El Viajero (30 page)

Read El Viajero Online

Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Los blancos se dijeron unos a otros: "Los indios se están volviendo peligrosos otra vez". Así que el gobierno envió tropas a una ceremonia de Danza Fantasma en Wounded Knee Creek. Abrieron fuego y mataron a doscientas noventa personas entre hombres, mujeres y niños. Los soldados cavaron fosas y arrojaron los cuerpos a la tierra helada. Mi gente regresó al alcohol y a la confusión...

El zumbido cesó. Un minuto después, la puerta se abrió con un chirrido y Sánchez salió. Inmediatamente se quitó el filtro de aire y la capucha del traje. Tenía el rostro bañado en sudor.

—Tenemos una correspondencia. Había un cabello de la chica en el sofá del salón.

—Puedes volver a la furgoneta.

Sánchez se quitó el traje y salió por el callejón. Boone y Thomas quedaron nuevamente solos.

—Maya estuvo aquí —dijo Boone.

—Según su aparato...

—Quiero saber lo que ella le dijo e hizo. Quiero saber si usted le dio dinero o la llevó a alguna parte. ¿Estaba herida? ¿Había cambiado su aspecto?

—No pienso ayudarlo —contestó Thomas fríamente—. Váyase de mi casa.

Boone desenfundó su automática y se la apoyó en la pierna.

—En realidad no tiene usted ninguna elección, Thomas. Sólo tiene que aceptar ese hecho.

—Tengo la libertad de decir que no.

Boone suspiró igual que un padre ante un hijo cabezota.

—La libertad es el mayor mito jamás creado. Es un objetivo perjudicial e inalcanzable que ha causado infinita desgracia. Muy poca gente sabe manejar la libertad. Una sociedad sólo está sana y es productiva cuando se halla bajo control.

—¿Y usted cree que eso va a suceder?

—Una nueva era está a punto de comenzar. Nos acercamos a un momento en que dispondremos de la tecnología necesaria para monitorizar y supervisar enormes cantidades de personas. La estructura ya está lista en los países industrializados.

—¿Y usted tendrá el control?

—¡Oh, yo seré observado! Todo el mundo será observado. Es un sistema muy democrático. Y es inevitable, Thomas. No hay forma de detenerlo. Su sacrificio por un Arlequín es perfectamente inútil.

—Usted tiene derecho a opinar lo que quiera, pero seré yo quien decida qué da sentido a mi vida y qué no.

—Usted va a ayudarme, Thomas. Ya no se negocia. No hay componendas. Tiene que enfrentarse a la realidad de la situación.

Thomas meneó la cabeza compasivamente.

—No, amigo mío. Es usted quien no tiene contacto con la realidad. Me mira y ve un gordo indio crow con un triturador de basuras y sin un céntimo. Y piensa: «Ah, no es más que un tipo cualquiera». Pero le digo que la gente cualquiera será quien lo descubrirá a usted, la que se levantará y echará abajo la puerta de su jaula electrónica.

Thomas se levantó, salió del porche y se alejó por el callejón. Boone giró en la banqueta. Sosteniendo la automática con ambas manos disparó a la rodilla de su enemigo. Thomas se derrumbó, rodó sobre la espalda y dejó de moverse.

Empuñando la pistola, Boone se acercó al cuerpo. Thomas seguía consciente, pero jadeaba. Tenía la pierna prácticamente arrancada de la rodilla hacia abajo, y un chorro de sangre espesa brotaba de la arteria seccionada. A medida que iba cayendo en estado de shock, miró a Boone y le dijo en voz baja:

—Sigo sin tenerle miedo...

Una furia despiadada se apoderó de Boone. Apuntó a la frente de Thomas como si pretendiera destruirle cualquier pensamiento y recuerdo. Su dedo apretó el gatillo.

El segundo disparo sonó insoportablemente alto, y las ondas de sonido reverberaron en el mundo.

31

Michael estaba encerrado en una suite de cuatro habitaciones desprovistas de ventanas. De vez en cuando escuchaba ruidos apagados y el sonido del agua corriendo por las cañerías, de modo que suponía que había más gente en el edificio. Había un dormitorio, un cuarto de baño, una sala de estar y un cuarto de guardia donde dos tipos silenciosos y vestidos con americanas azul marino le impedían la salida. Ignoraba si se hallaba en Estados Unidos o en un país extranjero. No había reloj en ninguna de las habitaciones, de modo que tampoco sabía si era de día o de noche.

La única persona que hablaba con él era Lawrence Takawa, un norteamericano de origen japonés que siempre vestía camisa blanca y corbata negra. Lawrence estaba sentado al lado de su cama cuando se había despertado de su sueño narcótico. Unos minutos más tarde había aparecido un médico que le hizo un rápido examen físico, susurró algo a Lawrence y no volvió a aparecer.

Michael no había dejado de hacer preguntas desde el primer momento: «¿Dónde estoy?». «¿Por qué me retienen aquí?» Lawrence sonreía amablemente y siempre respondía lo mismo: «Éste es un lugar seguro. Somos sus nuevos amigos. En estos momentos estamos buscando a Gabriel para que también él pueda estar a salvo».

Michael sabía que estaba prisionero y que ellos eran el enemigo. Sin embargo, Lawrence y los guardias pasaban el día asegurándose de que se sintiera a gusto. La sala de estar disponía de un estupendo televisor y de un amplio surtido de películas en DVD. Los cocineros debían de hacer turnos las veinticuatro horas del día porque siempre le preparaban lo que le viniera en gana comer. Cuando se había levantado de la cama por primera vez, Lawrence le mostró un vestidor lleno de miles de dólares en ropa, zapatos y accesorios. Las camisas de vestir eran de algodón egipcio o de seda y tenían sus iniciales discretamente bordadas en el bolsillo. Los jerséis eran del más suave cachemir. Había zapatos de vestir, zapatillas de deporte y pantuflas, todas de su talla.

Pidió un equipo de gimnasia, y en el salón aparecieron pesas y una cinta estática para correr. Si deseaba leer determinada revista o libro, no tenía más que pedírselo a Lawrence y los recibía unas horas después. La comida resultaba excelente, y podía escoger entre una lista de vinos locales y franceses. Takawa le aseguró que en el futuro también habría mujeres. Tenía todo lo que podía desear salvo la libertad de marcharse. Lawrence le dijo que el objetivo a corto plazo era que se recuperara y se pusiera en forma después de lo ocurrido. No tardaría en reunirse con cierto poderoso personaje que sería quien le explicaría todo lo que deseara saber.

Al salir de la ducha, Michael vio que alguien le había recogido la ropa y se la había dejado encima de la cama. Zapatos y calcetines, pantalón de lana gris de pinzas y un polo negro que le sentaban perfectamente. Pasó a la otra habitación de la suite y se encontró con Lawrence, que bebía una copa de vino y escuchaba un CD de jazz.

—¿Qué tal está, Michael? ¿Ha dormido bien?

—Normal.

—¿Algún sueño?

Michael había soñado que volaba por encima de un océano, pero no veía razón para describir lo que había ocurrido. No quería que ellos supieran lo que le pasaba por la cabeza.

—Nada de sueños. Por lo menos que yo recuerde.

—Ha llegado el momento que estaba esperando. Dentro de unos minutos se va a reunir con Kennard Nash. ¿Sabe quién es?

Michael recordaba un rostro de los noticiarios de la televisión.

—¿No estaba en el gobierno?

—Era brigadier general. Después de retirarse del ejército, trabajó como asesor de dos presidentes. Todo el mundo lo respeta. En estos momentos, es el director ejecutivo de la Fundación Evergreen.

—«Para todas las generaciones» —dijo Michael citando el lema de la Fundación cuando patrocinaba programas de televisión. El logotipo era muy característico: en él se veía a dos niños regando un brote de abeto y a continuación todo se fundía y se transformaba en el estilizado símbolo de un árbol.

—Son las seis de la tarde. Se encuentra usted en las dependencias administrativas de nuestro centro de investigación nacional. El edificio se halla en el condado de Westchester, a unos cuarenta y cinco minutos en coche de la ciudad de Nueva York.

—¿Y por qué me han traído aquí?

Lawrence dejó su vaso de vino y sonrió. A Michael le resultaba imposible saber lo que pensaba.

—Vamos a subir a ver al general Nash. Estará encantado de responder a todas sus preguntas.

Los dos hombres de seguridad lo esperaban en la sala de guardia. Sin decir palabra escoltaron a Michael fuera de la suite y por un pasillo hasta una fila de ascensores. A pocos metros de donde se hallaban había una ventana, y Michael comprobó que era de noche. Cuando llegó el ascensor, Lawrence le indicó que entrara; luego pasó la mano ante el sensor y apretó el botón del último piso.

—Escuche atentamente al general Nash, Michael. Es un hombre muy bien informado.

Lawrence volvió al pasillo, y Michael subió solo hasta la última planta.

El ascensor se abrió directamente a un despacho. Se trataba de una espaciosa estancia decorada igual que la biblioteca de un club privado inglés. Las paredes estaban cubiertas por estanterías de roble llenas de libros encuadernados en piel, y había butacones y lámparas de lectura con la pantalla de color verde. El único detalle que no encajaba eran las tres cámaras de vigilancia montadas en las esquinas del techo y que se movían lentamente a un lado y a otro, barriendo todo el despacho.

«Me están vigilando —pensó Michael—. Siempre hay alguien vigilando.»

Pasó por entre el mobiliario y las lámparas intentando no tocar nada. En un rincón, unos focos iluminaban una maqueta arquitectónica montada en un pedestal. Estaba formada por dos elementos: una torre central y un edificio en forma de anillo que la rodeaba. La estructura exterior estaba dividida en habitaciones idénticas, todas con una ventana de barrotes en el muro exterior y otra en la mitad superior de la puerta de entrada.

Parecía como si la torre fuera un monolito macizo; pero, cuando Michael se desplazó hasta el otro lado del pedestal, vio un corte vertical de la edificación. Era un laberinto de entradas y escaleras. Listones de madera de balsa cubrían las ventanas a modo de estores.

Michael oyó que una puerta se abría y vio a Kennard Nash entrando en la habitación. Cabeza calva. Anchos hombros. Cuando Nash sonrió, Michael se acordó de las veces que lo había visto en los programas de la televisión.

—Buenas noches, Michael. Soy Kennard Nash.

Nash cruzó rápidamente la habitación y estrechó la mano de Michael. Una de las cámaras dio un casi imperceptible giro, como si pretendiera captar la escena.

—Veo que ha visto el Panóptico —comentó acercándose a la maqueta.

—¿Qué es? ¿Un hospital?

—Supongo que podría ser un hospital e incluso un bloque de oficinas, pero en realidad se trata de una cárcel diseñada en el siglo XVIII por Jeremy Bentham. Aunque envió los planos a todos los miembros del gobierno británico, nunca fue construida. Esta maqueta se basa en el diseño original de Bentham. —Nash se acercó y la examinó más de cerca—. Cada habitación es una celda cuyos muros son lo bastante gruesos para que no pueda haber comunicación entre los reclusos. La luz proviene del exterior, de manera que el prisionero siempre está iluminado y resulta visible.

—¿Y los guardias están en la torre?

—Bentham la llamó bloque de inspección.

—Parece un laberinto.

—Ahí reside lo ingenioso del Panóptico. Está diseñado para que no se pueda ver la cara del vigilante ni oírlo acercarse. Piense en las implicaciones, Michael. En la torre puede haber un vigilante, veinte o ninguno. No hay ninguna diferencia. El prisionero supone que está siendo vigilado constantemente; y, al cabo de un tiempo, dicha suposición se convierte en parte de su conciencia. Cuando el sistema funciona a la perfección, los guardias pueden salir de la torre a comer o a pasar el fin de semana. Poco importa. Los prisioneros han aceptado su condición.

El general Nash se acercó a la librería y corrió una de las falsas paredes para mostrar un bar con copas, hielo y diversas botellas de licor.

—Son las seis y media. A esta hora suelo tomarme un whisky. Tengo bourbon, escocés, vodka y vino, pero también puedo pedir algo más sofisticado.

—Tomaré un malta con un poco de agua.

—Excelente. Buena elección. —Nash empezó a abrir botellas—. Yo formo parte de un grupo llamado la Hermandad. Hace bastante tiempo que existimos, pero durante cientos de años no hemos hecho más que reaccionar ante los sucesos para intentar reducir el caos. El Panóptico fue una revelación para nuestros miembros. Cambió nuestro modo de pensar.

»Hasta el estudiante de historia menos interesado sabe que el ser humano es avaricioso, impulsivo y cruel. Sin embargo, la prisión de Bentham nos enseñó que, con la tecnología adecuada, el control social es posible. No hace falta un policía en cada esquina. Lo único necesario es un Panóptico virtual que controle a la población. No es necesario observar literalmente a todo el mundo siempre. Lo que las masas han de asimilar es la posibilidad y la inevitabilidad del castigo. Se necesita la estructura, que la amenaza implícita se convierta en un hecho más de la vida. Cuando la gente deja a un lado su noción de privacidad da pie a una sociedad pacífica.

El general llevó dos vasos a una baja mesa de madera en torno a la que había un sofá y un par de sillones. Dejó la copa de Michael encima de un posavasos y ambos hombres se sentaron frente a frente.

—Por el Panóptico. —Nash alzó su copa brindando por la maqueta del pedestal—. Fue un invento fallido pero una gran intuición.

Michael tomó un sorbo de su whisky. No sabía a narcótico, pero tampoco podía estar seguro.

—Puede disertar de filosofía tanto como quiera, pero no me importa. Lo único que sé es que soy un prisionero.

—Lo cierto es que sabe mucho más que eso. Su familia ha vivido durante años bajo un nombre supuesto, hasta que un grupo de hombres armados asaltó su casa en Dakota del Sur. Fuimos nosotros, Michael. Aquellos hombres eran gente que obedecía nuestra antigua estrategia.

—Ustedes mataron a mi padre.

—¿De verdad? —Kennard Nash enarcó las cejas—. Nuestros hombres registraron lo que quedó de la casa, pero no encontraron el cuerpo.

El tono de indiferencia de Nash resultaba intolerable. «Hijo de puta —pensó Michael—. ¿Cómo puedes estar ahí sentado y sonriendo?» Una oleada de furia lo invadió de la cabeza a los pies y pensó en saltar sobre Nash y agarrarlo por el pescuezo. Así, por fin, pagaría con la misma moneda por la destrucción de su familia.

El general no parecía percibir que se hallaba a punto de ser agredido. Cuando sonó su móvil, dejó el vaso y sacó el teléfono del bolsillo.

Other books

Spaceport West by Chanot, Giles
Cybersecurity and Cyberwar by Friedman, Allan, Singer, Peter W., Allan Friedman
Cardinal's Rule by Tymber Dalton
The Diamond Slipper by Jane Feather
The Athena Effect by Anderson, Derrolyn
Tainted Grace by M. Lauryl Lewis
The Dom's Dilemma by Raven McAllan