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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (34 page)

BOOK: El Viajero
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Su nuevo universo era confortable pero limitado. Lawrence Takawa le había entregado un Enlace de Protección electrónico para que se lo prendiera en la ropa; ese dispositivo era el que determinaba su acceso a los distintos departamentos del centro de investigación. Richardson podía acceder a la biblioteca y al edificio de administración, pero le estaba vedada la zona de ordenadores, el centro de investigación genética y el bloque sin ventanas conocido como El Sepulcro.

Durante su primera semana había trabajado en los sótanos de la biblioteca, practicando sus habilidades como cirujano con cerebros de perros y monos e incluso el gordo cadáver de un tipo de barba blanca a quien el personal llamaba Kris Kringle. En esos momentos, con los hilos de cobre y teflón debidamente insertados en el cerebro de Michael Corrigan, Richardson pasaba la mayor parte del tiempo en su pequeño apartamento del centro administrativo o en alguno de los reservados de lectura de la biblioteca.

El
Libro verde
le había proporcionado un resumen de las diversas investigaciones neurológicas llevadas a cabo con Viajeros. Ninguno de aquellos informes había sido hecho público, y gruesos trazos negros ocultaban los nombres de los distintos equipos investigadores. Según se desprendía, los científicos chinos habían recurrido a la tortura con un Viajero tibetano; las notas al pie describían shocks eléctricos y químicos. Cuando un Viajero moría durante una sesión de tortura, un discreto asterisco aparecía al lado del número del caso del sujeto.

Richardson creía haber entendido los aspectos clave de la actividad cerebral de los Viajeros. El sistema nervioso producía una leve descarga eléctrica. Cuando el Viajero entraba en estado de trance, la descarga se hacía más potente y mostraba claramente un modelo de pulsación. De repente, todo parecía desconectarse en el cerebro. La respiración y la actividad cardiovascular quedaban reducidas al mínimo. Salvo por un nivel de respuesta básico en la
medula oblongata
, el paciente se hallaba en un estado de muerte cerebral. Durante esos momentos, la energía neurológica del Viajero se hallaba en otros dominios.

La mayoría de Viajeros mostraba un vínculo genético con algún pariente o familiar que también tenía el mismo don, pero no era sistemático. Un Viajero podía surgir en medio de la China rural o nacer en el seno de una familia de campesinos que nunca había cruzado a otros mundos. En esos momentos, un grupo de investigadores de la Universidad de Utah estaba preparando una base de datos secreta con la genealogía de todos los Viajeros conocidos y sus antepasados.

El doctor Richardson no estaba seguro de cuál era la información restringida y cuál la que podía compartir con el resto del personal. Su anestesista, el doctor Lau, y la enfermera de quirófano, la señorita Yang, habían sido trasladados desde Taiwan para el experimento. Cuando los tres se reunían para almorzar en la cafetería, charlaban de asuntos ordinarios o de la afición de la enfermera a los antiguos musicales norteamericanos.

A Richardson no le apetecía hablar de
Sonrisas y lágrimas
ni de
Oklahoma
. Lo que le preocupaba era el posible fracaso del experimento. No contaban con ningún Rastreador para que guiara a Michael y su equipo tampoco había recibido ningún narcótico especial que pudiera hacer que la Luz del Viajero saliera del cuerpo de éste. El neurólogo había enviado un correo electrónico solicitando la colaboración de los demás grupos que trabajaban en el complejo. Doce horas más tarde recibió un informe del laboratorio del edificio de investigación genética.

El informe describía un experimento relacionado con la regeneración celular. Richardson había estudiado esa especialidad en sus clases de biología de la universidad. Él y su colega de laboratorio habían cortado un platelminto en doce trozos; unas semanas más tarde había doce versiones nuevas e idénticas de la criatura original. Ciertos anfibios, como la salamandra, podían perder una extremidad y regenerarla. La Agencia de Proyectos de Investigación del Departamento de Defensa de Estados Unidos había invertido millones de dólares en experimentos de regeneración con mamíferos. El Departamento de Defensa aseguraba que su intención era que los veteranos mutilados pudieran regenerar los miembros perdidos, pero corrían rumores de proyectos más ambiciosos. Un científico incluso había llegado a comentar a un congresista que, en el futuro, los soldados estadounidenses podrían sobrevivir a graves heridas de bala, curarse ellos mismos y seguir combatiendo.

Según parecía, la Fundación Evergreen había ido mucho más allá que aquellas investigaciones iniciales. El informe del laboratorio describía el modo en que un animal híbrido llamado «segmentado» era capaz de dejar de sangrar en un par de minutos tras haber sido gravemente herido y cómo se podía regenerar una espina dorsal completa en menos de una semana. Cómo habían conseguido los científicos semejantes resultados era algo que el informe no explicaba. Richardson estaba leyéndolo por segunda vez cuando Lawrence Takawa apareció en la biblioteca.

—Acabo de enterarme de que ha recibido usted información no autorizada de nuestro grupo de investigación genética.

—Me alegro de que haya sido así —contestó Richardson—. Esta información resulta muy prometedora. ¿Quién está al frente del programa?

En lugar de responder, Takawa sacó el móvil y marcó un número.

—Por favor, ¿pueden enviar a alguien a la biblioteca? —Solicitó—. Gracias.

—¿Qué ocurre?

—La Fundación Evergreen todavía no está en condiciones de hacer públicos sus descubrimientos. Si menciona usted este informe a quien sea, el señor Boone lo considerará una violación de las normas de seguridad.

Un vigilante entró en la biblioteca, y Richardson notó que se le encogía el estómago. Takawa seguía de pie al lado del reservado con expresión inofensiva.

—El doctor Richardson necesita que le cambien el ordenador —anunció como si se hubiera producido algún tipo de avería.

Al instante, el vigilante desconectó el aparato, lo cogió y se lo llevó de la biblioteca. Lawrence miró el reloj.

—Es casi la una, doctor. ¿Por qué no se va usted a almorzar?

Richardson pidió un emparedado de ensalada de pollo y un plato de sopa de cebada, pero se sentía demasiado tenso para dar cuenta de ambos. Cuando regresó a la biblioteca, vio que le habían instalado un nuevo ordenador en su reservado de lectura. El informe del laboratorio ya no estaba, pero el personal de informática le había instalado un avanzado simulador de ajedrez. El neurólogo intentó no pensar en las consecuencias negativas, pero le costó controlar sus pensamientos. Jugó nerviosamente al ajedrez el resto del día.

Una noche, después de la cena, Richardson se quedó en la cafetería del personal e intentó leer un artículo del
New York Times
acerca de algo llamado «Nueva Espiritualidad» mientras un grupo de jóvenes programadores sentado a una mesa cercana hacían ruidosas bromas acerca de un videojuego pornográfico.

Alguien le dio un golpecito en el hombro y se volvió. Eran Lawrence Takawa y Nathan Boone. Hacía semanas que Richardson no había visto al responsable de seguridad y había llegado a la conclusión de que la aprensión que le inspiraba carecía de fundamento. Con Boone observándolo, sus miedos regresaron. En aquel hombre había algo que resultaba muy intimidatorio.

—Tengo estupendas noticias —anunció Lawrence—. Uno de nuestros contactos acaba de llamar para comentarnos algo acerca de una droga llamada «3B3» sobre la que hemos estado haciendo averiguaciones. Creemos que puede ayudar a Michael a cruzar a otros dominios.

—¿Quién ha desarrollado esa droga?

Lawrence se encogió de hombros, como si la respuesta careciera de importancia.

—No lo sabemos.

—¿Puedo leer los informes del laboratorio?

—No hay ninguno.

—¿Dónde puedo conseguirla?

—Usted va a venir conmigo —dijo Boone—. Iremos a buscarla juntos. Si encontramos al suministrador tendrá que hacer una rápida evaluación.

Los dos hombres partieron de inmediato y condujeron hasta Manhattan en el todoterreno de Boone. Éste llevaba un móvil con micrófono y auriculares, y durante el trayecto contestó una serie de llamadas sin decir nunca nada concreto ni mencionar nombre alguno. A juzgar por sus comentarios, Richardson dedujo que los hombres de Boone estaban buscando en California a alguien cuyo guardaespaldas era una mujer muy peligrosa.

—Si la encuentran, tengan cuidado con sus manos y no se pongan a su alcance —dijo Boone a alguien—. Yo diría que dos metros y medio es una distancia prudente.

Se produjo una pausa durante la que Boone recibió más información.

—No creo que la mujer irlandesa se encuentre en Estados Unidos —dijo—. Mis fuentes en Europa me dicen que se ha ocultado por completo. Si la encuentran, respondan con contundencia extrema. Es sumamente peligrosa. ¿Están al corriente de lo ocurrido en Sicilia? ¿Sí? Pues tomen buena nota.

Boone desconectó el teléfono y se concentró en la carretera. Las luces del salpicadero se reflejaban en sus gafas.

—Doctor Richardson, me han llegado noticias de que tuvo usted acceso no autorizado a cierta información del grupo de investigaciones genéticas.

—Fue un accidente, señor Boone. Yo no intentaba...

—Pero no vio nada, ¿no?

—Por desgracia, sí. Yo...

Boone fulminó a Richardson como si el médico fuera un muchacho cabezota.

—Usted no vio nada —repitió Boone tajante.

—No. Supongo que no.

—Bien.

Boone se metió en el carril derecho y tomó la salida hacia Nueva York.

—Entonces no hay ningún problema.

Eran casi las diez de la noche cuando entraron en Manhattan.

Richardson contempló por la ventanilla a los mendigos que rebuscaban entre los cubos de basura y a un grupo de mujeres jóvenes que reía al salir de un restaurante. Tras el tranquilo entorno del centro de investigación, Nueva York se le antojó ruidoso y caótico. ¿Realmente había estado allí de visita con su ex mujer y había ido al teatro y a cenar? Boone condujo hasta el East Side y aparcó en la calle Veintiocho. Se apearon del vehículo y caminaron hacia las oscuras torres del hospital Bellevue.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Richardson.

—Vamos a encontrarnos con un amigo de la Fundación Evergreen. —Boone le dirigió una rápida mirada de aprobación—. Esta noche descubrirá usted cuántos nuevos amigos tiene en este mundo.

Boone presentó su tarjeta a la aburrida mujer de recepción, y ésta los dejó pasar para que tomaran el ascensor hasta la planta de psiquiatría. Un vigilante uniformado montaba guardia tras un parapeto de plexiglás en el sexto piso. El guardia no se sorprendió cuando Boone sacó la automática de la sobaquera y metió el arma en una pequeña taquilla gris. Entraron en la sección. Un hispano bajito y vestido con una bata de laboratorio los estaba esperando; sonrió y extendió los brazos como si les diera la bienvenida a una fiesta de cumpleaños.

—Buenas noches, caballeros. ¿Quién de ustedes es el doctor Richardson?

—Soy yo.

—Es un placer conocerlo. Soy el doctor Raymond Flores. La Fundación me avisó de que vendrían esta noche.

El doctor Flores los acompañó por el pasillo. A pesar de que ya era tarde, unos cuantos pacientes varones vestidos con pijamas verdes y batas de algodón todavía deambulaban por los corredores. Todos ellos estaban drogados y se movían lentamente. Sus ojos parecían como muertos, y sus zapatillas hacían sonidos siseantes al rozar el suelo de baldosas.

—Así que usted trabaja para la Fundación... —preguntó Flores.

—Sí. Estoy al frente de un proyecto especial —repuso Richardson.

Flores pasó ante una serie de puertas que correspondían a las habitaciones de distintos pacientes y se detuvo ante una cerrada con llave.

—Alguien de la Fundación llamado Takawa me pidió que buscara a gente ingresada bajo los efectos de esa nueva droga que circula por las calles, la 3B3. Nadie ha llevado a cabo todavía su análisis químico, pero parece un alucinógeno muy potente. La gente que lo toma tiene visiones de otros mundos.

Flores abrió la cerradura, y todos entraron en una celda de aislamiento que apestaba a vómitos y orines. La única luz provenía de una solitaria bombilla protegida por una rejilla de alambre. Un joven vestido con una cazadora de tela yacía en el suelo de baldosas verdes. Tenía la cabeza afeitada, pero un débil rastro de cabello rubio empezaba a crecerle en el cráneo.

El paciente abrió los ojos y sonrió a los tres hombres que tenía de pie ante sí.

—Buenos días. ¿Por qué no se quitan los cerebros y se ponen cómodos?

Flores se alisó las solapas de la bata y sonrió amablemente.

—Terry, éstos son los señores que quieren saber del 3B3.

Terry parpadeó varias veces, y Richardson se preguntó si aquel sujeto sería capaz de contarle algo. De repente, empezó a empujar con las piernas, arrastrándose por el suelo hasta alcanzar la pared y sentarse.

—En realidad no es ninguna droga. Es una revelación.

—¿Se inyecta, se inhala o se traga? —El tono de Boone era tranquilo y deliberadamente inexpresivo.

—Es líquida. De un color azul claro, como un cielo de verano. —Terry cerró los ojos unos segundos y los volvió a abrir—. Me la tomé en la disco y después me vi saliendo de este cuerpo mío y volando, cruzando agua y fuego hasta un bosque muy bonito. Pero apenas pude quedarme unos pocos segundos. —Parecía decepcionado—. El jaguar tenía los ojos verdes.

El doctor Flores miró a Richardson.

—Nos ha contado esta historia muchas veces y siempre acaba con el jaguar.

—¿Y cómo puedo conseguir 3B3? —preguntó Richardson.

Terry cerró los ojos y sonrió serenamente.

—¿Sabe usted lo que cobra ese tío por una dosis? Trescientos treinta y tres dólares. Dice que es un número mágico.

—¿Y quién se está haciendo rico? —preguntó Boone.

—Pío Romero. Siempre está en el Chan-Chan Room.

—Se trata de una sala de baile del centro —explicó Flores—. Tenemos varios pacientes que han salido de allí con una sobredosis.

—El mundo es demasiado pequeño —susurró Terry—. ¿Se dan cuenta? No es más que una canica lanzada al agua.

Siguieron a Flores de nuevo al pasillo. Boone se apartó de los dos médicos e inmediatamente llamó a alguien por el móvil.

—¿Ha examinado a otros pacientes que hayan consumido la misma droga? —preguntó Richardson.

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