El Viajero (38 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
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Kennard Nash se hallaba sentado, solo, ante una de aquellas mesas mientras su guardaespaldas personal, un ex policía peruano llamado Ramón Vega, le servía una copa de Chardonnay. En una ocasión, Ramón había asesinado a cinco mineros lo bastante insensatos para haber organizado una huelga. No obstante, lo que más apreciaba Nash de él era su destreza como camarero y ayuda de cámara.

—¿Qué hay para cenar, Ramón?

—Salmón, puré de patatas y judías verdes con almendras. Lo traerán todo del centro de administración.

—Excelente. Asegúrate de que la comida no llegue fría.

Ramón volvió a la antesala, cerca de la puerta de seguridad, y Nash probó el vino. Una de las lecciones que había aprendido tras veintidós años en el ejército era la necesidad de que los oficiales se mantuvieran aparte de la tropa. Eran sus líderes, no sus amigos. Cuando había trabajado en la Casa Blanca, el personal observaba la misma norma. Cada equis semanas, el presidente era apartado de su aislamiento para que tirara unos lanzamientos de béisbol o encendiera el Árbol Nacional de Navidad. Sin embargo, la mayor parte del tiempo la pasaba protegido del peligroso azar de los hechos imprevistos. A pesar de que Nash era militar, había prevenido al presidente en contra de asistir a los funerales de cualquier soldado. Una esposa emocionalmente inestable podía echarse a llorar, una madre podía arrojarse sobre el ataúd mientras el padre exigía explicaciones por la muerte del hijo. La filosofía del Panóptico había enseñado a la Hermandad que el verdadero poder se basaba en el control y la previsibilidad.

Dado que el Proyecto Crossover tenía un final impredecible, Nash no había informado a la Hermandad de que el experimento había dado comienzo. Sencillamente había en juego demasiadas variables para que el éxito estuviera garantizado. Todo dependía de Michael Corrigan, el joven cuyo cuerpo yacía en la mesa de operaciones, en medio de El Sepulcro. Muchos de los chicos y chicas que habían tomado 3B3 habían acabado en hospitales psiquiátricos. Hasta el doctor Richardson había expresado sus dudas acerca de la incapacidad de calcular la dosis correcta o de predecir sus efectos en un potencial Viajero.

De haberse tratado de una operación militar, Nash habría delegado por completo la responsabilidad en un oficial de rango inferior y se habría alejado de la batalla. Resultaba más fácil eludir las culpas cuando se estaba lejos. Nash conocía esa elemental norma y la había aplicado a lo largo de toda su carrera, pero no había sabido mantenerse alejado del centro de investigación. El diseño del ordenador cuántico, la construcción de El Sepulcro y el intento de crear un Viajero habían sido decisiones suyas. Si el Proyecto Crossover tenía éxito, él, Kennard Nash, cambiaría el rumbo de la historia.

De hecho, el Panóptico ya se estaba haciendo con el control de los lugares de trabajo. Sorbiendo su vino, Nash se permitió el placer de una grandiosa visión: en Madrid, un ordenador podía estar contando cada tecleo con los datos de una tarjeta de crédito que introducía una cansada joven. El programa que monitorizaba su trabajo crearía cada hora una gráfica que mostraría si ella había alcanzado o no su cuota y le enviaría automáticamente mensajes como: «Buen trabajo, María», o «Me preocupa, señorita Sánchez. Se está retrasando». Así que la joven se inclinaría y teclearía más y más deprisa con tal de no perder su trabajo.

En algún lugar de Londres, una cámara de vigilancia podía estar enfocando los rostros de la multitud, transformando a un ser humano en una serie de dígitos que pudiera ser comparada con una ficha igualmente digitalizada. En Ciudad de México y en Yakarta, una serie de dispositivos electrónicos podían estar escuchando las conversaciones telefónicas y los chats de internet podían controlarse. Los ordenadores del gobierno podían saber que en Denver determinado libro se vendía más que otro, o una solicitud en una biblioteca de Bruselas. ¿Quién compraba tal texto? ¿Quién leía tal otro? Buscar nombres. Cruzarlos. Volver a buscar. Día tras día, el Panóptico virtual observaba a sus prisioneros y se convertía en parte de su mundo.

Ramón Vega volvió a aparecer e hizo una pequeña reverencia. Nash supuso que algo había salido mal con su cena.

—El señor Boone ha llegado, general. Usted dijo que deseaba verlo.

—Sí, claro. Hazlo pasar enseguida.

Kennard Nash sabía que, de haber estado sentado en el Cuarto de la Verdad, el lado izquierdo de su córtex habría brillado con un engañoso color rojo. No le gustaba Nathan Boone, y se sentía incómodo en su presencia. Boone había sido contratado por su predecesor y conocía muchos detalles del funcionamiento interno de la Hermandad. Durante los últimos años, Boone había viajado por todo el mundo y establecido sus propios contactos con otros miembros del comité ejecutivo. La mayoría de los miembros de la Hermandad opinaban que Boone era un hombre valiente y de recursos, el perfecto jefe de seguridad. Lo que incomodaba a Nash era no poder controlar plenamente las actividades de Boone. De hecho, hacía poco que había descubierto que había desobedecido una orden directa.

Ramón acompañó a Boone hasta la galería y después dejó a ambos hombres a solas.

—¿Quería verme, general? —preguntó Boone, manteniéndose de pie, con las piernas ligeramente separadas y las manos enlazadas tras la espalda.

Se suponía que Nash era el jefe, el máximo responsable. Aun así, los dos sabían que Boone podía cruzar la estancia y partir el cuello del general en cuestión de segundos.

—Siéntese, señor Boone. Tome un vaso de vino.

—Ahora no.

Boone se acercó a la ventana y contempló la mesa de operaciones. El anestesista estaba colocando un sensor de calor en el pecho de Michael.

—¿Cómo va?

—Michael se encuentra en estado de trance. Pulso débil. Respiración reducida. Confío en que pueda convertirse en un Viajero.

—También es posible que esté medio muerto. El 3B3 puede haberle frito el cerebro.

—La energía neural ha abandonado su cuerpo. Nuestros ordenadores parecen estar siguiendo su rastro bastante bien.

Los dos hombres guardaron silencio un momento mientras miraban a través del cristal.

—Supongamos que es un Viajero de verdad —planteó Boone—. ¿Podría morir en estos instantes?

—La persona que yace en la mesa de operaciones podría dejar de estar biológicamente viva.

—¿Y qué pasaría con su Luz?

—No lo sé —contestó Nash—, pero no podría volver a su cuerpo.

—¿Puede morir en otros dominios?

—Sí. Creemos que si uno fallece en otro dominio queda atrapado allí para siempre.

Boone se apartó de la ventana.

—Espero que esto funcione.

—Necesitamos anticiparnos a todas las posibilidades. Por eso es crucial que encontremos a Gabriel Corrigan. Si Michael muere, necesitaremos un sustituto de inmediato.

—Lo entiendo.

El general Nash dejó su vaso de vino.

—Según mis informaciones, ha retirado a nuestros agentes de California. Ése era el grupo que buscaba a Gabriel.

A Boone no pareció afectarle la acusación.

—La vigilancia electrónica continúa. También tengo un grupo investigando al mercenario Arlequín que dejó una pista falsa en el apartamento de Michael Corrigan. Creo que se trata de un instructor de artes marciales que había pertenecido a la iglesia de Isaac T. Jones.

—Pero lo cierto es que, en este momento, nadie está buscando a Gabriel —declaró Nash—. Ha desobedecido usted una orden directa.

—Mi trabajo consiste en proteger nuestra organización y en ayudar a que alcance sus objetivos.

—Se da la circunstancia de que el Proyecto Crossover es nuestro objetivo principal, señor Boone. No hay nada más importante.

Boone se acercó a la mesa igual que un policía dispuesto a encararse con un sospechoso.

—Quizá eso sea algo que habría que plantear al comité ejecutivo.

El general Nash clavó su mirada en la mesa y sopesó sus alternativas. Había evitado facilitar a Boone todos los datos sobre el ordenador cuántico, pero mantener el secreto se había vuelto algo imposible.

—Como sabe, ahora tenemos un ordenador cuántico totalmente operativo. No es el mejor momento para discutir los aspectos técnicos del aparato, pero ha de saber que guarda relación con la suspensión de partículas subatómicas en un campo de fuerza. Durante un brevísimo lapso, dichas partículas desaparecen del campo de fuerza y después vuelven. ¿Y adónde van, señor Boone? Mis científicos me dicen que a otra dimensión, a otro mundo.

Boone parecía divertirse.

—Viajan con los Viajeros.

—Esas partículas han regresado a nuestro ordenador con mensajes de una civilización más avanzada. Al principio, sólo recibimos códigos binarios; luego, la información se fue complicando. Esa civilización ha facilitado que nuestros científicos lograran nuevos descubrimientos en física y ordenadores. Nos ha mostrado cómo lograr modificaciones genéticas de animales y a crear los segmentados. Si logramos aprender más de su avanzada tecnología, conseguiremos poner en marcha el Panóptico de nuestra era. La Hermandad habrá conseguido el poder para observar y controlar inmensos grupos de gente.

—¿Y qué quiere a cambio esa civilización? —preguntó Boone—. Nadie da nada a cambio de nada.

—Quieren llegar a nuestro mundo y conocernos. Por eso necesitamos a los Viajeros, para que les muestren el camino. El ordenador cuántico está siguiendo el rastro de Michael Corrigan mientras se desplaza entre otras dimensiones. ¿Lo ha entendido, señor Boone? ¿Me he expresado con la suficiente claridad?

Por una vez, Nathan Boone parecía impresionado. Nash se permitió disfrutar del momento mientras se llenaba la copa.

—Ésa es la razón de que le pidiera que localizara a Gabriel Corrigan, y no se puede decir que me satisfaga su negativa a cumplir mis órdenes.

—Retiré los agentes por una buena razón —contestó Boone—. Creo que hay un traidor en la organización.

La mano de Nash tembló ligeramente al dejar el vaso.

—La hija de Thorn, Maya, se encuentra en Estados Unidos, pero aún no he podido atraparla —añadió Boone—. Los Arlequines se han anticipado a todos nuestros movimientos.

—¿Y usted cree que uno de nuestros agentes nos ha traicionado?

—La filosofía del Panóptico establece que todo el mundo debe ser vigilado y observado, incluso los que están a cargo del sistema.

—¿Me está diciendo que yo tengo algo que ver?

—De ninguna manera —contestó Boone, que sin embargo miró a Nash como si ya hubiera considerado esa posibilidad—. En estos momentos estoy utilizando un grupo de internet para seguir el rastro de todos los que han tenido o tienen algo que ver con este proyecto.

—¿Y quién le controlará a usted?

—Nunca he tenido secretos para la Hermandad.

«No lo mires —se dijo Nash—. Que no te lea los ojos.»

Se asomó a la ventana para observar el cuerpo de Michael.

Al lado del inmóvil cuerpo de su paciente, Richardson caminaba nerviosamente arriba y abajo. De repente, una polilla blanca se coló en el entorno de clima controlado de El Sepulcro. El médico se sorprendió, como si el insecto hubiera surgido de la nada. La polilla empezó a dar vueltas alejándose y acercándose a la luz.

39

Maya y Gabriel cruzaron la población de San Lucas a la una de la tarde y se dirigieron hacia el sur por una carretera de dos carriles. A medida que los kilómetros iban quedando registrados en el odómetro, Maya hacía lo posible por ocultar su creciente nerviosismo. En Los Ángeles, el mensaje de Linden había resultado de una claridad meridiana: «Dirígete a San Lucas. Sigue la Carretera 77 hacia el sur. Busca la cinta verde. Nombre de contacto: Martin». Quizá habían pasado de largo ante la cinta o el viento del desierto se la había llevado volando. Linden podía haber caído en una trampa del grupo de internet de la Tabula, y ellos estar metiéndose de cabeza en una emboscada.

Maya estaba acostumbrada a las direcciones imprecisas que la conducían a casas seguras o a puntos de contacto. Sin embargo, escoltar a un posible Viajero como Gabriel lo cambiaba todo. Desde la pelea en el Paradise Dinner, él había mantenido las distancias, limitándose a cruzar apenas unas palabras con ella cuando se detenían a poner gasolina o a estudiar el mapa. Gabriel se comportaba como un hombre que hubiera accedido a escalar una peligrosa montaña y estuviera dispuesto a aceptar los obstáculos del camino.

Bajó la ventanilla de la furgoneta, y el viento del desierto le secó el sudor de la piel. Un cielo azul. Un halcón planeando en una corriente térmica. Gabriel iba un kilómetro por delante de ella. De repente, dio media vuelta y regresó a toda velocidad, indicó a la izquierda e hizo gestos para que Maya aminorara. Lo había encontrado.

Maya vio una cinta verde atada a la base de un poste kilométrico. Un camino de tierra no más ancho que un sendero de carros desembocaba en el asfalto. Sin embargo, no había indicación alguna de adónde conducía. Gabriel se quitó el casco de motorista y lo colgó del manillar mientras se internaban por el camino. Estaban cruzando una zona del alto desierto, un terreno llano y árido, con cactos, matorrales secos y punzantes acacias que arañaban los costados de la furgoneta. Hallaron dos cruces más a lo largo del camino, pero Gabriel localizó las cintas verdes y las siguió hacia el este. A medida que iban ascendiendo, empezaron a aparecer algunos robles grises y acebos cuyas flores atraían a las abejas.

Gabriel guió a Maya hasta lo alto de un cerro y se detuvo un minuto. Lo que desde la carretera había parecido una serie de montañas era de hecho una meseta que se prolongaba en dos enormes brazos alrededor de un valle protegido por ellos. Incluso desde aquella distancia se podían distinguir las formas rectangulares de algunas casas medio ocultas entre los árboles. Por encima del poblado, en el borde de la meseta, se levantaban tres turbinas eólicas. Cada una sostenía un enorme rotor tripala que giraba como la hélice de un avión.

Gabriel se limpió el polvo del rostro con el pañuelo que llevaba al cuello. Luego, continuaron por el camino de tierra, mientras él conducía despacio, mirando a un lado y a otro, como si esperase que alguien les saltara encima desde la vegetación y los sorprendiera.

La escopeta de repetición descansaba en el suelo de la furgoneta cubierta por una vieja manta. Maya la cogió, metió un cartucho en la recámara y la dejó a su lado, en el asiento del pasajero. Se preguntó si el Rastreador viviría realmente en aquellos parajes o si habría sido localizado y asesinado por la Tabula.

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