propia casa, sin tropezar ni chocar, y para guiarlo con la misma confianza por calles llenas de gente y entre el incesante tráfico de carros.
Además de los espectáculos, había los sonidos y olores, que a veces procedían del mismo lugar. En cada esquina había una parada o un carro que vendía comida caliente para los que trabajaban fuera de casa o para los transeúntes ocupados que tienen que comer en la calle. El aroma del pescado o de los trozos de carne friéndose llegaba a la nariz acompañado simultáneamente del crepitar del fogón. O se percibía el ligero olor a ajo del mian cociéndose, acompañado por el chasquido de las lenguas y el ruido de la pasta al pasar del cuenco a la boca acompañada por las tenacillas ágiles. Kanbalik es la ciudad propia del kan y está patrullada continuamente por basureros con escobas y cubos. O sea que en general no se notaban olores ofensivos como los de excrementos humanos, y era más limpia que otras ciudades de Kitai e infinitamente más limpia que cualquiera otra ciudad de Oriente. El olor fundamental de Kanbalik era un aroma mixto de especias y aceite de freír. Este olor cuando yo pasaba por diferentes tiendas y tenderetes de mercado se combinaba con los diversos aromas del jazmín, el cha, el humo de los braseros, el sándalo, los frutos, el incienso y en ocasiones la fragancia del abanico perfumado de una dama que pasaba por mi lado.
La mayoría de los ruidos de la calle se producían incesantemente, de día y de noche: la charla, el chapurreo y el sonsonete de la gente que hablaba continuamente en la calle, el retumbo y martilleo de las ruedas de carro y de carreta, acompañado casi siempre por la tintineante música de las campanillas que muchos carreteros colgaban de los radios de sus ruedas para que se deslizaran por ellas, el golpeteo de los cascos de los caballos y de los yak, el sonido más ligero de los cascos de los asnos, los amortiguados golpes de las anchas y acolchadas patas de los camellos, el crujido de las sandalias de paja de los porteadores que pasaban siempre en carrera precipitada. Esta continua combinación de ruidos estaba puntuada frecuentemente por el gemido de un vendedor de pescado, o el aullido de un vendedor de fruta, o el tuoc-tuoc de un vendedor de volatería que golpeaba su pato hueco de madera, o el bum-bum-bum que reverberaba por todas las paredes procedente de una de las torres de tambor de la ciudad que daba la alarma anunciando algún lejano incendio. Sólo de vez en cuando disminuían los ruidos de la calle y se convertían en un respetuoso silencio: cuando pasaba al trote una tropa de guardias de palacio. Uno de sus componentes tocaba una fanfarria golpeando una especie de lira formada por varillas de bronce, y los demás balanceando sus barras abrían paso al noble señor que los seguía a caballo o dentro de un palanquín.
A veces podía oírse por encima del ruido callejero, literalmente encima suyo, un melodioso y lejano sonido de flauta. Cuando lo oí por primera vez me sorprendió. Pero luego descubrí que por lo menos un representante de cada bandada de palomas comunes de la ciudad llevaba atado un pequeño pito que silbaba cuando el ave volaba. Además entre las palomas más corrientes había un tipo de abundante plumaje que yo no había visto en ninguna parte. En pleno vuelo se detenía de repente en el aire y como si fuera un funambulista sin cuerda se lanzaba cabeza abajo, trazaba alegremente una perfecta voltereta en el aire, y luego continuaba volando tan tranquilamente como si no hubiese hecho nada maravilloso.
Y si levantaba mis ojos más arriba, por encima de los tejados de la ciudad, podía ver en cualquier día ventoso de otoño bandadas de fengzheng volando. No eran pájaros, aunque algunos tenían forma de ave y estaban pintados con sus colores; otros parecían inmensas mariposas o pequeños dragones. Los fengzheng eran construcciones de palitos ligeros y papel muy delgado a las que se ataba un cordel enrollado en un carrete. Una persona corría con el fengzheng y dejaba que la brisa lo elevara, y luego mediante sutiles tirones de la Punta del cordel que tenía en su mano, podía conseguir que subiera, volara, se
detuviera u ondulara en el aire. (Yo nunca pude dominar este arte.) La altura de su ascensión estaba limitada únicamente por la cantidad de cordel en el carrete y a veces subían tanto que se perdían casi de vista. La gente disfrutaba enzarzándose en batallas de fengzheng. Pegaban a sus cordeles un polvo abrasivo de porcelana o cristal de Moscovia triturados y luego ponían a volar su fengzheng y lo guiaban procurando con su cordel serrar y cortar el de un fengzheng adversario para que éste cayera del cielo dando tumbos. Los conductores y otros espectadores apostaban fuerte sobre el resultado de la batalla. Pero las mujeres y los niños preferían echar a volar sus fengzheng únicamente para pasarlo bien.
De noche no tenía que hacer ningún esfuerzo especial para observar las cosas peculiares que tenían lugar en el cielo de Kitai, pues volente o nolente, siempre alzaba la cabeza de golpe al oír los ruidos que producían. Me refiero a los violentos bums y bangs y a los chisporroteos de los relámpagos y truenos artificiales de los llamados árboles de fuego y flores chispeantes. Como en tantos países orientales, también parecía en Kitai que cada día estuviera marcado por alguna fiesta popular o aniversario de celebración obligada. Pero sólo en Kitai continuaban las festividades por la noche, porque así tenían excusa para enviar volando cielo arriba estos curiosos fuegos que estallaban en el aire produciendo fuegos más brillantes disolviéndose luego en corpúsculos de fuego multicolor que descendían hasta el suelo. Yo contemplaba estas demostraciones con admiración y temor, que no disminuyeron cuando más tarde descubrí el mecanismo y origen de estas maravillas.
Fuera de las ciudades el variado paisaje de Kitai también difería del de otros países. Ya he descrito unos cuantos terrenos peculiares de Kitai, y voy a hablar de otros cuando llegue su momento. Pero ahora debo decir lo siguiente. Mientras vivía en Kanbalik, cuando deseaba pasar un día en el campo podía encargar un caballo de los establos del palacio y con una cabalgada de una mañana podía ir a contemplar algo imposible de ver en ningún otro paisaje de la tierra. Quizá era una reliquia de absoluta inutilidad y vanagloria, pero la Gran Muralla, esa monstruosa serpiente petrificada en el acto de serpentear de horizonte a horizonte, era a pesar de todo un espectáculo fantástico de ver. No quiero dar a entender que todo lo que había en Kitai o en la capital del kan era bello, fácil, rico y agradable. Eso no me hubiese gustado porque una belleza sin respiro puede ser tan cansada como el magnífico pero monótono paisaje del Pai Mir. Kubilai, por ejemplo, podía haber localizado su capital en una ciudad de clima más templado, pues en el sur había lugares que disfrutaban de una primavera perpetua, y aún más al sur había otros lugares tratados por el sol en un verano perpetuo. Pero cuando los visité
descubrí que la gente que vivía en ellos era también blanda y aburrida. El clima de Kanbalik se parecía mucho al de Venecia: lluvias de primavera, nieves de invierno y en verano un calor a veces opresivo. Sus habitantes no tenían que enfrentarse con la mohosa humedad de Venecia, pero sus casas, ropas y muebles estaban invadidos por el polvo amarillo que el viento llevaba continuamente de los desiertos occidentales. Kanbalik, como las estaciones y el tiempo, era una ciudad siempre cambiante, variada y vigorizadora, pero nunca empalagosa, porque además de estos esplendores y felices novedades que acabo de citar también tenía aspectos oscuros y no tan felices: debajo del magnífico palacio del kan se acurrucaban los calabozos del acariciador. Las lujosas prendas de los nobles y de los cortesanos a veces cubrían a hombres de mezquinas ambiciones y de designios viles. Incluso mis dos bellas doncellas mostraron algunos aspectos de su temperamento no tan hermosos. Y fuera del palacio, en las calles y mercados, no todos los componentes de la multitud eran mercaderes prósperos o compradores opulentos. También había personas pobres y desgraciadas. Recuerdo haber visto un tenderete del mercado que vendía carne a los pobres, y alguien me tradujo su
cartel anunciador: «Gambas del bosque, ciervo de casa, anguilas de la maleza»… pero luego esta misma persona explicó que se trataba únicamente de designaciones de adorno de los han. Las carnes vendidas eran en realidad saltamontes, ratas y tripas de serpiente. 6
Durante muchos meses mis jornadas laborales consistieron en hablar y hacer preguntas respetuosas en orden sucesivo a los muchos ministros, señores, administradores, contables y cortesanos responsables del perfecto funcionamiento de todo el kanato mongol, de la tierra de Kitai, de la ciudad de Kanbalik y de la corte palaciega. Chingkim me presentó a la mayoría de ellos, pero él tenía su propio trabajo como wang de Kanbalik y nos dejaba para que el otro y yo o los demás personajes organizáramos nuestras reuniones como más nos conviniera. Algunos de aquellos hombres, incluyendo a señores de elevada posición, se mostraron muy acogedores con mis intereses y muy sinceros en las explicaciones de sus cargos. Otros, incluyendo a algunos simples mayordomos de palacio de rango ridículamente bajo, me consideraban como un entrometido espía y hablaban conmigo de mala gana. Pero todos tenían que recibirme, por orden expresa de su gran kan. O sea que no descuidé visitar a nadie y no permití que los interlocutores hostiles se desembarazaran de mí con entrevistas cortas o evasivas. Sin embargo debo admitir que encontré algunos trabajos más interesantes que otros, y por lo tanto pasé más tiempo con algunos que con otros.
Mi coloquio con el matemático de la corte fue especialmente breve. No he tenido nunca mucha cabeza para la aritmética, como podría atestiguar mi viejo maestro fra Varisto. El maestro Linan me recibió amistosamente, pues era el primer cortesano que yo había visto al llegar a Kanbalik, y además estaba orgulloso de sus deberes y ansioso por explicármelos, pero temo que mis mediocres respuestas frenaron bastante su entusiasmo. De hecho a lo más que llegamos fue a enseñarme un nanzhen, un instrumento de navegación marítima al estilo de Kitai.
—Ah, sí —le dije —. La aguja que señala el norte. Los capitanes de barco venecianos también las tienen. Se llaman bussola.
—Nosotros lo llamamos carruaje que va hacia el sur, y supongo que no puede compararse con vuestras toscas versiones occidentales. En Occidente todavía dependéis de un círculo dividido en sólo trescientos sesenta grados. Ésa es una burda aproximación a la verdad, introducida por algunos de vuestros primitivos antepasados que no sabían contar mejor los días del año. Nosotros los han hace tres mil años conocíamos ya la duración real del año solar. Observad que nuestro círculo está dividido según el valor exacto de trescientos sesenta y cinco grados y un cuarto. Miré, y así era. Después de contemplar un rato el círculo me aventuré a decir:
—Es un cómputo perfecto, ciertamente. Es sin duda una división perfecta del círculo. Pero ¿para qué sirve?
—¿Que para qué sirve? —preguntó horrorizado.
—Nuestro anticuado círculo occidental por lo menos puede dividirse fácilmente en cuartos. ¿Cómo puede una persona utilizando vuestro círculo llegar a trazar un ángulo recto?
Linan, con su serenidad algo descompuesta, dijo:
—Marco Polo, honorable huésped, ¿no os dais cuenta del genio encarnado en este círculo? ¿Las observaciones pacientes y los refinados cálculos que contiene? ¿Y qué
sublime superioridad demuestra sobre las chapuceras matemáticas de Occidente?
—Sí, lo confieso sin problemas. Yo me limitaba a señalar su carácter poco práctico. Creo que un agrimensor se volvería loco con este círculo. Echaría a perder todos
nuestros mapas. Y un constructor no podría levantar nunca una casa con esquinas correctas y habitaciones cuadradas.
El matemático perdió totalmente la serenidad y replicó bruscamente:
—Vosotros, los occidentales, sólo os preocupáis de acumular conocimientos. No os interesa adquirir la sabiduría. ¡Yo os hablo de matemáticas puras y vos me habláis de carpinteros!
Yo le contesté humildemente:
—Soy un hombre ignorante en cuestión de filosofías, maestro Linan, pero he conocido a unos cuantos carpinteros, y si vieran este círculo de Kitai, se reirían.
—¿Se reirían? —gritó Linan con voz ahogada.
Aquella persona normalmente tan juiciosa, distante y desapasionada, se dejó arrastrar a un nivel de indignación bastante interesante. Como yo tampoco carecía totalmente de prudencia me despedí de él y salí respetuosamente de sus aposentos. Bueno, aquélla fue una más de las experiencias que me hicieron dudar de la famosa inventiva de los han. Pero en una entrevista algo parecida que sostuve en el observatorio palaciego de los astrónomos, conseguí defenderme mejor, con seguridad y aplomo. El observatorio era una terraza alta del palacio, sin tejado, atiborrada de inmensos y complejos instrumentos: esferas armilares, relojes de sol, astrolabios y alidadas, todo bellamente fabricado con mármol y bronce. El astrónomo de la corte, Yamal-ud-Din, era persa, porque según me dijo todos aquellos instrumentos se habían inventado y diseñado en remotas edades en su patria, y él era el más indicado para manejarlos. Era jefe de media docena de subastrónomos, y todos ellos eran han, porque según dijo el maestro Yamal los han habían anotado escrupulosamente sus observaciones astronómicas durante más tiempo que cualquier otro pueblo. Yamal-ud-Din y yo conversamos en farsi y él me tradujo los comentarios que hacían sus colegas.
Yo empecé admitiendo francamente:
—Señores míos, la única educación que he recibido en astronomía es el relato bíblico del profeta Josué, quien para prolongar la batalla un día más hizo que el sol se detuviera en su camino a través del cielo.
Yamal me miró extrañado, pero repitió mis palabras a los seis ancianos caballeros han. Me pareció que se excitaban mucho o que se desconcertaban mucho, pues hablaron entre sí y al final me preguntaron, cortésmente:
—¿Detuvo el sol, el tal Josué? Muy interesante. ¿Cuándo ocurrió eso?
—Oh, hace mucho tiempo —dije —. Cuando los israelitas luchaban contra los amorritas. Varios libros antes del nacimiento de Cristo y del inicio del calendario.
—Esto es realmente interesante —repitieron, después de mantener más consultas entre ellos —. Nuestro registro astronómico, el Shujing, se remonta a más de tres mil quinientos setenta años, y no menciona en absoluto este hecho. Cabría imaginar que un acontecimiento cósmico de esta categoría hubiese provocado algunos comentarios en el hombre de la calle, por no hablar de los astrónomos de la época. ¿Pensáis que el hecho se produjo antes de este período?