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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (35 page)

BOOK: El Viajero
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—Éste ha sido el cuarto que hemos ingresado en los últimos dos meses. Les administramos una combinación de Fontex y Valdov durante unos días hasta que caen en un estado catatónico. Luego, les bajamos la dosis y los devolvemos lentamente a la realidad. Al cabo de un tiempo, los jaguares desaparecen.

Boone acompañó a Richardson de vuelta al todoterreno. Recibió dos llamadas telefónicas, contestó que sí a ambas y después desconectó el móvil.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Richardson.

—La siguiente parada es el Chan-Chan Room.

Ante la entrada de la sala de baile de la calle Cincuenta y tres había estacionadas limusinas y coches en doble fila. Tras un cordón de terciopelo, una multitud esperaba para que los porteros la cacheara con sus detectores de metales portátiles. Las mujeres que hacían cola llevaban todas escuetos vestidos o faldas muy cortas.

Boone pasó con el coche ante el gentío y se detuvo al lado de un sedán, a media manzana de distancia. Dos hombres se apearon del coche y se dirigieron al lado de la ventanilla de Boone. Uno de ellos era un afroamericano de baja estatura ataviado con una lujosa chaqueta de ante. Su compañero era blanco y del tamaño de un delantero de fútbol americano; llevaba una guerrera militar y tenía el aspecto de querer coger unos cuantos peatones y arrojarlos por la calle.

El negro sonrió.

—Eh, Boone. Ha pasado tiempo, tío. —Señaló con la cabeza a Richardson—. ¿Quién es tu amigo?

—Doctor Richardson, le presento al detective Mitchell y a su socio, el detective Krause.

—Hemos recibido su mensaje, así que nos hemos acercado y hemos charlado con los porteros de la sala. —Krause tenía un vozarrón grave y profundo—. Dicen que ese tal Romero ha llegado hará una hora más o menos.

—Ustedes dos —dijo Mitchell—, vayan a la salida de incendios. Nosotros lo sacaremos.

Boone subió la ventanilla y condujo hasta el final de la calle. Aparcó a un par de bloques de distancia, metió la mano bajo el asiento y sacó un guante de cuero negro.

—Venga conmigo, doctor. Puede que Romero tenga alguna información para nosotros.

Richardson siguió a Boone hasta el callejón donde se encontraba la salida de emergencia del Chan-Chan. A través de la puerta de hierro sonaba una música rítmica y martilleante. Unos minutos más tarde, la puerta se abrió y los detectives Mitchell y Krause arrojaron al asfalto a un flacucho puertorriqueño. Con aire despreocupado, Mitchell fue hasta el tipo y le asestó una patada en el vientre.

—Caballeros, quiero presentarles a Pío Romero. Estaba sentado en una zona VIP bebiendo no sé qué brebaje de frutas con una sombrillita. Eso no está bien, ¿verdad que no? Krause y yo somos servidores de la ley y en cambio nadie nos invita a zonas VIP.

Pío Romero yacía en el suelo, jadeando y recobrando el aliento. Boone se enfundó el guante negro. Contempló al joven como si no fuera más que una caja vacía.

—Escucha atentamente, Pío. No hemos venido a detenerte, pero yo quiero cierta información. Si nos mientes, mis amigos irán por ti y te harán daño, mucho daño. ¿Me has entendido? Demuestra que me has entendido.

Pío se incorporó y se acarició un codo magullado.

—No hago nada malo.

—¿Quién te suministra la 3B3?

El nombre de la droga hizo que el joven se sentara más tieso.

—Nunca he oído hablar de eso.

—Tú se lo has dicho a unas cuantas personas. ¿Quién te la vende?

Pío se puso en pie e intentó echar a correr, pero Boone lo atrapó. Arrojó al camello contra el muro y empezó a golpearle con la mano derecha. El guante de cuero hacía un ruido seco cada vez que golpeaba en el rostro de Romero. El hombre empezó a sangrar por la boca y la nariz.

Richardson se dio cuenta de que aquella violencia era real, muy real, pero no se sintió implicado en lo que estaba ocurriendo. Era como si se hubiera retirado un paso y contemplara una película en la pantalla de un televisor. Miró a los detectives mientras la paliza continuaba. Mitchell sonreía, y Krause asentía como si fuera un aficionado al béisbol que estuviera presenciando un lanzamiento perfecto.

El tono de Boone era tranquilo y razonable.

—Te he roto la nariz, Pío. Ahora voy a aplastarte los huesos de las fosas nasales bajo los ojos. Esos huesos nunca se soldarán del todo. No son como una pierna o un brazo, así que padecerás dolores el resto de tu vida.

Pío Romero alzó las manos igual que un niño.

—¿Qué quiere? —gimió—. ¿Nombres? Le daré los nombres que quiera. Le daré todo.

Localizaron la dirección cerca del aeropuerto JFK alrededor de las dos de la madrugada, en Jamaica, Queens. El hombre que fabricaba el 3B3 vivía en una casa de madera con sillas de aluminio atadas con cadenas en el porche. Era un barrio tranquilo de gente humilde, la clase de vecindario donde la gente barría los caminos de acceso y colocaba efigies de piedra falsa de la Virgen María en sus jardines. Boone aparcó su todoterreno y le dijo a Richardson que saliera. Ambos caminaron hacia los dos detectives que seguían sentados en su vehículo.

—¿Necesita ayuda? —preguntó Mitchell.

—Quédense aquí. El doctor Richardson y yo vamos a entrar. Si surgen problemas les avisaré con el móvil.

La sensación de desapego que Richardson había experimentado mientras Boone golpeaba a Romero se había esfumado durante el trayecto hasta Queens. En esos momentos tenía miedo y estaba cansado, deseaba alejarse de aquellos tres individuos, pero sabía que era imposible. Tiritando por el frío, siguió a Boone por la calle.

—¿Qué va a hacer? —le preguntó.

Boone se detuvo en la acera y contempló una luz en una de las ventanas del segundo piso.

—No lo sé. Primero tengo que evaluar el problema.

—Odio la violencia, señor Boone.

—Y yo también.

—Ha estado usted a punto de matar a ese joven.

—Ni de lejos. —Nubecillas de vapor salían de la boca de Boone al hablar—. Necesita usted repasar la historia, doctor. Todos los grandes cambios se han basado en el dolor y la destrucción.

Los dos hombres caminaron por el sendero de la casa hasta la puerta de atrás. Boone subió al porche y acarició el marco de la puerta con la punta de los dedos. De repente, dio un paso atrás y le dio una patada justo encima del picaporte. Se oyó un seco crujido, y la puerta se abrió.

En la casa hacía mucho calor y apestaba como si alguien hubiera derramado una botella de amoníaco. Los dos hombres cruzaron la oscura cocina. Sin querer Richardson pisó un plato con agua. Por toda la estancia se movían unas criaturas. Boone encendió la luz del techo.

—Gatos —dijo, casi escupiendo las palabras—. Odio los gatos. No se les puede enseñar nada.

Había cuatro felinos en la cocina y dos más en el pasillo. Se movían sigilosamente sobre sus almohadillas mientras sus ojos reflejaban la penumbra con tonos dorados, rosas y verde oscuro. Sus colas se elevaban en el aire igual que signos de interrogación al tiempo que sus bigotes percibían el ambiente.

—Arriba hay luz —dijo Boone—. Veamos quién hay en casa.

Subieron en fila india por la escalera de madera hasta el segundo piso. Boone abrió una puerta y entraron en una buhardilla que había sido convertida en laboratorio, con mesas y recipientes de vidrio, un espectrógrafo, microscopios y un mechero Bunsen.

Un anciano estaba sentado en una silla de mimbre con un gato en su regazo. Iba bien afeitado y vestido y llevaba unas gafas bifocales apoyadas en la punta de la nariz. No parecía sorprendido por la intrusión.

—Buenas noches, caballeros —habló el hombre, pronunciando cada sílaba con claridad—. Sabía que al final aparecerían. La verdad es que lo predije. La tercera ley del movimiento de Newton establece que a cada acción le corresponde su equivalente reacción opuesta.

Boone contempló al anciano como si éste fuera a huir.

—Soy Nathan Boone. ¿Cómo se llama usted?

—Lundquist. Doctor Jonathan Lundquist. Si son de la policía, ya se pueden marchar porque no he hecho nada ilegal. No existe ninguna ley contra el 3B3 porque el gobierno si siquiera sabe que existe.

Un gato pardo se frotó contra la pierna de Boone, que lo apartó bruscamente.

—No somos de la policía.

Lundquist pareció sorprenderse.

—Entonces... Sí, claro. Ustedes trabajan para la Hermandad.

Boone tenía todo el aspecto de ir a ponerse el guante y a partirle la cara al anciano. Richardson meneó la cabeza. No iba a ser en absoluto necesario. Se acercó al viejo y se sentó en una silla plegable.

—Soy el doctor Phillip Richardson, neurólogo e investigador en la Universidad de Yale.

A Lundquist pareció complacerle conocer a otro científico.

—Y ahora trabaja para la Fundación Evergreen.

—Sí. En un proyecto especial.

—Hace muchos años presenté una solicitud para unos fondos, pero ni siquiera respondieron a mi carta. Eso fue antes de que supiera acerca de los Viajeros gracias a ciertas páginas rebeldes de internet. —Lundquist rió en voz baja—. Pensé que sería mejor si trabajaba por mi cuenta, así no tendría que cumplimentar formularios ni aguantar a nadie mirándome por encima del hombro.

—¿Ha estado usted intentando duplicar la experiencia de los Viajeros?

—Es mucho más que eso, doctor. Lo que he intentado hallar es la respuesta a ciertas preguntas fundamentales. —Lundquist dejó de acariciar al gato persa, que saltó de su regazo—. Hace unos años, me encontraba en Princeton enseñando química orgánica. —Miró a Richardson—. Mi trayectoria profesional era buena, pero no deslumbrante. Más que la simple química, lo que siempre me había interesado era la visión general, otras áreas de la ciencia, de modo que una tarde asistí a un seminario del Departamento de Física sobre algo llamado «la teoría de la "brana"».

»Los físicos de hoy en día tienen un problema. Los conceptos que explican el universo, como la Teoría General de la Relatividad de Einstein, no son compatibles con el mundo subatómico de la mecánica cuántica. Algunos físicos han soslayado esa contradicción con la Teoría de las Cuerdas, la idea de que todo está compuesto de diminutos elementos subatómicos que vibran en un espacio multidimensional. La exposición matemática tiene sentido, pero las "cuerdas" son tan pequeñas que no se puede probar empíricamente.

»La teoría de la "brana" abarca un terreno más amplio e intenta ofrecer una explicación cosmológica. "Brana" es la abreviatura de "membrana". Los teóricos creen que el universo perceptible se halla confinado en una especie de membrana de espacio y tiempo. La analogía más frecuente dice que nuestro universo es como los residuos que flotan en la superficie de un estanque, es decir, una fina capa que flota encima de una masa de algo mucho mayor. Toda la materia, incluyendo nuestros cuerpos, se encuentra encerrada en la "brana", pero la gravedad puede filtrarse en la masa o influir sutilmente en nuestros fenómenos físicos. Podría haber otras "branas", otras dimensiones, otros dominios, llámelos como quiera, muy cerca de nosotros; pero nosotros seríamos por completo ajenos a su existencia. Eso se debe a que ni la luz ni el sonido ni la radiactividad pueden escapar de su propia dimensión.

Un gato negro se acercó a Lundquist, y éste le acarició detrás de las orejas.

—Ésa es la teoría expuesta de modo muy simplificado. Y ésa era la teoría que yo tenía en mente cuando asistí a la conferencia que dio un monje tibetano en Nueva York. Me encontraba allí, escuchándolo hablar de los seis planos distintos de la cosmología budista, y entonces caí en la cuenta de que estaba describiendo las «branas», las distintas dimensiones y las barreras que las separan. De todas maneras, existe una diferencia crucial: mis colegas de Princeton no conciben la posibilidad de trasladarse a esos lugares. Sin embargo, para un Viajero es posible. El cuerpo no puede conseguirlo; pero la Luz que hay en nuestro interior, sí.

Lundquist se recostó en su silla y sonrió a sus visitantes.

—Esa conexión entre la física y la espiritualidad me hizo ver la ciencia desde un nuevo punto de vista. En estos momentos estamos rompiendo átomos y desmenuzando cromosomas. Bajamos a lo más profundo de los océanos y contemplamos el espacio, pero en realidad no nos dedicamos a estudiar el universo que hay dentro de nuestro cráneo salvo en lo más superficial. La gente utiliza escáneres y resonancias magnéticas para ver el cerebro, pero todo resulta muy diminuto y fisiológico. Nadie parece comprender lo inmensa que en realidad es la conciencia. Nos ata al resto del universo.

Richardson contempló la buhardilla y vio un gatito sentado sobre una carpeta de piel llena de hojas manchadas. Intentando no alarmar a Lundquist, se levantó y dio unos pasos hacia la mesa.

—Así que entonces empezó con su experimento.

—Sí. Primero, en Princeton. Después me jubilé y me instalé aquí para ahorrar. Recuerde, soy químico, no físico. Por lo tanto, decidí buscar una sustancia que liberara la Luz de nuestros cuerpos.

—Y ha conseguido una fórmula...

—No se trata de la receta de un pastel. —Lundquist parecía molesto—. El 3B3 es algo vivo. Un nuevo tipo de bacteria. Cuando uno se toma el líquido, éste es absorbido por el sistema nervioso.

—Suena peligroso.

—Yo lo he tomado docenas de veces y todavía me acuerdo de sacar la basura los jueves y de pagar el recibo de la luz.

El gatito ronroneó y fue hacia Richardson cuando éste llegó a la mesa.

—¿Y el 3B3 le ha permitido ver otros mundos?

—No. Ha sido un fracaso. Puede uno tomar tanto como quiera, pero eso no le convertirá en un Viajero. El viaje es muy breve: un leve contacto en vez de un aterrizaje completo. Uno está justo lo suficiente para percibir una o dos imágenes. Luego debe marcharse.

Richardson abrió la carpeta y miró los manchados gráficos y las notas garabateadas.

—¿Qué pasaría si cogiéramos su bacteria y se la administráramos a alguien más?

—Siéntase como en su casa. Hay un poco en la placa de Petri que tiene usted delante. Pero va a perder el tiempo. Como le he dicho, no funciona. Por eso se la di a ese joven que me quita la nieve de delante de casa, a Pío Romero. Pensé que quizá hubiera algo que no funcionaba en mi consciencia, que quizá otros podrían tomar el 3B3 y cruzar a otros mundos; pero no, no tenía que ver conmigo. Siempre que Romero vuelve por más, le pido que me dé un informe completo. La gente tiene visiones de otros dominios, pero no puede quedarse.

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