parecido al bello personaje que era antes. —Yo suspiré. Pero él no continuó con su habitual estilo fanfarrón; se limitó a decir —: He espiado recientemente a una persona en el sector de los esclavos. Alguien a quien creo que conocí hace mucho tiempo. Pero no me he decidido a hablar con ella porque antes quiero estar bien seguro. Yo me eché a reír de todo corazón:
—¿No te decides? ¿Tú? ¿Temes que te tomen por un descarado? ¿Y con un esclavo?
Narices se estremeció ligeramente, pero luego se irguió lo más que pudo.
—Los cerdos no son también esclavos, amo Marco. Y los esclavos no lo fuimos siempre. Solía haber algunas distinciones sociales entre algunos de nosotros cuando éramos libres. La única dignidad que podemos ejercer ahora es observar esas pasadas distinciones. Si esta esclava es quien yo me imagino, fue en otra época una dama de alcurnia. Entonces yo era un hombre libre, pero sólo un pastor. Os agradecería, mi amo, que me hicierais el favor de comprobar su identidad antes de que yo me dé a conocer a ella, para que pueda hacerlo con las formalidades y el respeto necesario. Por un instante me sentí casi avergonzado de mí mismo. Había pedido compasión para el cornudo maestro Zhao, y en cambio me había reído cruelmente de aquel pobre diablo.
¿Estaba yo como él dispuesto a hacer koutou a las distinciones de clase? Pero al instante siguiente recordé que Narices era realmente un desgraciado, un ser de naturaleza repelente que desde que yo lo había conocido sólo había llevado a cabo acciones repugnantes.
—No hagas conmigo el papel de esclavo noble, Narices —le dije secamente —. Tienes una vida mucho mejor de la que mereces. Sin embargo si solo me pides que corrobore la identidad de alguien, lo haré. ¿Qué me pides, y de quién se trata entonces?
—¿Podríais preguntar, mi amo, si los mongoles han hecho alguna ves prisioneros de un reino llamado Capadocia, en Anatolia? Con eso tendré suficiente para saber lo que deseo.
—Anatolia. Eso se encuentra al norte de la ruta que nos llevó desde Levante a Persia. Pero mi padre y mi tío sin duda atravesaron esa región en sus anteriores viajes. Lo preguntaré a ellos y quizá no tenga que preguntar a nadie más.
—Que Alá sonría siempre sobre vos, buen amo.
Le dejé allí para que acabara su vino, aunque Biliktu hizo un ruido de desaprobación al ver que el esclavo continuaba en su presencia. Fui por los corredores del palacio hasta las habitaciones de mi padre. Allí encontré también a mi tío y les dije que tenía algo que preguntar. Pero primero mi padre me informó de que ellos estaban intentando resolver algunos problemas propios.
—Obstáculos interpuestos a nuestras iniciativas comerciales —explicó —. Los musulmanes no parecen muy entusiasmados con nuestra entrada en su ortaq. Están retrasando la concesión de permisos incluso para vender el azafrán que tenemos almacenado. Es evidente que eso refleja algunos celos o alguna malevolencia por parte del ministro de Finanzas, Achmad.
—Tenemos dos opciones —murmuró mi tío —. Sobornar al maldito árabe o presionarle.
¿Pero cómo podemos sobornar a un hombre que tiene ya de todo o que puede conseguirlo todo fácilmente? ¿Cómo podemos influir a un hombre que es el segundo personaje más poderoso del reino?
Pensé que si les contaba las alusiones que había captado sobre la vida privada de Achmad, dispondrían de una buena amenaza para denunciarlo. Pero lo pensé mejor y no mencioné nada. Mi padre se negaría a rebajarse y a explotar esa táctica, y prohibiría a mi tío hacerlo. Además, yo sospechaba que las noticias indirectas que me habían llegado eran peligrosas incluso para mí, y no quería traspasarles aquel peligro. Sólo hice una ligera sugerencia:
—Quizá podríais emplear, como se suele decir, al demonio que tentó a Lucifer.
—¿A una mujer? —gruñó tío Mafio—. Lo dudo. Parece que los gustos de Achmad están envueltos en mucho misterio, no se sabe si prefiere a mujeres, a hombres, a niños, a ovejas o a otra cosa. En todo caso tiene todo el Imperio a su disposición, aparte de lo que el gran kan se reserva para sí.
—Bueno —dijo mi padre —, si realmente dispone de todo lo que desea, puede aplicarse al caso un viejo proverbio: pedid favores a quien tiene el estómago lleno. Dejemos de pelearnos con los pequeños subordinados del ortaq. Acudamos directamente a Achmad y planteémosle directamente nuestra situación. ¿Qué puede hacernos?
—Por lo poco que sé —gruñó tío Mafio—, ese hombre se reiría de un leproso. Mi padre se encogió de hombros:
—Puede darnos largas, pero al final hará concesiones. Sabe que tenemos buenas relaciones con Kubilai.
—Me gustaría hablar del tema con el gran kan cuando le vea en la próxima ocasión —les dije.
—No, Marco, no te preocupes por eso. No quiero que comprometas tu situación por culpa nuestra. Quizá más tarde, cuando te hayas ganado toda la confianza del Kubilai, y tengamos tal vez necesidad real de tu intercesión. Pero Mafio y yo podemos resolver solos esta situación. ¿Qué querías preguntarnos cuando llegaste?
Yo contesté:
—Cuando vinisteis por primera vez a Kitai, volvisteis a casa pasando por Constantinopla, es decir, que debisteis pasar por las tierras de Anatolia. ¿Estuvisteis en un lugar llamado Capadocia?
—Sí, claro —me respondió mi padre —. Capadocia es un reino de los turcos selyúcidas. Nos detuvimos brevemente en su capital, Erzincan, cuando regresábamos a Venecia. Erzincan está situada exactamente al norte de Suvediye, que ya conoces, Marco, pero a bastante distancia de ella.
—¿Estuvieron alguna vez esos turcos en guerra con los mongoles?
—No en aquel momento —dijo tío Mafio—. Todavía no, por lo que creo. Pero hubo algunos problemas por culpa de los mongoles, porque Capadocia limita con el reino persa del ilkan Abagha. De hecho los problemas empezaron cuando nosotros pasamos por allí. Eso fue hace… ¿cuántos años Nico?: ocho, nueve años…
—¿Y qué sucedió? —pregunté.
—El rey selyúcida Kilily tenía un primer ministro muy ambicioso… —dijo mi padre.
—Igual que Kubilai tiene su valí Achmad —gruñó tío Mafio.
—Y ese ministro se confabuló secretamente con el ilkan Abagha, proponiéndole convertir a los capadocios en vasallos de los mongoles si Abagha le ayudaba a deponer al rey. Y eso fue lo que sucedió.
—¿Cómo fue? —pregunté.
—El rey fue asesinado con toda la familia real, en el mismo palacio de Erzincan —dijo mi tío —. El pueblo sabía que el culpable era el primer ministro, pero ninguno se atrevió
a denunciarlo, por miedo a que Abagha se aprovechara de cualquier disputa interior y lanzara a los mongoles a saquear el país.
—De modo —concluyó mi padre —, que el ministro puso en el trono como rey a su propio hijo, nombrándose como es lógico a sí mismo regente, y entregó a Abagha los pocos supervivientes de la familia real para que hiciera con ellos lo que quisiera.
—Ya entiendo —dije —. Y probablemente ahora están dispersados por todo el kanato mongol. ¿Sabéis, padre, si había alguna mujer entre esos supervivientes?
—Sí. Es posible que todos los supervivientes fuesen mujeres. El Primer ministro era un hombre práctico. Es probable que matara a todos los descendientes varones del rey para
que no quedara ningún pretendiente legítimo al trono que había conseguido para su hijo. Las mujeres no contaban.
—Casi todas las supervivientes eran primas y parientes de segundo grado —dijo tío Mafio—. Pero por lo menos una de ellas era hija del rey. Se dice que era tan bella que Abagha la hubiese tomado por concubina, pero que le descubrió un defecto. He olvidado cuál. En todo caso la entregó a los mercaderes de esclavos, junto con las demás.
—Tienes razón, Mafio-dijo mi padre —. Había al menos una hija del rey. Su nombre era Mar-Yanah.
Les di las gracias y regresé a mi estancia. Narices, con su astucia habitual se había aprovechado de mi generosidad y Biliktu, de mal humor, continuaba sirviéndole vino y abanicándolo. Yo le increpé exasperado.
—Aquí estás tú, especie de marmota, repachingado como un cortesano, mientras yo corro para cumplir tus encargos. ¿Te parece bien?
Me sonrió medio borracho y preguntó con voz pastosa:
—¿Os habéis informado, mi amo?
—Esa esclava que dices haber reconocido: ¿podía ser una turca selyúcida?
Su sonrisa se evaporó. Se puso en pie de un salto echándose el vino encima y arrancando a Biliktu un grito de protesta. Se quedó casi temblando delante mío y esperó
mis siguientes palabras.
—¿Podría tratarse quizá de una cierta princesa Mar-Yanah?
Narices había bebido mucho, pero de repente recuperó la serenidad, quedando mudo de asombro o de algo parecido, por primera vez en su vida. Permaneció de pie delante mío vibrando y mirándome con los ojos tan abiertos como la ventana de su nariz.
—Mi padre y mi tío me hablaron de esa posibilidad —le dije. Él continuó mirándome pasmado sin abrir la boca hasta que añadí secamente —: Supongo que ésa es la identidad que querías confirmar.
Él murmuró tan bajo que apenas pude oírle:
—Realmente no sabía… si prefería que lo fuera… o si temía esa posibilidad… Luego sin hacer koutou ni salaam ni murmurar unas palabras de agradecimiento por mis esfuerzos dio media vuelta y se dirigió muy lentamente, arrastrando los pies como un anciano, hacia su cubículo.
Dejé de preocuparme por el tema y me fui también a la cama, acompañado únicamente por Buyantu, porque desde hacía unas noches Biliktu estaba indispuesta para aquel servicio.
9
Mi estancia en el palacio ya era bastante larga cuando tuve la oportunidad de entrevistarme con el cortesano cuyas obras me fascinaban más: el artificiero de la corte, responsable de los llamados árboles de fuego y flores chispeantes. Me dijeron que casi continuamente se encontraba viajando por el país, organizando esos espectáculos cuando alguna ciudad u otra celebraba alguna fiesta. Pero un día de invierno, el príncipe Chingkim vino a decirme que el artificiero Shi había regresado a su puesto en el palacio para iniciar los preparativos de la fiesta anual más importante de Kanbalik: la celebración del Año Nuevo, que era inminente, y Chingkim me condujo a su presencia. El maestro Shi disponía de una casita entera para vivir y trabajar, y ese taller estaba situado bastante lejos de los demás edificios del palacio, para la seguridad de todos, según me dijo Chingkim. De hecho el taller estaba situado al otro lado de la ya construida colina de carbón.
El artificiero estaba inclinado sobre una mesa de trabajo repleta de objetos, y de entrada su ropaje me hizo suponer que era árabe. Pero cuando se volvió para saludarnos comprendí que tenía que ser judío, porque yo había visto ya en otra ocasión aquellos rasgos. Sus ojos de zarzamora me miraron altiva pero cordialmente desde lo alto de una larga y ganchuda nariz como una Simsir, y su cabello y barbas parecían un hongo rizado, gris, pero conservando todavía rastros de rojo.
Chingkim le dijo en mongol:
—Maestro Shi Ixme, desearía presentaros a un invitado de palacio.
—Marco Polo —dijo el artificiero.
—Ah, estabais enterado de su visita.
—Me contaron algo.
—Marco está interesado por vuestro trabajo, y mi real padre quisiera que le contarais algo de él.
—Lo intentaré, príncipe.
Cuando Chingkim se hubo ido, se produjo un breve silencio durante el cual el artificiero y yo nos miramos fijamente. Al final él dijo:
—¿Por qué estáis tan interesado en los árboles de fuego, Marco Polo?
—Son bellos —respondí simplemente.
—La belleza del peligro. ¿Os atrae?
—Sabéis que siempre me ha atraído —respondí. Y esperé.
—Pero también hay peligro en la belleza. ¿No os repele esta perspectiva?
—¡Aja! —cacareé —. Supongo que ahora me diréis que vuestro nombre en realidad no es Mordecai.
—No os iba a contar nada. Excepto mi trabajo con fuegos bellos pero peligrosos. ¿Qué
os gustaría saber, Marco Polo?
—¿De dónde sacasteis un nombre así, Shi Ixme?
—Esto no tiene nada que ver con mi trabajo. Sin embargo… —Se encogió de hombros —. Cuando los judíos llegaron aquí por primera vez les dieron siete apellidos han para que se los repartieran. Shi es uno de esos siete apellidos, y originalmente era Yitzhak. En ivrit mi nombre completo es Shemuel ibn-Yitzhak.
—¿Cuándo llegasteis a Kitai? —le pregunté esperando que dijera que había llegado un poco antes que yo.
—Nací aquí, en la ciudad de Kaifeng, donde se instalaron mis antepasados unos siglos antes.
—No lo creo.
Emitió un ronquido como había hecho Mordecai tan frecuentemente al oír mis comentarios:
—Leed el Viejo Testamento de vuestra Biblia. Capítulo cuarenta y nueve de Isaías, donde el profeta prevé la reunión final de todos los judíos: «He aquí que vienen ellos de lejos, éstos del septentrión y del mar, aquéllos de la Tierra de Sinim.» Esta tierra de Kitai se llama todavía en ivrit Sina. Es decir, que en la época de Isaías, hace más de mil ochocientos años ya había judíos aquí.
—¿Por qué tuvieron que venir aquí los judíos?
—Probablemente porque en los demás lugares no los querían —respondió secamente —. O
quizá porque pensaron que los han era una de las tribus perdidas que habían salido de Israel.
—Vamos, maestro Shi. Los han comen cerdo y siempre lo han comido. Él se encogió nuevamente de hombros:
—Sin embargo tienen cosas en común con los judíos. Sacrifican a sus animales de modo ceremonial, casi kaser, excepto que no quitan los tendones terephah. Y son más
estrictos todavía que los judíos en su forma de vestir, porque nunca llevan ropa con mezcla de fibras animales y vegetales.
Yo me mantuve en mis trece:
—Los han no podían haber sido nunca una tribu perdida. No hay la menor semejanza física entre ellos y los judíos.
El maestro Shi rió y dijo:
—Sin embargo ahora los judíos y los han se parecen. No os dejéis engañar por mi aspecto: se debe únicamente a que la familia Shi no contrajo aquí muchos matrimonios cruzados. La mayoría de los siete apellidos sí los contrajeron. De modo que Kitai está
lleno de judíos de piel marfileña y ojos sesgados. Sólo se los reconoce a veces por sus narices o si es un hombre por su gid. —Se rió de nuevo y luego agregó más seriamente —: También podéis reconocer a un judío porque donde quiera que vaya continúa observando la religión de sus padres. Todavía se pone de cara a Jerusalén para rezar. También donde quiera que vaya conserva la memoria de las viejas leyendas judías…