se relajó nada más subirse al vehículo y poner el motor en marcha. La moto siempre hacía que sintiera que podía salir de casa y abandonar la ciudad para siempre, montar hasta desaparecer en la oscura bruma del horizonte.

Sin un destino concreto, giró por Santa Monica Boulevard y se dirigió al oeste en dirección a la playa. El tráfico de la mañana se hallaba en su apogeo. Mujeres que bebían de jarras metálicas conducían sus Range Rover camino del trabajo mientras guardias escolares con chalecos de seguridad esperaban en los cruces. Cuando el semáforo se puso rojo, Gabriel metió la mano en el bolsillo exterior y conectó el móvil del trabajo.

Trabajaba para dos empresas de mensajería, Sir Speedy y su competidor, Blue Sky Messengers. Sir Speedy era propiedad de Artie Dressler, un ex abogado de ciento noventa kilos que raramente salía de su casa del distrito de Silver Lake. Artie estaba suscrito a varias páginas «X» de internet y atendía las llamadas telefónicas mientras veía cómo desnudas colegialas se pintaban las uñas de los pies. Odiaba la competencia, Blue Sky Messengers, y a su propietaria, Laura Thompson. Laura había trabajado como montadora de películas y en esos momentos vivía en una casa cúpula en Topanga Canyon. Creía en un colon limpio y en la comida de color naranja.

El teléfono sonó cuando el semáforo se ponía verde, y Gabriel escuchó el áspero acento de Nueva Jersey de Artie a través del auricular.

—¡Gabe, soy yo! ¿Por qué has desconectado el teléfono?

—Lo siento, me olvidé.

—Estoy mirando un show en directo en el ordenador. Son dos tías duchándose juntas. La cosa ha empezado bien, pero ahora el vapor lo está desenfocando todo.

—Suena interesante.

—Tengo una recogida para ti en Santa Monica Canyon.

—¿Eso está cerca del incendio?

—No. Bastante lejos. No tiene problema, pero se ha desatado otro incendio en Simi Valley, y ése está totalmente descontrolado.

Los semimanillares de la moto eran cortos, y el asiento y los reposapiés estaban inclinados, de modo que Gabriel siempre iba echado hacia delante. Notaba las vibraciones del motor y oía el silbido de los engranajes al cambiar de marcha. Cuando circulaba deprisa notaba que la máquina se convertía en parte de él, en una prolongación de su cuerpo. A veces, los extremos de los manillares pasaban a escasos centímetros de los coches mientras seguía el trazado de la línea discontinua que separaba los carriles. Miró a lo largo de la calle y vio luces de freno, peatones, camiones maniobrando lentamente; en todo momento supo exactamente si debía frenar, acelerar o zigzaguear alrededor de los obstáculos.

Santa Monica Canyon era un lujoso barrio de viviendas edificadas a lo largo de una calle de doble sentido que conducía a la playa. Gabriel recogió un sobre marrón en el porche de la casa de alguien y lo llevó a un corredor de hipotecas de West Hollywood. Cuando llegó a la dirección, se quitó el casco y entró en la oficina. Odiaba esa parte del trabajo. En su moto era libre de ir a donde quisiera. De pie ante la recepcionista se notaba entorpecido por las pesadas botas y la cazadora.

De vuelta a la moto. Motor en marcha. Adelante.

—Querido Gabriel, ¿me oyes? —Era la relajante voz de Laura en el auricular—. Confío en que esta mañana hayas desayunado como es debido. Los hidratos de carbono complejos pueden ayudarte a estabilizar el azúcar en la sangre.

—No te preocupes, comí algo.

—Bien. Tengo una recogida para ti en Century City.

Gabriel estaba al tanto de la dirección. Había salido con algunas de las recepcionistas y secretarias que había conocido en sus entregas, pero únicamente había hecho una amiga de verdad, una abogada criminalista llamada Maggie Resnick. Hacía un año más o menos había ido a su despacho para una entrega y había tenido que esperar mientras las secretarias buscaban un documento traspapelado. Maggie le había preguntado por su trabajo, y habían acabado charlando durante una hora, mucho después de que localizaran el papel. Gabriel se había ofrecido a llevarla en la moto y se sorprendió cuando ella aceptó.

Maggie rondaba los sesenta años; era una pequeña y enérgica mujer a quien le gustaban los vestidos rojos y los zapatos caros. Artie Dressler le había dicho que defendía a estrellas del cine y demás celebridades que se metían en problemas, pero ella casi nunca hablaba de sus casos. Trataba a Gabriel como a un sobrino un tanto alocado y le decía que debía ir a la universidad, abrir una cuenta corriente o comprarse una casa. Gabriel nunca seguía sus consejos, pero le complacía que Maggie se preocupara por él.

Cuando salió del ascensor en la planta veintidós, la recepcionista lo mandó directamente al despacho de Maggie. Gabriel entró y la encontró fumando un cigarrillo y hablando por teléfono.

—Claro que puedes reunirte con el fiscal del distrito, pero no habrá trato. Y no lo habrá porque no tiene caso. Sondéalo y después me llamas. Estaré comiendo pero te pasarán a mi móvil. —Maggie colgó y tiró la ceniza del cigarrillo—. Cabrones. Son todos unos cabrones mentirosos.

—¿Tienes un paquete para mí?

—No hay paquete. Sólo quería verte. Le pagaré igualmente a Laura por el servicio.

Gabriel se recostó en el sofá y se desabrochó la cazadora. En la mesa auxiliar había una botella de agua mineral y se sirvió un vaso.

Maggie se inclinó hacia delante con aire feroz.

—Gabriel, si estás metido en líos de tráfico de drogas te mataré con mis propias manos.

—No trafico con drogas.

—Me has hablado de tu hermano. No deberías tomar parte en sus estafas para ganar dinero.

—Él se dedica al negocio inmobiliario, Maggie. Edificios de oficinas. Eso es todo.

—Eso espero, cariño. Le cortaré la lengua si se le ocurre arrastrarte a algo ilegal.

—¿Qué ocurre?

—Trabajo con un antiguo policía que se ha convertido en asesor de seguridad. Me ayuda cuando algún chiflado se dedica a seguir a uno de mis clientes. Ayer estábamos hablando por teléfono y, de repente, el tío me dijo: «Tú conoces a un mensajero llamado Gabriel. Lo vi en tu última fiesta de cumpleaños». Yo le contesté que sí, y él añadió: «Pues unos colegas míos me han preguntado por él. Dónde trabaja, dónde vive. Esas cosas».

—¿Quién es esa gente?

—No me lo quiso decir —contestó Maggie—; pero deberías ir con cuidado. Alguien poderoso se interesa por ti. ¿Te has visto involucrado en un accidente de coche?

—No.

—¿En algún tipo de demanda?

—Claro que no.

—¿Y qué hay de tus amiguitas? ¿Alguna rica? ¿Alguna con marido?

—He salido con una chica que conocí en tu fiesta, Andrea...

—¿Andrea Scofield? Su padre es propietario de cuatro bodegas en Napa Valley. —Maggie rió—. Eso es. Dan Scofield se está asegurando de que das la talla.

—Salimos en moto un par de veces.

—No te preocupes, Gabriel. Hablaré con Dan y le diré que no sea tan protector. Ahora largo de aquí, tengo que preparar una vista.

Mientras caminaba por el aparcamiento del sótano, Gabriel se sintió temeroso y suspicaz. ¿Habría alguien observándolo en esos momentos? ¿Los dos hombres de la furgoneta? ¿La mujer del maletín en el ascensor? Metió la mano en la bolsa de mensajero y palpó la pesada llave inglesa. Si era necesario podía utilizarla como arma.

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