—Incluso los er, conquistadores mongoles son, uh, pocos comparados con nosotros, los han —dijo —. Las ejem, nacionalidades minoritarias son menos numerosas todavía. En las, er, regiones occidentales, por ejemplo, hay los, uh, llamados uighures y los, ejem, uzbekos, kirguises, kazhakos y, er, tazhikos. Aquí en el, uh, norte encontramos también a los, ejem, manchúes, los tunguses, los hezne. Y cuando el, er, kan Kubilai complete su, uh, conquista del, ejem, Imperio Song, absorberá todas las demás, er, nacionalidades que hay allí. Los, uh, naxi y los miao, los puyi, los chuang. También, ejem, el turbulento pueblo yi que puebla la, er, entera provincia de Yunnan y en, uh, el lejano suroeste…
Continuó su discurso en este tono y yo me hubiera puesto a dormir, si mi mente no estuviera ocupada filtrando los «er», «uh» y «ejem». Pero incluso después de hacerlo me pareció el discurso muy seco, sin nada vergonzoso o siniestro que obligara a refugiarse en una masa de excrecencias vocales. No acababa de explicarme por qué el ministro Bao hablaba de modo tan vacilante. Tampoco sabía por qué aquella oratoria coja despertaba de tal modo mis sospechas. Pero así era. Él estaba diciendo algo que yo no debía entender. Estaba seguro de esto. Y resultó que mis sospechas fueron ciertas. Cuando conseguí desprenderme de él aquel día, volví a mis habitaciones y al ropero donde había dejado que Narices instalara su jergón y su aposento. En aquel momento estaba durmiendo, aunque sólo estábamos a media tarde. Le sacudí y le dije:
—Veo que no tienes suficiente trabajo, esclavo chapucero, y he decidido encomendarte una tarea.
En los últimos tiempos la vida de aquel esclavo era realmente bastante indolente. Mi padre y mi tío no le necesitaban para nada y habían dejado sus servicios para mí. Pero las doncellas Buyantu y Biliktu me servían tan bien que yo sólo recurría a Narices cuando necesitaba por ejemplo que me comprara modelos de ropa al estilo de Kitai o que mantuviera mi guardarropía bien provisto y en buen estado o cuando en ocasiones le pedía que cuidara y ensillara un caballo. En los intervalos era más bien raro que Narices se dedicara a moverse por el lugar o a hacer diabluras. Parecía haber cambiado sus antiguos hábitos y su curiosidad natural. Pasaba la mayor parte de su tiempo en aquel cuarto, excepto cuando se aventuraba hasta las cocinas del palacio para buscar comida o cuando yo le invitaba a cenar conmigo en mis habitaciones. No se lo permitía a menudo, porque era evidente que las chicas se sentían repelidas por su aspecto y no les gustaba representar el papel de mongoles sirviendo a un simple esclavo. Se despertó en aquel momento y gruñó:
—¡Bismillah, mi amo! —y bostezó con tanta fuerza que incluso su terrible agujero nasal parecía abrirse más aún.
Yo le dije severamente:
—Aquí estoy yo, ocupado todo el día, mientras mi esclavo dormita. Me han encargado que calibre a los cortesanos del gran kan conversando cara a cara con ellos, pero creo que tú podrías conseguir mejores resultados a espaldas suyas.
—¿Queréis, mi amo, que fisgonee entre sus sirvientes y ayudantes? —murmuró Narices -
. Pero, ¿cómo? Soy un extranjero y un recién llegado, y mi dominio del idioma mongol todavía es imperfecto.
—Hay muchos extranjeros entre el personal doméstico. Prisioneros tomados de todos los países. Las conversaciones de los criados entre bastidores forman sin duda una Babel de lenguas. Y sé muy bien que tu nariz sabe captar muy bien las habladurías y los escándalos.
—Me siento honrado de vuestra confianza, mi amo, pero…
—No te pido nada, te lo ordeno. A partir de ahora pasarás todo tu tiempo libre, del cual dispones en abundancia, mezclándote con los criados y con los demás esclavos.
—Sinceramente, mi amo, debo confesaros que me da miedo pasearme por estas salas. Podría caer en los dominios del acariciador.
—No me busques excusas o te llevaré allí yo mismo. Escúchame. A partir de hoy cada noche nos reuniremos y me repetirás todos los chismorreos que hayas podido oír durante el día.
—¿Sobre cualquier tema? ¿Todo lo que dicen? La mayor parte son tonterías sin importancia.
—Todo. Pero en este momento tengo especial interés en enterarme de todo lo referente al ministro de Razas Menores, el señor han llamado Bao Neihe. Cuando puedas centrar
sutilmente la conversación en este tema, hazlo. Pero sutilmente. Mientras tanto quiero enterarme de todo lo que oigas. Es imposible saber de antemano los comentarios que podrían interesarme.
—Amo Marco, debo formular de entrada una respetuosa objeción. Ya no soy tan guapo como antes, cuando podía seducir incluso a una princesa para que me confiara sus más íntimos…
—¡Basta ya de mentiras estúpidas! Narices: tú y todo el mundo sabe que siempre has sido monstruosamente feo, y que ni siquiera has llegado a tocar el dobladillo de la túnica de una princesa.
Pero él no se dejó amilanar:
—Por otra parte tenéis bajo vuestras órdenes a dos bellas doncellas que podrían emplear fácilmente su hermosura en sacar información de cualquiera. Están mucho mejor equipadas para recibir confidencias…
—Narices —dije con paciencia —. Harás de espía porque yo te lo digo, y no necesito darte más explicaciones. Sin embargo debo decirte sólo una cosa. Aunque al parecer no has pensado en ello, puedo comunicarte que muy probablemente estas dos doncellas están espiando lo que yo hago, siguiendo mis menores movimientos e informando de ellos. Recuerda que fue el hijo del gran kan quien me dio las chicas, obedeciendo órdenes suyas.
Cuando hablaba de ellas a los demás siempre las llamaba «las chicas», porque sus nombres juntos eran demasiado largos y no las llamaba «las criadas» porque para mí
eran algo más que eso, pero tampoco quería darles el nombre de «concubinas» porque me parecía un término ligeramente despreciativo. Sin embargo en privado las llamaba separadamente Buyantu y Biliktu, pues pronto había aprendido a distinguirlas. Cuando iban vestidas eran idénticas, pero yo reconocía ya gestos y expresiones individuales de cada una. Cuando iban desnudas continuaban teniéndolo todo igual, incluso los hoyuelos de las mejillas, los hoyuelos de los codos y unos hoyuelos especialmente atractivos a ambos lados de la base de su columna vertebral, pero a pesar de ello eran más fácilmente identificables. Biliktu tenía una salpicadura de pecas en el abombamiento inferior de su pecho izquierdo y Buyantu una diminuta cicatriz en la parte superior del muslo derecho debido a algún accidente infantil. Tomé nota de estas señales en la primera noche que pasamos juntos, y de otras cosas también. Las chicas tenían hermosas formas y al no ser musulmanas todas sus partes privadas estaban completas. En general estaban hechas como otras mujeres maduras que yo había conocido, excepto que sus piernas eran algo más cortas y tenían una curva menos pronunciada en la cintura que, por ejemplo, las mujeres venecianas y persas. Pero la diferencia más intrigante en relación a las mujeres de otras razas era su pelo inguinal. Tenían el normal triángulo oscuro en el lugar usual, lo llamaban hanmao,
«estufita», pero no era un mechón ensortijado ni espeso. Por un capricho de la naturaleza, las mujeres mongoles, por lo menos las que he conocido, tienen un blasón excepcionalmente liso; el pelo les queda allí tan aplanado y liso como la pelusa de un gato. Cuando yo en ocasiones anteriores había estado en la cama con una mujer a veces me divertía (y la divertía) enredar mis dedos en su estufita y enrollar sus pelos; con Buyantu y Biliktu me limitaba a pasar la mano por encima de ella y acariciarla como si fuera un gatito (y ellas ronroneaban igual).
En la primera noche que pasé en mis apartamentos privados, las mellizas me indicaron con toda claridad que deseaban que me llevara a la cama a una de ellas. Cuando me bañaron ellas también se desnudaron y se bañaron conmigo, y lavaron con todo cuidado mi dandian y el suyo, nuestros «puntos rosados», nuestras partes privadas. Después de espolvorearme y de espolvorearse con fragantes polvos, se pusieron saltos de cama de
seda tan fina que sus estufitas se transparentaron claramente, y la chica que más tarde identifiqué como Buyantu me preguntó directamente:
—¿Quieres que tengamos hijos de ti, amo Marco?
Yo exclamé involuntariamente:
—¡Dio me varda, no!
Ella no podía entender las palabras, pero sin duda comprendió el significado, porque asintió y dijo:
—Nos hemos procurado semillas de helécho, que son el mejor preventivo de la concepción. Como sabéis, las dos tenemos la categoría de veintidós quilates, y desde luego somos vírgenes. Hemos pasado toda la tarde pensando cuál de las dos tendrá el honor de que nuestro guapo y nuevo amo la haga primero qingdu chukai, la despierte primero a la condición adulta de mujer.
Bien, me gustó que no estuvieran temiendo el acontecimiento como tantas vírgenes. Parecía de hecho que hubiesen estado disputándose, de modo fraterno, la precedencia, porque Buyantu añadió:
—Resulta, amo mío, que yo soy la mayor de las dos.
Biliktu se echó a reír y me dijo:
—Sólo por unos minutos, según nuestra madre. Pero toda la vida la hermana mayor ha reclamado los privilegios correspondientes.
Buyantu se encogió de hombros y dijo:
—Una de las dos tendrá la primera noche, y la otra esperará la segunda. Si no deseáis elegir vos mismo, podemos echarlo a pajitas.
Yo respondí con aire satisfecho:
—No tengo la menor intención de dejar el placer al azar. Ni de discriminar entre dos atracciones tan irresistibles. Las dos seréis las primeras. Buyantu me respondió:
—Somos vírgenes, pero no ignorantes.
—Ayudamos a criar a nuestros hermanos pequeños —dijo Biliktu.
—Y cuando os bañamos comprobamos que vuestro dandian estaba equipado normalmente —dijo Buyantu —. Es más grande que el de los niños, desde luego, pero no está multiplicado.
—Por lo tanto —dijo Biliktu —, sólo podéis estar con una a la vez. ¿Cómo podéis asegurar que las dos tendremos precedencia?
—La cama es muy espaciosa —dije —. Nos metemos los tres en ella y…
—¡Esto sería indecente!
Ambas parecían tan escandalizadas que yo sonreí:
—Vamos, vamos. Es bien sabido que los hombres a veces retozan con más de una mujer a la vez.
—Pero… pero se trata de concubinas de mucha experiencia, que ya han superado la modestia, y que no tienen entre sí una relación embarazosa. Amo Marco, somos hermanas, y éste es nuestro primer jiaogou, y queremos… es decir, no podemos… en presencia una de la otra…
—Os prometo —les dije —que lo encontraréis tan normal como bañaros juntas. Además os prometo que pronto dejaréis de preocuparos por cuestiones de decoro. Y las dos disfrutaréis tanto con el jiaogou que no sabréis cuál ha sido la primera, ni os importará. Dudaron un momento. Buyantu frunció el cejo en un bello gesto de contemplación. Biliktu se mordió meditativamente el labio inferior. Luego se miraron de reojo furtivamente. Cuando sus miradas se cruzaron, enrojecieron tanto que sus transparentes saltos de cama se volvieron rojos hasta la altura del pecho. Luego se echaron a reír, de modo algo tembloroso, pero no pusieron más objeciones. Buyantu sacó de un cajón una
ampolla de semillas de helecho, y ella y Biliktu se volvieron de espaldas a mí mientras cogían un pellizco de esta fina semilla, casi un polvo, y con un dedo la insertaban en lo hondo de su cuerpo. Luego me dejaron que cogiera a cada una con una mano, que guiara a las dos hasta la invitadora cama y que las continuara guiando luego más allá. Recordé mi experiencia juvenil en Venecia y recurrí a los modos musicales que había aprendido de dona Ilaria y que luego había refinado practicando con la pequeña Doris. Conseguí de este modo que la iniciación de estas vírgenes fuera también para ellas un recuerdo agradable, algo transcurrido no sólo sin muecas de dolor sino con genuina alegría. Al principio cuando yo pasaba de Buyantu a Biliktu y viceversa no tenían los ojos puestos en mí sino que cada una los fijaba en los de la otra, y era evidente que se esforzaban en no dar ninguna respuesta visible ni audible a mis servicios, para que la otra no considerara inmodesta a la una. Pero yo continué trabajándolas delicadamente con los dedos, los labios y la lengua, incluso con mis pestañas y al final cerraron los ojos, cada cual ignoró la presencia de la otra y se entregaron a sus propias sensaciones. Debo indicar que el jiaogou de aquella noche, mi primera actividad de este tipo en Kitai, tuvo un carácter especialmente picante, debido a los fantásticos términos que los han aplican a todas las partes del cuerpo humano. Como ya había tenido ocasión de saber, «joya roja» puede referirse a las partes en general, tanto del hombre como de la mujer. Pero la expresión suele reservarse para el órgano masculino, mientras que el de la mujer es el «loto» y sus labios son sus «pétalos», y lo que yo antes llamaba lumaghéta o zambur es la «mariposa entre los pétalos del loto ». La parte posterior de la mujer es su «luna tranquila» y su delicado valle la «grieta en la luna». Sus pechos son sus «viandas impolutas de jade» y sus pezones son sus «estrellitas». De este modo tocando, acariciando, cosquilleando, probando, mesando, mordisqueando de modo variado y hábil las viandas de jade, las flores, los pétalos, las lunas, las estrellas y las mariposas, conseguí que ambas mellizas alcanzaran de modo maravilloso y simultáneo su primera culminación del jiaogou. Luego, antes de que pudieran darse cuenta de los descarados cantos y movimientos que habían ejecutado para llegar hasta allí y para que no se turbaran mutuamente, hice más cosas para que alcanzaran otra nueva cima. Las chicas estaban aprendiendo rápidamente y ansiaban participar de nuevo en la escalada, o sea que dejé de lado mis propias y urgentes necesidades y me dediqué
enteramente a sus placeres. En ocasiones una de las chicas se paseaba sola por las altas cimas y su hermana la miraba, y miraba mi actuación con una sonrisa maravillada e interrogante. Luego le tocaba a ella, mientras la otra miraba y aprobaba. Cuando las dos chicas se hubieron deslumbrado con las sensaciones que acababan de descubrir y estuvieron encantadas con ellas, y bien humedecidas con sus propias secreciones, las puse simultáneamente en un estado de auténtico frenesí, y mientras se olvidaban de todo excepto de su propio éxtasis, penetré primero en una, luego en la otra, de modo fácil y agradable tanto para mí como para ellas, y continué entregándome a la una y a la otra, de modo que no recuerdo en qué orden ni en qué melliza hice el primer spruzzo. Después de esta primera tríada, musicalmente perfecta, dejé que las chicas descansaran un rato, jadeando y sudando de felicidad, sonriéndome a mí y sonriéndose la una a la otra. Cuando Biliktu y Buyantu hubieron recuperado el aliento empezaron a bromear en voz alta y a reírse de sus anteriores tonterías sobre la modestia y el decoro. Entonces, libres de toda represión, hicimos muchas cosas más, y con más tranquilidad, de modo que si una chica no participaba activamente podía disfrutar por cuenta ajena mirando y ayudando a los otros dos. Pero no descuidé a ninguna de las dos durante mucho rato. Al fin y al cabo las princesas Magas y Shams me habían enseñado que se puede satisfacer perfectamente a dos mujeres a la vez y satisfacerse uno al mismo tiempo. Desde luego me resultó más agradable hacerlo con estas mellizas mongoles, porque ninguna de ellas