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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (83 page)

BOOK: El viajero
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Levanté la mano para impedir que soltara indiscreciones como había hecho yo varias veces en poco tiempo, y me dirigí a Chingkim en el mismo idioma:

—Permitid, alteza real, que os presente a mi esclavo Narices.

—¿Narices? —murmuró Chingkim perplejo.

Narices comprendió mi indicación, hizo un perfecto koutou al príncipe, luego a mí, y dijo sumisamente:

—Amo Marco, quisiera pediros un favor.

—Puedes hablar delante del príncipe. Es un amigo. ¿Pero por qué te paseas por el palacio con un nombre fingido?

—Os he buscado por todas partes, mi amo. He utilizado todos mis nombres, uno diferente con cada persona a quien he hablado: pensé que esto era lo prudente, pues temo por mi vida.

—¿Por qué? ¿Qué has hecho?

—Nada, mi amo. ¡Lo juro! Me he portado tan bien desde hace tanto tiempo que el

infierno rabia de impaciencia. Soy tan puro como un cordero recién parido. Pero igual lo eran Ussu y Donduk. Os suplico, maestro, que me rescatéis de esta pocilga llamada cuerpo de guardia. Permitid que me aloje en vuestros aposentos. No os pido ni un jergón. Me echaré en vuestro quicio como un perro guardián. En nombre de todas las ocasiones en que os salvé la vida, amo Marco, salvad ahora la mía.

—¿Qué dices? No recuerdo que me salvaras nunca la vida.

Chingkim puso cara divertida, y Narices de confusión.

—¿No? Quizás salvé a algún otro amo. Bueno, si no lo hice, fue únicamente por falta de oportunidades. Sin embargo, para cuando llegue el temido momento es mejor que me tengáis cerca y…

Yole interrumpí:

—¿Qué ha pasado con Ussu y Donduk?

—Esto es lo que me aterroriza, mi amo. El terrible destino de Ussu y Donduk. Ellos no hicieron nada malo, ¿verdad? Sólo nos escoltaron desde Kashgar hasta aquí, ¿no es cierto? y cumplieron perfectamente con su deber. —Sin esperar respuesta, continuó

barboteando —. Esta mañana llegó un escuadrón de guardias, esposó a Donduk y se lo llevó. Ussu y yo convencidos de que había algún terrible error de por medio, preguntamos por los cuarteles y nos dijeron que estaban interrogando a Donduk. Tras unos momentos de preocupación volvimos a preguntar, y nos dijeron que Donduk había respondido satisfactoriamente a las preguntas, y que por lo tanto lo estaban enterrando.

—Amoredéi! —grité —. ¿Está muerto?

—Confío que sí, mi amo, de lo contrario se habría cometido una equivocación todavía más terrible. Luego, mi amo, al cabo de un rato llegaron otra vez los guardias, esposaron a Ussu y se lo llevaron. Tras otro rato de agonía, pregunté de nuevo sobre el destino de los dos y me dijeron bruscamente que no intentara informarme más sobre cuestiones de tortura. Se habían llevado a Donduk, lo habían matado y lo habían enterrado, y se habían llevado también a Ussu, ¿quién quedaba entonces por torturar si no yo? O sea que huí de los cuarteles, me puse a buscaros y…

—Calla —le dije, mientras dirigía una mirada de interrogación a Chingkim, quien explicó:

—Mi padre tiene mucho interés en saber todo lo posible sobre su primo Kaidu, el primo eternamente inquieto. Vos le indicasteis la otra noche que vuestros escoltas eran miembros de la guardia personal de Kaidu. Sin duda mi padre supone que están bien informados sobre su amo… sobre una posible insurrección planeada por Kaidu. —Se detuvo un momento, miró su copa y dijo —: El encargado de los interrogatorios es el acariciador.

—¿El acariciador? —murmuró Narices, con perplejidad.

Reflexioné un rato, lo que me provocó el consiguiente dolor de cabeza, y luego le dije a Chingkim:

—No sería muy correcto que me interfiriera en asuntos de mongoles que sólo afectan a mongoles. Pero en cierta medida me siento responsable…

Chingkim apuró su copa y se puso en pie.

—Vayamos a ver al acariciador.

Hubiese preferido con mucho quedarme en mis nuevas habitaciones todo el día, cuidar de mi cabeza y conocer a las mellizas Buyantu y Biliktu, pero me levanté, y Narices nos acompañó.

Andamos mucho a través de pasillos cerrados y de zonas abiertas y de más pasillos. Luego bajamos unas escaleras hasta un lugar subterráneo en donde recorrimos largos talleres llenos de artesanos muy ocupados, almacenes de provisiones, leñeras y bodegas. Llegamos a una serie de habitaciones, alumbradas con antorchas pero vacías, cuyas

paredes de roca estaban húmedas y viscosas y moteadas de hongos, y Chingkim se detuvo para decir en voz baja a Narices, aunque sin duda el consejo iba también dirigido a mí:

—No vuelvas a utilizar la palabra tortura, esclavo. El acariciador es una persona sensible. Estos términos bastos no le gustan, y le ofenden. Aunque una cuestión de importancia le obligue a arrancar los ojos a una persona y a ponerle carbones encendidos en las órbitas, aquello no es nunca una tortura. Llamémoslo interrogatorio, llamémoslo caricias, llamémoslo cosquillas, lo que te apetezca menos tortura, porque si algún día el acariciador tiene que acariciarte es mejor que no recuerde el poco respeto que mostraste por su profesión.

Narices se limitó a tragar saliva ruidosamente, pero yo dije:

—Comprendo. En los calabozos cristianos el sistema se denomina formalmente ejército del interrogatorio extraordinario.

Chingkim nos llevó finalmente a una habitación que podría haber sido el despacho del contable de un próspero establecimiento comercial, a no ser por la luz de las antorchas y por las viscosas paredes de roca. Estaba llena de pupitres de contable con escribanos activamente ocupados en libros de mayor, documentos y las pequeñas rutinas de toda institución bien administrada. Quizá estábamos en un matadero humano, pero era un matadero ordenado.

—El acariciador y todo su personal son han —me dijo aparte Chingkim —. Realizan este trabajo mucho mejor que nosotros.

Estaba claro que ni el príncipe heredero solicitaba entrar directamente en los dominios del acariciador. Los tres esperamos hasta que un secretario han, el jefe de todos aquellos escribanos, un hombre alto y austeramente privado de expresión se dignó acercarse a nosotros. Él y el príncipe hablaron un rato en idioma han, y luego Chingkim me lo tradujo:

—El hombre llamado Donduk fue interrogado en primer lugar, y adecuadamente, pero se negó a revelar nada de lo que sabía sobre su amo Kaidu. Se le interrogó entonces extraordinariamente, como decís vos, hasta los mismos límites del ingenio del acariciador. Pero se resistió tozudamente y por lo tanto, como señalan las órdenes permanentes de mi padre para estos casos, se le entregó a la Muerte de un Millar. Luego trajeron al sujeto Ussu. También se ha resistido al interrogatorio y al interrogatorio extraordinario y se le aplicará también la Muerte de un Millar. La merecen los dos, desde luego, porque son traidores a su jefe supremo, mi padre. Pero… —añadió con cierto orgullo —son leales a su ilkan, y son testarudos y valientes. Auténticos mongoles.

—¿Por favor, qué es la Muerte de un Millar? —le pregunté —. ¿Un millar de qué?

Chingkim dijo también en voz baja:

—Marco, llamadlo la muerte de un millar de caricias, de un millar de crueldades, de un millar de ternuras, ¿qué importa? Basta con un millar de lo que sea para que una persona muera. El nombre significa únicamente una muerte muy prolongada. Era evidente que quería que yo dejara de lado aquel asunto, pero insistí. Le dije:

—Nunca sentí ningún afecto por Donduk. En cambio Ussu fue para mí un compañero más simpático durante aquel largo camino. Me gustaría saber cómo finaliza su largo camino.

Chingkim dejó traslucir una expresión de disgusto, pero volvió a hablar de nuevo con el secretario. El hombre hizo un gesto de sorpresa y de duda, pero salió de la habitación por una puerta tachonada de hierro.

—Sólo mi padre o yo podemos hacer una cosa así —murmuró Chingkim —. E incluso yo debo ofrecer al acariciador cumplidas felicitaciones y abyectas excusas por interrumpirle en pleno trabajo.

Yo esperaba que el secretario jefe traería a un bruto monstruoso y velludo, ancho de hombros, con los brazos fornidos, las cejas espesas, vestido de negro como el carnicero de Venecia o todo de rojo infierno como el verdugo del Daiwan de Bagdad. Pero si el secretario jefe era el modelo mismo del secretario, el hombre que volvió con él era la esencia mismo de la profesión de secretario. Tenía el cabello gris, era pálido y frágil, de maneras nerviosas e inquietas, e iba vestido muy elegante con ropa de color malva. Atravesó la habitación delicadamente con pasitos precisos y a pesar de su diminuta nariz han nos miró bastante de haut en has. Era un hombre nacido para oficinista, y yo pensé que no podía ser otra cosa. Pero habló en mongol y dijo:

—Soy Ping, el acariciador. ¿Qué deseáis de mí?

Su voz era seca, con la indignación apenas controlada y poco disimulada que es el lenguaje natural de un secretario interrumpido en su trabajo de oficina.

—Soy Chingkim, el príncipe heredero. Me gustaría, maestro Ping, que explicarais a este honorable invitado mío, cómo se aplica la Muerte de un Millar. Aquel ser sorbió aire por la nariz oficinescamente.

—No estoy acostumbrado a peticiones de naturaleza tan poco delicada, y no las satisfago. Además aquí los únicos invitados honorables son los míos. Quizá Chingkim sentía un respeto reverencial por el cargo del acariciador, pero también él tenía un título, el de príncipe. Además él era mongol y le estaba ofendiendo un simple han. Irguió rígidamente su figura y ladró:

—¡Vos sois un funcionario público y nosotros somos el público! Vos sois un funcionario civil y os mostraréis civilizado. Soy vuestro Príncipe y habéis descuidado arrogantemente hacer koutou. ¡Hacedlo inmediatamente!

El acariciador Ping retrocedió como si le hubiesen arrojado uno de sus carbones ardientes, se echó obediente al suelo e hizo koutou Los demás escribanos miraron pasmados desde sus pupitres oficinescos un espectáculo que quizá ocurría por primera vez. Chingkim se quedó mirando irritado al hombre postrado durante unos momentos antes de ordenarle que se levantara. Cuando lo hizo, Ping se volvió de repente todo conciliación y solicitud, como sucede con los hombres de despacho cuando alguien tiene la temeridad de alzarles la voz. Se dirigió a Chingkim en tono meloso y se manifestó dispuesto, ávido incluso de satisfacer hasta los últimos caprichos del príncipe. Chingkim dijo malhumorado:

—Basta con que contéis al señor Marco, aquí presente, cómo se administra la Muerte de un Millar.

—Con mucho placer —dijo el acariciador.

Se volvió hacia mí con la misma benigna sonrisa que había dedicado a Chingkim y me habló con la misma voz afectada, pero sus ojos me miraron fríos y malévolos como los de una serpiente.

—Señor Marco —empezó diciendo.

En realidad dijo Mage, al modo han, pero acabé acostumbrándome a no oír las erres cuando un han hablaba, por lo que no voy a insistir sobre ello.

—Señor Marco, se llama la Muerte de un Millar porque exige un millar de pequeñas piezas de papel de seda, dobladas y tiradas al azar en un cesto. Cada papel lleva una palabra o dos, no más de tres, indicando alguna parte del cuerpo humano. Ombligo o codo derecho o labio superior o dedo medio del pie izquierdo o lo que sea. Como es lógico, el cuerpo humano no tiene mil partes, o por lo menos no tiene mil partes capaces de experimentar sensaciones, como la punta de un dedo, o partes cuya función pueda cesar, como un riñón. Para ser precisos, según el cómputo tradicional del acariciador sólo hay trescientas treinta y seis partes de este tipo. O sea que casi todos los papeles inscritos lo están en triplicado. Es decir, que trescientas treinta y dos partes del cuerpo

están escritas tres veces en papeles distintos, sumando novecientos noventa y seis papeles. ¿Me seguís, señor Marco?

—Sí, maestro Ping.

—Habréis observado, pues, que hay cuatro partes del cuerpo que no están inscritas por triplicado en los papeles. Estas cuatro partes están escritas sólo una vez en los cuatro papeles que faltan para llegar al millar. Os lo voy a explicar más tarde, si no lo adivináis luego vos mismo. Muy bien, tenemos un millar de papelitos inscritos y doblados. Cada vez que un hombre o una mujer es sentenciado a la Muerte de un Millar, antes de comenzar mis atenciones al sujeto, ordeno a mis ayudantes que mezclen, remuevan y desordenen estos papeles en el cesto. Lo hago principalmente para reducir la probabilidad de que haya repeticiones en las caricias, lo cual perjudicaría innecesariamente al sujeto y resultaría aburrido para mí.

Pensé que en el fondo de su corazón era un oficinista auténtico, con sus recuentos puntillosos y el nombre de sujeto que aplicaba a sus víctimas y su altanera condescendencia hacia el interés que yo demostraba por el tema. Pero no cometí el error de decírselo, sino que respetuosamente comenté:

—Excusad, maestro Ping. Pero ¿qué tiene que ver con la muerte todo esto: escribir papeles, doblarlos y mezclarlos?

—¿La muerte? ¡No tiene nada que ver con la muerte!. —dijo secamente, como si yo hubiese hablado de algo sin importancia. Miró brevemente de reojo al príncipe Chingkim con expresión taimada y dijo —: Cualquier bárbaro chapucero puede matar a un sujeto. Pero para conducir, guiar, instruir, halagar ingeniosamente a un hombre o a una mujer a través de su agonía, ¡ah!, para esto se necesita un acariciador.

—Entiendo —dije —. Continuad, por favor.

—Después de purgar al sujeto y de hacerle evacuar para que no se produzcan accidentes desagradables, se le ata y se le deja erguido entre dos postes, de modo seguro, pero no incómodo, para que yo pueda aplicar las caricias a su parte frontal, posterior o lateral, según convenga. Mi banco de trabajo tiene trescientos treinta y seis compartimientos, cada uno de ellos pulcramente etiquetado con el nombre de una parte del cuerpo, y en cada uno descansan uno o varios instrumentos exquisitamente diseñados para utilizarlos en esta parte. Según que el lugar del cuerpo correspondiente sea de carne o de tendón, o de músculo, o de membrana, de saco o de cartílago, los instrumentos pueden ser cuchillos de determinadas formas, o leznas, sondas, agujas, pinzas, raspadores. Los instrumentos están siempre afilados y bruñidos, y mis ayudantes están preparados: los secadores de fluidos y los recuperadores de piezas. Comienzo efectuando las tradicionales meditaciones del acariciador. Con ellas me pongo a tono no sólo con los temores del sujeto, que normalmente son manifiestos, sino también con las aprensiones más interiores y con los niveles más profundos de respuesta. El acariciador ingenioso es una persona que puede sentir casi las mismas sensaciones que su sujeto. Según la leyenda, el más perfecto de todos los acariciadores fue hace mucho tiempo una mujer; podía ponerse a tono de modo tan perfecto con el sujeto que gritaba y se retorcía auténticamente y lloraba al unísono con él, e incluso pedía compasión para su misma persona.

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