La temporada de fiestas concluyó con la Fiesta de las Linternas, el día quince de la Primera Luna. Los festejos continuaban todavía en las calles de Kanbalik pero aquella noche cada familia rivalizaba presentando linternas de ejecución maravillosa. Todas exhibían sus creaciones de papel, seda, cuerno transparente o cristal de Moscovia, en
forma de bolas, cubos, abanicos, pequeños templos, iluminados siempre con bujías o candelas en su interior.
Hacia medianoche se paseaba por las calles un maravilloso dragón. Tenía más de cuarenta pasos de longitud y estaba fabricado de seda sostenida por costillas de caña perfiladas por candelas pegadas, y lo llevaban unos cincuenta hombres, de los cuales sólo se veían los pies bailando, revestidos con zapatos que imitaban grandes garras. La cabeza del dragón era de yeso y madera dorada y esmaltada, con ojos llameantes dorados y azules, cuernos de plata, una barba de seda verde bajo su barbilla, una lengua roja y aterciopelada que pendía de su terrible boca. La cabeza sola era tan grande y pesada que se necesitaban cuatro hombres para llevarla y atacar con ella entre saltos a la gente de la calle chasqueando las mandíbulas. El dragón enfilaba una calle tras otra, haciendo cabriolas, ondulando y encorvándose de modo muy realista. Y finalmente, cuando el último juerguista se iba ya a la cama o caía al suelo inconsciente en plena calle, el dragón se metía cansado en su madriguera y el Nuevo Año quedaba oficialmente inaugurado.
Los ciudadanos de Kanbalik habían disfrutado de un mes entero liberados de sus ocupaciones más corrientes. Pero el trabajo de los funcionarios, como el de los campesinos, no se interrumpe porque el calendario declare una fiesta. Los cortesanos de palacio y los ministros del gobierno continuaron trabajando durante toda la estación festiva, aparte de algunas salidas ocasionales para contemplar las diversiones del pueblo. Yo continué visitándolos a uno tras otro, y cada semana tenía audiencia con el kan Kubilai, para que pudiera juzgar los progresos de mi educación. En cada visita trataba de impresionarle o de asombrarle con las noticias que le traía. A veces, como es lógico, no tenía nada que decirle aparte de tonterías como:
—¿Sabíais, excelencia, que el astrólogo de la corte, un eunuco, guarda su aparato cercenado en una jarra?
A lo que él replicó con cierta aspereza:
—Sí, se rumorea que al hacer sus predicciones el viejo chalado consulta esos pepinos con más frecuencia que las estrellas.
Pero normalmente hablábamos sobre temas de más importancia. En una de las reuniones celebradas después de las fiestas de Año Nuevo, y después de haberme dedicado durante una semana a entrevistar a los ocho jueces del Cheng, tuve la osadía de discutir con el gran kan las leyes y estatutos que rigen sus dominios. El marco de esa conversación fue tan interesante como su contenido, porque la celebramos al aire libre y en circunstancias singulares.
El arquitecto de la corte, sus esclavos y sus elefantes habían acabado ya de construir la colina de carbón, y la habían cubierto de turba blanda, y el maestro jardinero y sus hombres habían plantado en ella prados, flores, árboles y arbustos. No había florecido nada todavía, y la colina estaba muy pelada. Pero se habían construido ya muchos complementos arquitectónicos de estilo han, que daban bastante color a la colina. El gran kan y el príncipe Chingkim estaban inspeccionando aquel día las últimas obras y me invitaron a acompañarlos. El último adorno de la colina era un pabellón redondo de unos diez pasos de diámetro, un edificio lleno de curvas: tejado colgante, retorcidos pilares, balaustradas de filigranas y ni una sola línea recta. Estaba cercado por una terraza pavimentada de anchura igual al diámetro del pabellón, y la terraza a su vez estaba cercada por un sólido muro alto como dos personas, cuya superficie entera interior y exterior era un mosaico de gemas, esmaltes, dorados y tesserae de jade y de porcelana.
El pabellón era ya muy notable a la vista, pero tenía un rasgo que sólo captaba el oído. No sé si el arquitecto de la corte lo había planeado así, o si el resultado era meramente
fortuito. Dos o más personas podían situarse en cualquier lugar dentro de este muro circundante, separados por cualquier distancia, y aunque hablaran en un murmullo podían oírse perfectamente. El lugar se conoció más tarde como el Pabellón del Eco, pero creo que el gran kan, el príncipe y yo fuimos los primeros en divertirnos con esta propiedad peculiar. Conversamos situándonos en tres puntos equidistantes dentro del muro, a unos ochenta pies de distancia el uno del otro, sin que ninguno pudiera ver a nadie porque la curva del pabellón interceptaba la vista directa, pero los tres hablamos en tono normal y conversamos con tanta facilidad como si nos hubiésemos sentado en una mesa al aire libre.
—Los jueces del Cheng me leyeron el actual código legal de Kitai excelencia —dije —. Creo que algunas leyes son severas. Recuerdo una según la cual si se comete un crimen, el magistrado de la prefectura ha de descubrir y castigar al culpable, de lo contrario él mismo sufrirá el castigo que la ley reserva para este crimen.
—¿Qué tiene esto de severo? —preguntó la voz de Kubilai. Sólo garantiza que ningún magistrado eludirá sus responsabilidades.
—¿Pero no existe la posibilidad, excelencia, de que se castigue a menudo a una persona inocente, sólo porque alguien ha de ser castigado?
—¿Y qué? —dijo la voz de Chingkim —. El crimen ha quedado reparado y todo el pueblo sabe que pasará igual con cualquier otro crimen. Así la ley tiende a que todo el mundo evite cometer crímenes.
—Pero he observado —dije —que el pueblo han, si se le deja tranquilo, confía con razón que su tradicional cortesía guiará su comportamiento en todo momento, desde los asuntos cotidianos hasta los de mayor gravedad. Hablemos por ejemplo de la cortesía en el trato. Si un cartero tuviera la poca delicadeza de pedir una dirección a un peatón sin descender antes cortésmente de su carruaje, seguro que éste le indicaría una dirección equivocada, suponiendo que no le echara en cara su mal comportamiento.
—Ah, ¿pero le reformaría esto tan bien como unos buenos latigazos? —preguntó la voz de Kubilai.
—No necesita que le reformen, excelencia, porque, de entrada, él ya no haría una cosa tan poco educada. Tomemos otro ejemplo: la simple honestidad. Si una persona que anda por la calle descubre un objeto perdido por alguien, no se lo apropiará, sino que montará guardia a su lado. Pasará su turno de vigilancia a quien llegue después y éste al siguiente. Todos vigilarán diligentemente este objeto hasta que su propietario vuelva para buscarlo.
—Estás hablando ahora de casualidades —dijo la voz del gran kan —. Empezaste con crímenes y leyes.
—Muy bien, excelencia, consideremos un agravio concreto. Si una persona es agraviada por alguien no se va corriendo al magistrado y le pide que imponga al otro una reparación. Los han tienen un proverbio: advertir al muerto para que evite condenarse y advertir al viviente para que evite el tribunal. Si un han provoca su propia desgracia se quitará la vida para expiarlo, como he visto con frecuencia durante el pasado Año Nuevo. Si otro hombre le ofende gravemente y su conciencia no resuelve pronto la cuestión, la víctima se ahorcará delante de la puerta del culpable. Los han piensan que la desgracia traspasada al transgresor es mucho peor que cualquier venganza que la víctima pudiera infligirle.
Kubilai preguntó secamente:
—¿Crees que este hecho proporciona mucha satisfacción al muerto? ¿Llamas a esto una reparación?
—Me han dicho, excelencia, que el malhechor sólo puede quitar la mancha de esta vergüenza ofreciendo una restitución a la familia superviviente del ahorcado.
—Así es según el código legal del kanato, Marco. Pero si a alguien hay que ahorcar es a él. Puedes considerarlo severo, pero no veo que sea injusto.
—Excelencia, en una ocasión dije que cualquier otro monarca del mundo podía admiraros y envidiaros por la calidad de vuestros súbditos en general. Pero me pregunto: ¿qué opinión tiene de vos vuestro mismo pueblo? No podríais ganaros mejor su afecto y fidelidad si vuestras normas no fueran tan estrictas.
—Define esto —dijo secamente —: No tan estrictas.
—Excelencia, considerad mi patria, la República de Venecia. Sigue el modelo de las repúblicas clásicas de Roma y de Grecia. En una república, el ciudadano tiene la libertad de ser un individuo, de dar forma a su propio destino. Cierto que en Venecia hay esclavos y niveles de clase. Pero en teoría un hombre fuerte puede elevarse por encima de su clase. Puede escapar por sí solo de la pobreza y la miseria y alcanzar la prosperidad y el bienestar.
La tranquila voz de Chingkim dijo:
—¿Sucede esto con frecuencia en Venecia?
—Bueno —dije —. Recuerdo a una o dos personas que se aprovecharon de su belleza y se casaron por encima de su clase.
—¿Llamas a esto fortaleza? Aquí lo llamaríamos concubinato.
—Es que ahora de repente no puedo recordar otros casos. Pero…
—¿Hubo casos de este tipo en Roma o Grecia? —dijo Kubilai. Vuestras historias occidentales dejan constancia de estos casos.
—Sinceramente, excelencia, no puedo decirlo, porque no soy entendido en historia. Chingkim habló de nuevo:
—¿Crees que esto podría suceder, Marco? ¿Que todos los hombres podrían y querrían hacerse iguales, libres y ricos si dispusieran de libertad para ello?
—¿Por qué no, príncipe? Algunos de nuestros mejores filósofos así lo han creído.
—Una persona creerá lo que sea mientras no tenga que pagar nada —dijo la voz de Kubilai —. Éste es otro proverbio han, Marco, yo sé qué pasa cuando se deja libre a la gente, y no me he enterado leyendo libros de historia. Lo sé porque los dejé libres yo mismo.
Pasaron algunos momentos. Luego Chingkim dijo con tono divertido:
—Marco ha quedado mudo de estupor. Pero así es, Marco. Vi a mi real padre emplear esta táctica en una ocasión para conquistar una provincia en la tierra de To-Bhot. La provincia resistió nuestros ataques frontales, por lo que el gran kan anunció
simplemente al pueblo Bho: «Quedáis libres de vuestros antiguos gobernantes, tiranos y opresores. Yo, que soy un monarca liberal, os doy licencia para que asumáis en el mundo el lugar correcto que merecéis.» ¿Y sabes qué sucedió?
—Confío, mi príncipe, que esto los hiciera felices.
Kubilai soltó una carcajada que resonó a lo largo de la pared como una caldera de hierro golpeada con un mazo. Dijo:
—Lo que sucede, Marco Polo, es lo siguiente. Di a un pobre que tiene permiso para robar al rico que ha envidiado desde hace tanto tiempo. ¿Saldrá de su casa para saquear la casa dorada de algún señor? No, se apoderará del cerdo de su vecino campesino. Di a un esclavo que por fin es libre e igual a los demás hombres. Quizá su primera demostración de igualdad consista en asesinar a su antiguo amo, pero lo segundo que hace es… comprarse un esclavo. Di a una tropa de soldados reclutados a la fuerza para cumplir su servicio militar que pueden desertar libremente y volver a casa. ¿Se dedicarán mientras desertan a asesinar a los grandes generales que los reclutaron? No, degollarán a su compañero que fue ascendido a sargento de la tropa. Di a todos los oprimidos que tienen permiso para rebelarse contra sus más brutales opresores.
¿Marcharán en formación contra su tirano el wang o el ilkan? No, formarán una turba y despedazarán al prestamista del pueblo.
Hubo otro silencio. No se me ocurrió ningún comentario más y al final Chingkim habló
de nuevo:
—El truco dio resultado en To-Bhot, Marco. Toda la provincia se hundió en el caos, nos apoderamos de ella fácilmente, y mi hermano Ukuruji es ahora el wang de To-Bhot. Como es lógico, nada ha cambiado para el pueblo de To-Bhot en relación a las clases, los privilegios, la prosperidad y la libertad. La vida continúa como antes. Todavía no se me ocurría ningún comentario, porque era evidente que el gran kan y el príncipe no estaban hablando de unos rústicos ignorantes del atrasado país de To-Bhot. La opinión que tenían del vulgo se aplicaba al de todas partes y no era muy favorable, pero yo carecía de argumentos para refutar sus palabras. Es decir, que los tres dejamos nuestras posiciones alrededor del Pabellón del Eco, entramos de nuevo en el palacio, bebimos juntos mao-tai y charlamos sobre otros temas. Ya no volví a sugerir más mo-deraciones en el código legal de los mongoles, y hasta hoy los decretos publicados en todo el kanato concluyen como antes con las palabras: «¡El gran kan ha hablado: temblad, todos, y obedeced!»
Kubilai no hizo nunca ningún comentario sobre el orden de mis visitas a los varios ministros, aunque podía haber imaginado que yo empezaría con el más alto de todos: el primer ministro Achmad-az-Fenaket de quien he hablado ya tan a menudo. Pero yo hubiera preferido prescindir totalmente del árabe, especialmente después de haber recibido noticias desagradables sobre él. De hecho no le pedí nunca audiencia y fue Achmad quien al final forzó la entrevista. Me envió un criado con un malhumorado mensaje, pidiéndome que apareciera ante él y recogiera mi salario de sus propias manos, en su calidad de ministro de Finanzas. Supongo que se molestó al ver que el dinero se iba acumulando y que yo no aprovechaba las fiestas de Año Nuevo para saldar esta cuenta. Desde que el gran kan me había tomado a su servicio no me había preocupado de preguntar quién debía pagarme, ni incluso qué cantidad se me pagaría, porque hasta el momento no había necesitado ni un simple bagatino, o qian, como se llamaba la unidad monetaria más pequeña de Kitai. Tenía una casa elegante, comía bien y me daban todo lo que necesitaba; además no podía imaginarme en qué gastaría dinero si dispusiese de él.
Antes de obedecer la orden de Achmad fui a preguntar a mi padre si las empresas de la Compagnia Polo continuaban con problemas burocráticos y en caso afirmativo si deseaba que abordara el tema con el obstructivo árabe. No encontré a mi padre en su estancia y fui a la de mi tío. Estaba reclinado en un sofá y una de sus sirvientes le afeitaba.
—¿Qué significa esto, tío Mafio? —exclamé —. ¡Te estás quitando tu barba de viajero!
¿Por qué?
Él me respondió a través de la espuma:
—Nosotros tendremos que tratar principalmente con mercaderes han, y los han desprecian los pelos y los consideran signo propio de los bárbaros. Todos los árabes del ortaq llevan barba, he pensado que Nico y yo podríamos disfrutar de algunas ventajas si uno de los dos se presenta bien afeitado. Además, y para ser franco, hería mi vanidad que la barba de mi hermano mayor conservara su color natural y que la mía fuera tan gris como la de Narices.