El viajero (96 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
6.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Señor, estoy comprometido, confío que lo entendáis. Este Marco Polo sin duda hizo en alguna ocasión una buena obra, y el proverbio nos dice que un mitzva se merece otro mitzva.

Sacó de debajo de la mesa de trabajo dos cestos de caña de trenzado muy espeso y me los tiró a los brazos:

—Ahí los tenéis, estimable loco. En cada cesto hay cincuenta liang de huoyao. Haced lo que os plazca y l'chaim a vos. Confío que la siguiente noticia que me llegue de Marco Polo sea su resonante salida de este mundo.

Llevé mis cestos a mi apartamento con la intención de empezar inmediatamente mis ensayos de al-kimia. Pero Narices me estaba esperando y le pregunté si me traía alguna información.

—Muy poco, mi amo. Sólo un pequeño cotilleo salaz sobre el astrólogo de la corte, si os interesa. Parece que es un eunuco, y que desde hace cincuenta años conserva sus partes en salmuera en una jarra al lado de la cama. Quiere que las entierren con él, para llegar entero al otro mundo.

—¿Es esto todo? —le dije, con ganas de ponerme a trabajar.

—En todas partes se están preparando para el Año Nuevo. Han echado paja seca en todos los patios por si se acerca algún espíritu maligno gui, para que se asuste con el ruido de sus propias pisadas. Las mujeres están preparando el pudín de Ocho Ingredientes, que es una golosina de fiesta, y los hombres están fabricando muchas linternas para engalanar las festividades y los niños están haciendo molinillos de papel. Se dice que algunas familias gastan en esta ocasión sus ahorros de todo el año. Pero no todo el mundo está contento, muchos han se suicidan.

—¿Por qué motivo?

—Existe la costumbre de saldar todas las deudas importantes en esta estación. Los acreedores pasan de puerta en puerta y muchos deudores desesperados se ahorcan para salvar la cara, como dicen los han, por la vergüenza que les da no poder pagar. Mientras tanto los mongoles que no se preocupan mucho por la cara, embadurnan con melaza las de sus dioses de la cocina.

—¿Qué?

—Tienen la extraña creencia de que el ídolo que guardan sobre el fogón de la cocina, el dios doméstico Nagatai, asciende al cielo en esta época para informar al gran dios Tengri sobre su comportamiento del año. Dan melaza a Nagatai con la extraña idea de que sus labios quedan así sellados y no puede contar nada perjudicial.

—Extraño, sí —dije yo. Biliktu entró entonces en la habitación y cogió mis cestos. Le indiqué que los dejara sobre la mesa —. ¿Algo más, Narices?

El esclavo se retorció las manos:

—Sólo que me he enamorado.

—¿Oh? —dije sumido en mis propios sentimientos —. ¿De qué?

—Amo, no os riáis de mí. De una mujer, ¿de qué más podría ser?

—¿De qué más? Que yo sepa copulaste anteriormente con un poney de Bagdad, un joven de Kashan, un bebé Sindi de sexo indeterminado…

Se retorció las manos un rato más.

—Por favor, mi amo, no se lo digáis.

—¿Decírselo a quién?

—A la princesa Mar-Yanah.

—Ah, sí. Aquélla. O sea que ahora has fijado tu mirada en una princesa, ¿no? Bueno, admiro la amplia variedad de tus deseos. Y no le contaré nada. ¿Qué interés podría tener yo en decirle nada?

—Porque voy a pediros un favor, amo Marco. Os pido que le habléis en nombre mío. Que le habléis de mis virtudes y de mi rectitud.

—¿Tú, recto? ¿Virtuoso? Por Dios, ni siquiera estaba seguro de que fueras humano.

—Por favor, mi amo. Sabed que hay ciertas reglas de palacio en relación al matrimonio entre esclavos…

—¡Matrimonio! —exclamé —. ¿Estás pensando en casarte?

—Es cierto, como dice el profeta, que todas las mujeres son piedras —dijo meditativamente —. Pero algunas son piedras de molino que cuelgan de mi cuello y otras son piedras preciosas que aureolan mi corazón.

—Narices —le dije lo más suavemente que pude —. Esta mujer puede haberse hundido en el mundo, pero sin llegar… —me detuve pues no podía decir «tan bajo como tú». Empecé

de nuevo —: Quizá ahora sea una esclava, pero antes era una princesa, y dijiste que en aquella época tú sólo eras un pastor. Además tengo entendido que es una mujer bella, o que lo era.

—Lo es —dijo, y añadió débilmente —. También yo lo era… antes. Exasperado al ver que persistía en ese viejo cuento, le dije:

—¿La has visto últimamente? Mírate a ti mismo. Estás aquí con tan poca gracia como un ave camello, con la panza colgando, los ojos de cerdo, metiéndote el dedo en el único agujero de tu nariz. Dime la verdad: ¿desde que la espiaste y la reconociste te has dado a conocer a esa princesa Mar-Yanah? ¿Te reconoció ella? ¿Huyó asqueada o sólo se echó a reír?

—No —dijo inclinando la cabeza —. No me he presentado. Sólo la he venerado desde lejos. Confiaba en que primero le diríais algo, para prepararla… para despertar en ella el deseo de conocerme…

Al oír esto fui yo quien se echó a reír:

—¡Sólo nos faltaba eso! No he oído nunca mayor descaro. Me pides que haga de alcahuete entre un esclavo y otro. ¿Qué debo decirle, Narices? —Puse una voz meliflua, como si hablara a una princesa —: Tengo entendido, alteza, que vuestro galante adorador no sufre en este momento ninguna enfermedad vergonzosa en sus partes amatorias. —Luego añadí severamente —: ¿Qué podría decirle sin mentir gravemente, sin poner en

peligro mi alma inmortal? ¿Qué podría decir yo para mover en tu favor no ya una antigua princesa, sino a una hembra cualquiera, y lograr que mirara favorablemente a una criatura de tu ralea?

Narices con una dignidad absurda en un ser como él dijo:

—Si el amo tuviera la bondad de escucharme un poco le contaría algunos detalles de esta historia.

—Cuenta, pues. Pero ligero, porque tengo que hacer.

—Empezó hace veinte años en la capital de Capadocia, Erzincan. Ella era ciertamente una princesa turca, la hija del rey Kiliy, y yo no era más que un pastor de caballos del rey. Ni él ni ella lo sabían, probablemente, porque yo era solamente uno de los muchos mozos de establo que veían cuando pedían una montura o un vehículo. Pero yo la veía, y entonces como ahora la veneré mudamente desde lejos. Como es lógico nada hubiese sucedido. Excepto que Alá hizo que ella y yo cayéramos en poder de unos bandidos árabes…

—Por favor, Narices, ¡no! —le supliqué —. No me vengas con otra historia de tu heroísmo. Por hoy ya he reído bastante.

—No me detendré en el episodio del secuestro. Baste decir que la princesa tuvo motivos para verme, y que me miró con ojos apasionados. Pero cuando conseguimos escapar de los árabes y volver a Erzincan, su padre me premió con un cargo más alto a su servicio y me envió al campo a considerable distancia del palacio.

—Esto —murmuré —, me lo creo.

—Y por desgracia caí de nuevo en manos de merodeadores. Mercaderes turcos de esclavos en esta ocasión. Se me llevaron y no volví a ver Capadocia ni a la princesa. Intenté recoger todos los rumores relativos a aquella parte del mundo, y nunca oí que se casara, por lo que guardaba todavía un pequeño motivo de esperanza. Pero luego me enteré de la matanza masiva de esta familia real selyúcida y supuse que había muerto con los demás. Si yo hubiese estado todavía en el palacio cuando esto sucedió, quizás hubiese podido…

—Por favor, Narices.

—Sí, mi amo. Bueno, si Mar-Yanah había muerto, ya no me importaba mi destino. Yo era un esclavo, la forma de vida más baja, y por lo tanto sería la forma de vida más baja. Soporté todo tipo de humillaciones, sin importarme. Provoqué las humillaciones. Empecé incluso a humillarme yo mismo. Me revolqué en la humillación. Quería ser lo peor del mundo, porque había perdido lo mejor. Me convertí en un desgraciado, en un ser degradado y despreciable. No me importó perder mi belleza, mi respeto personal y el respeto de los demás. No me hubiese importado incluso perder mis partes vítales, pero por motivos que ignoro, ninguno de mis numerosos amos pensó nunca en convertirme en un eunuco. Continuaba siendo un hombre, pero ya no tenía esperanzas de amor, y me abandoné a la lujuria. Tomé cualquier persona o cualquier cosa accesible a un esclavo, y la mayoría son cosas viles. Así era cuando vos me encontrasteis, amo Marco, y así

continué siendo.

—Hasta ahora —dije —. Permíteme que acabe yo, Narices. Ahora aquel amor tanto tiempo perdido ha vuelto a entrar en tu vida. ¿Vas a cambiar ahora?

Él me sorprendió diciendo:

—No. No mi amo, demasiados hombres han dicho esto con demasiada frecuencia. Sólo un imbécil puede creer tal cosa. Voy a decir únicamente que sólo deseo cambiar para volver atrás. Para volver a lo que era antes de ser… este Narices. Me quedé mucho rato mirándole, y me lo pensé mucho antes de hablar.

—Sólo un amo malvado negaría a un hombre la posibilidad de conseguir esto, y yo no soy malvado. De hecho debería estar interesado en ver cómo eras antes. —También tenía

un cierto interés en ver a la persona sucia y gastada a la que había entregado su corazón. Después de ocho o nueve años de esclavitud entre los mongoles tenía que ser por fuerza una piltrafa aunque antes hubiese sido otra cosa —. Muy bien. Deseas que avise a esa Mar-Yanah de que su héroe de otros tiempos todavía existe. Puedo hacerlo. ¿Cómo debo proceder?

—Comunicaré únicamente a la residencia de los esclavos que el amo Marco desea hablar con ella. Y entonces si vuestra compasiva generosidad pudiese inspirarnos…

—No voy a contarle mentiras sobre ti, Narices. Te prometo únicamente pasar por alto las verdades más asquerosas, si puedo.

—Es todo lo que podía pediros. Que Alá os bendiga siempre…

—Ahora tengo otras cosas en que pensar. No la hagas venir hasta que hayan finalizado las celebraciones de Año Nuevo.

Cuando hubo salido, me senté para contemplar el huoyao. De vez en cuando metía los dedos en el polvo, y luego sacudía uno de los cestos para ver con qué facilidad los granos blancos de salitre se separaban de los negros de carbón y del amarillo azufre y desaparecían. Aquel día, y muchos días después porque tuve que dar preferencia a otras cosas, no me ocupé más del polvo de fuego.

Aquella noche, cuando fui a la cama y sólo vino Buyantu, gruñí:

—¿Qué le pasa a Biliktu?, ¿qué indisposición tiene hoy? La vi hace sólo unas horas en estas habitaciones, y parecía en perfecto estado. Hace quizá más de un mes desde que durmió en esta cama conmigo o con nosotros. ¿Me está evitando? ¿La he enojado en algo?

Buyantu se limitó a contestarme provocándome:

—¿La echas de menos? ¿No te basto yo? Al fin y al cabo mi hermana y yo somos idénticas. Abrázame y mira. —Se acurrucó en mis brazos —. Eso. No puedes quejarte ahora de que te falta lo que tienes a tu lado. Pero si lo deseas puedes fingir que yo soy Biliktu y te desafío a que me digas en qué punto no lo soy. Tenía razón. Cuando en la oscuridad imaginé que ella era su hermana podía haberlo sido perfectamente, y no podía quejarme de que me privaban de ella. 10

En Venecia no hacemos mucho caso de la llegada de un nuevo año. Es simplemente el primer día de marzo, en el cual iniciamos el calendario del año siguiente, y no hay motivo para celebrarlo a no ser que coincida con el día de Carnevale. Pero en Kitai cada Año Nuevo se consideraba algo portentoso que debía recibirse apropiadamente. De este modo la excusa de las fiestas consumía un mes entero, saltando del año viejo al año nuevo. Todo el calendario de Kitai dependía de la luna, como nuestras fiestas móviles cristianas, y el Primer Día de la Primera Luna puede caer en cualquier fecha entre mediados de enero y mediados de febrero. Las festividades comenzaban la séptima noche de la Doceava Luna del año viejo, cuando las familias se reunían para comer el tradicional pastel de Ocho Ingredientes y luego intercambiaban regalos entre ellos y sus vecinos, amigos y parientes.

A partir de aquel momento parecía como si cada día y cada noche tuviesen que celebrar algo. Por ejemplo el día veintitrés de la Doceava Luna todo el mundo gritaba «bon viazo» al dios de la cocina, Nagatai, quien ascendía ostensiblemente al cielo para presentar su informe sobre la casa que controlaba. Se supone que ese dios no regresaba a su puesto en el hogar hasta la víspera de Año Nuevo, y todos aprovechaban su ausencia para entregarse al libertinaje de comida, bebida, juego y otras cosas que no se atreverían a hacer o que les daría vergüenza hacer bajo la mirada de Nagatai.

El día final del año viejo era el más frenético de toda esta temporada, porque era el último día hábil para cobrar las deudas y saldar las cuentas. Las calles vecinas a las casas de empeños estaban atestadas de gente que por unos miserables qian dejaban en depósito sus joyas, sus muebles e incluso la ropa que llevaban puesta. Todas las demás calles estaban atestadas igualmente y en pleno torbellino por el paso de los acreedores que iban en busca de sus deudores y por las carreras de los deudores que buscaban desesperadamente algún medio para pagar a los primeros o escapar de ellos. Se oían muchos gritos y los insultos y los golpes volaban por doquier, e incluso, como me había dicho Narices, algún deudor se autoinmolaba al sentirse incapaz de continuar viviendo con la cabeza alta, o con la cara, como dicen los han.

Cuando llegó la noche de este último día del viejo año y empezó la víspera del Primer Día de la Primera Luna, empezaron también las exhibiciones nocturnas de los árboles de fuego y de las flores chispeantes del maestro Shi, de maravillosa variedad, acompañadas por desfiles, bailes en la calle, ruidos tumultuosos y música de campanas, gongs y trompetas. Cuando llegó el alba del día de Año Nuevo, las interminables festividades quedaron atemperadas por una única demostración formal de abstinencia cuaresmal, pues era el único día del año en que todo el mundo tenía prohibido comer carne. Y

durante los cinco días siguientes nadie podía tirar nada. Si un pinche se atrevía a tirar el agua sucia de la cocina se arriesgaba a tirar la buena fortuna de la familia durante todo el año siguiente. Después de estas dos demostraciones de austeridad, las fiestas continuaron incesantemente hasta alcanzar el quinceavo día de la Luna Nueva. El pueblo bajo colgaba nuevas imágenes de sus viejos dioses, pegándolas ceremoniosamente sobre las viejas y gastadas imágenes que estuvieron colgadas durante el año anterior en las puertas y Paredes de sus casas. Las familias que podían permitírselo pagaban a un escriba para que les compusiera un «dístico de primavera»

que también se pegaba en algún lugar. Las calles estaban llenas perpetuamente de acróbatas, máscaras, gente con zancos, cuentistas, luchadores, juglares, manipuladores de aros, comedores de fuego, astrólogos, adivinos, vendedores ambulantes de toda clase de comida y bebida, incluso «leones danzantes», consistentes en dos hombres extraordinariamente ágiles metidos en un traje de yeso dorado y de tela roja que ejecutaban contorsiones casi increíbles, y muy poco leoninas. Los sacerdotes han de todas las religiones presidían en sus respectivos templos de modo bastante irreligioso juegos públicos de azar. Participaban multitud de jugadores, y supongo que los acreedores derrochaban allí sus recientes ganancias, mientras que los deudores intentaban recuperar sus pérdidas; la mayoría estaban borrachos, las apuestas eran altas y grande la poca pericia de los jugadores, es decir, que los beneficios del juego mantenían todos los templos y a sus sacerdotes durante todo el año. Uno de los juegos consistía simplemente en la familiar tirada de dados. Otro, llamado majiang, se jugaba con pequeñas fichas de hueso. Otro, con tarjetas de papel rígido llamadas zhipai. (Yo mismo me dejé seducir por las complicaciones del zhipai y aprendí a jugar todos los juegos, porque hay un número incontable de pasatiempos que se pueden jugar con una baraja de setenta y ocho cartas divididas en órdenes de corazones, campanas, hojas y bellotas, y subdivididas en cartas de puntas, cotas y emblemas. Pero cuando volví a Venecia llevé una baraja y desde entonces las cartas se han admirado y copiado mucho y han recibido el nombre de tarocchi, por lo que todo el mundo las conoce y no es preciso que hable más sobre el zhipai.)

Other books

The Pineville Heist by Lee Chambers
A Shout for the Dead by James Barclay
The Black & The White by Evelin Weber
El libro de los muertos by Douglas Preston & Lincoln Child
82 Desire by Smith, Julie
Double Down: Game Change 2012 by Mark Halperin, John Heilemann
Scalpers by Ralph Cotton
Volcanoes by Hamlett, Nicole