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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (11 page)

BOOK: El viajero
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La oportunidad se presentó cuando el corteggio desembocó finalmente desde una calle estrecha al muelle adoquinado de la orilla septentrional de la ciudad: en la laguna de los Muertos, no lejos de donde estaba situada la barcaza de los niños, que sin embargo quedaba oculta por la niebla y la oscuridad crecientes. La barca del dogo estaba ya atracada en el muelle: había dado la vuelta a la ciudad y nos esperaba para recoger al difunto en su último viaje a la isla de los Muertos, que tampoco se distinguía en la distancia. Entonces se produjo una gran conmoción entre los acompañantes: los que estaban próximos a la litera trataron de ayudar a los portadores a izarla a la barca, y esto me permitió mezclarme en ellos. Me abrí paso a codazos hasta llegar al lado mismo de mi presa, y con tantos empujones y tanta actividad nadie notó los esfuerzos que tuve que hacer para desenvainar mi espada. Por suerte el marido de Ilaria no consiguió meter su hombro debajo de la litera, porque al liquidarlo el dogo se hubiese precipitado en la laguna de los Muertos.

Lo que sí cayó fue mi pesada vaina; sin duda los movimientos que hice la desprendieron del cinturón de mi jubón. Se precipitó con un fuerte ruido sobre los adoquines y continuó proclamando ruidosamente su presencia gracias a las patadas de

los pies que arrastraban por el suelo. El corazón se me subió de golpe a la garganta y casi se escapó de mi boca cuando el marido de Ilaria se agachó para recoger la vaina. Pero él, sin mover escándalo, me la entregó diciéndome amablemente: «Cogedla, joven, se os ha caído. Estaba todavía a su lado, mientras los movimientos de la multitud nos empujaban de un lado a otro, y tenía todavía la espada en la mano debajo de mi capa: aquél era el momento para asestar el golpe, pero ¿cómo podía hacer yo tal cosa? Él me había salvado del inmediato reconocimiento: ¿podía darle las gracias con una estocada?

Pero entonces sonó cerca de mi oído otra voz rabiosa: «¡Estúpido asenazzo!»,y algo nuevo hizo un ruido rasposo, y un objeto metálico relució a la luz de las antorchas. Todo sucedió en el borde de mi campo de visión, y mis impresiones fueron fragmentarias y confusas. Pero me pareció que uno de los curas que balanceaba un incensario de oro de pronto cambió y balanceó algo plateado. Y luego el marido de Ilaria se inclinó ante mis ojos, abrió la boca y vomitó una sustancia que parecía negra en aquella luz. Sin que yo le hubiera hecho nada, algo le acababa de pasar. Se tambaleó empujando a otras personas del grupo compacto y él y otros dos cayeron al suelo. Entonces una mano fuerte se cerró sobre mi hombro, pero yo la rechacé y el retroceso me apartó del centro del tumulto. Mientras luchaba por abrirme paso entre el círculo exterior de personas y rebotaba contra un par de ellas, se me cayó de nuevo la vaina y luego la misma espada, pero no me detuve. El pánico me dominaba y lo único que quería era correr y desaparecer. Sentí detrás mío exclamaciones de sorpresa y de indignación, pero ya estaba a buena distancia del grupo de antorchas y de velas y me había adentrado en la bendita oscuridad y en la niebla.

Continué corriendo a lo largo del muelle hasta que vi tomar forma ante mí a dos figuras nuevas en la noche neblinosa. Pude escabullirme, pero vi que eran figuras de niños y al cabo de un momento se resolvieron en las de Ubaldo y Doris Tagiabue. Sentí un gran alivio al ver a alguien conocido y pequeño. Traté de poner una cara risueña y probablemente el resultado fue horrible, pero los saludé con alegría.

—¡Doris, todavía estás restregada y limpia!

—Tú no —dijo ella señalando con el dedo.

Miré mi capa. Su parte frontal estaba húmeda pero de algo más que de caligo. Estaba manchada y rociada de rojo brillante.

—Y tienes la cara tan pálida como una lápida —dijo Ubaldo —. ¿Qué te pasó, Marco?

—Estuve… estuve a punto de ser un bravo —dije con voz repentinamente insegura. Se me quedaron mirando, y lo expliqué todo. Me alivió mucho poderlo contar a alguien no afectado por el tema —. Mi dama me envió a matar a un hombre. Pero creo que murió

antes de que yo pudiera hacerlo. Debió de intervenir otro enemigo, o el enemigo alquiló

a un bravo para que lo hiciera.

—¿Crees que ha muerto? —preguntó Ubaldo.

—Todo fue muy repentino. Tuve que huir. Supongo que no sabré lo que realmente pasó

hasta que los banditori de la guardia de noche proclamen las noticias.

—¿Dónde sucedió?

—En aquel muelle, donde están embarcando al difunto dogo. O quizá no lo han embarcado todavía. El alboroto es enorme.

—Podría llegarme hasta allí y espiar. Te enterarías más de prisa a través mío que a través de los banditori.

—De acuerdo —le dije —. Pero ten cuidado, Boldo. Sospecharán de cualquier extraño. Ubaldo salió corriendo por donde yo había llegado, y Doris y yo nos sentamos en un poste al lado del agua. Ella me miraba seria, y al cabo de un rato dijo:

—El hombre era el marido de la dama. —No le dio la entonación de una pregunta, pero yo asentí débilmente —. Y tú confías en ocupar su lugar.

—Ya lo he ocupado —dije con el tono más heroico que pude. Doris pareció

estremecerse, por lo que añadí concretando —: Por lo menos una vez. En aquel momento aquella tarde con llana se me antojo muy lejana, y no me vinieron ganas de repetirla. «Es curioso —pensé —hasta qué punto la ansiedad puede disminuir el ardor de un hombre. Creo que si ahora estuviera en el dormitorio de Ilaria y ella me hiciera señas, desnuda y sonriente, no podría…»

—Puedes haberte metido en un lío terrible —dijo Doris, como si quisiera apagar totalmente mi ardor.

—No lo creo —dije, más para convencerme a mí mismo que a la chica —. Lo único criminal que hice fue estar en un lugar que no me correspondía. Y me escapé sin que me cogieran ni nadie me reconociera, por lo que no saben ni siquiera que hice esto. Excepto tú, claro.

—¿Y qué pasará ahora?

—Si el hombre ha muerto, mi dama me llamará pronto para agradecérmelo con sus abrazos. Acudiré algo avergonzado, porque yo confiaba en llegar a ella como un valiente bravo, como el matador del hombre que la oprimía. —Se me ocurrió un elemento nuevo —. Pero por lo menos ahora puedo ir a ella con la conciencia limpia. Esta idea me dio algo de alegría.

—¿Y si no ha muerto?

Mi alegría se desvaneció. No había considerado todavía esa eventualidad. No dije nada y permanecí sentado intentando pensar en lo que podría hacer o en lo que quizá debería hacer.

—Tal vez en este caso —se atrevió a decir Doris con un hilo de voz —podrías tomarme a mí como smanza en lugar de a ella.

Apreté los dientes:

—¿Por qué me haces continuamente esta propuesta ridícula? Especialmente ahora cuando tengo tantos problemas en que pensar.

—Si me hubieses aceptado cuando te lo propuse por primera vez, no tendrías ahora tantos problemas.

Esta era una demostración de falta de lógica femenina o juvenil, algo totalmente absurdo, pero contenía la suficiente verdad para que yo respondiera cruelmente:

—Dona Ilaria es bella y tú no. Es una mujer y tú una niña. Ella se merece el título de dona, y yo también, soy de los Ene Aca. No podría tomar nunca por dama a alguien que no fuera noble, y…

—Ella no se ha comportado con mucha nobleza. Ni tú tampoco. Pero yo continué mi letanía:

—Ella va siempre limpia y fragante; tú apenas acabas de descubrir que debes lavarte. Ella sabe hacer el amor de modo sublime, tu nunca sabrás más de lo que sabe la puerca Malgarita…

—Si tu dama sabe fottere tan bien, sin duda habrás aprendido, y Podrías enseñarme a mí…

, —¡Ahí está! Ninguna dama utiliza una palabra así, fottere! Ilaria la llama musicare.

—Pues enséñame a hablar como una dama. Enséñame a musicare como una dama.

—¡Esto es insoportable! Con tantos problemas en mi cabeza ¿cómo puedo estar sentado aquí discutiendo con una imbécil? —Me levanté y añadí severamente —: Doris, se supone que tú eres una buena chica. ¿Por qué te ofreces continuamente para dejar de serlo?

—Porque… —Inclinó la cabeza y su bello cabello cayó como un casco sobre su rostro, ocultando su expresión —. Porque es lo único que puedo ofrecerte.

—Ola, Marco —gritó Ubaldo solidificándose en medio de la niebla y llegando jadeando hasta nosotros.

—¿Qué has sabido?

—Primero te diré algo, zenso. Agradece que no hayas sido tú el bravo que lo hizo.

—Que hizo exactamente, ¿qué? —le pregunté aprensivamente.

—Que mató al hombre. La persona de quien hablaste. Sí, está muerto. Tienen la espada que lo mató.

—¡No la tienen! —protesté —. La espada que tienen sin duda es la mía, y no hay sangre en ella.

Ubaldo se encogió de hombros.

—Encontraron un arma. Seguramente encontrarán a un sassin. Tendrán que dar la culpa a alguien, por ser quien era la persona asesinada.

—Sólo era el marido de Ilaria…

—Era el próximo dogo.

—¿Qué?

—El mismo. Si no lo hubiesen matado los banditori le habrían proclamado mañana dogo de Venecia. Sacro! Esto oí decir, y lo he oído repetir varias veces. El Consejo le había elegido como sucesor de su Serenitá Zeno, y esperaban que finalizaran las pompe funebri para anunciarlo.

—¡Oh, Dios mío! —debí de decir yo, pero Doris lo dijo por mí.

—Ahora tienen que empezar de nuevo las votaciones. Pero no lo harán hasta encontrar al bravo culpable. El asunto no es una simple reyerta callejera. Al parecer no había sucedido nada semejante en toda la historia de la República.

—¡Dio mío! —suspiró de nuevo Doris, y luego me preguntó —: ¿Qué vas a hacer ahora?

Después de pensar un momento, suponiendo que la perturbación de mi mente pudiese calificarse de pensamiento, dije:

—Quizá no debería ir a casa. ¿Puedo dormir en un rincón de vuestra barcaza?

Fue allí, pues, donde pasé la noche, sobre un jergón de trapos malolientes, pero sin dormir en vela, con los ojos abiertos e inquietos. Cuando en algún momento de la madrugada, Doris oyó que me removía inquieto, se acercó a mí deslizándose por el suelo y me preguntó si quería que me abrazara y me calmara; pero yo le respondí con un ladrido y ella se deslizó de nuevo a su rincón. Doris, Ubaldo y los demás niños estaban dormidos cuando la aurora empezó a meter sus dedos por las muchas rendijas del viejo casco de la barcaza; yo me levanté, dejé mi capa manchada de sangre y salí a la mañana. Toda la ciudad lucía con un frescor rosado y ámbar, y cada piedra brillaba con el rocío que el coligo había dejado. En cambio para mí no había nada que brillara, todo estaba sumergido bajo una capa marrón y triste, incluso el interior de mi boca. Me paseé sin rumbo fijo por las calles a aquella hora tan temprana y las vueltas que daba en mi camino dependían solamente de si me encontraba o no con otra persona que hubiese salido tan temprano a la calle. Pero las calles se llenaron paulatinamente de personas, tantas que ya no podía esquivarlas a todas, y sentí las campanas dar el toque de terza, el inicio de la jornada laboral. También yo fui derivando hacia la laguna, hacia la Riva Cade Dio y los almacenes de la Compagnia Polo. Creo que tenía el vago proyecto de pedir al contable Isidoro Priuli que me buscara rápidamente un puesto de grumete en alguna nave de pronta partida.

Entré con paso desanimado en su pequeña habitación de contable tan sumido en mis pensamientos que necesité unos instantes para darme cuenta de que en la habitación había más gente de la cuenta y de que maistro Doro estaba diciendo a un tropel de visitantes:

—Sólo puedo deciros que hace más de veinte años que no ha puesto el pie en Venecia. Os repito que micer Marco Polo vive desde hace tiempo en Constantinopla y que continúa allí. Si no queréis creerme, aquí tenéis a su sobrino del mismo nombre, quien

puede testimoniar…

Yo di media vuelta porque acababa de descubrir que el tropel de personas presentes en la habitación estaba formado por sólo dos personas, pero muy corpulentas: dos gastaldi uniformados de la Quarantia. Antes de que yo pudiera escapar uno de ellos gruñó:

—Del mismo nombre, ¿eh? ¡Y mirad la cara de culpable que se trae!

El otro alargó el brazo y cerró una mano de hierro sobre mi antebrazo. Bueno, se me llevaron mientras el contable y los empleados del almacén miraban la escena con ojos desorbitados. No tuvimos que recorrer mucho trecho, pero fue uno de los viajes más largos que haya hecho nunca. Me debatí débilmente bajo la poderosa presión de los gastaldi, pidiéndoles con lágrimas en los ojos que me dijeran de qué se me acusaba, pero aquellos impasibles corchetes mantuvieron cerrada la boca. Mientras recorríamos la Riva, pasando entre grupos de personas que también me miraban sorprendidas, se acumulaban las preguntas tumultuosamente en mi mente: ¿había alguna recompensa? ¿Quién me había entregado? ¿Fueron quizá Doris o Ubaldo quienes dieron de algún modo el chivatazo? Pasamos por el Puente de la Paja, pero no llegamos hasta la entrada del Palacio del Dogo en la piazzetta. En el Portal del Trigo giramos hacia la Torresella, situada al lado del palacio y que constituye el último resto de un antiguo castillo fortificado. Actualmente y de modo oficial es la prisión del Estado de Venecia, pero sus ocupantes le dan otro nombre. La prisión recibe el nombre que nuestros antepasados aplicaban al pozo de fuego que luego el cristianismo llamó Infierno. La prisión se llamaba Vulcano.

De repente, pasé de la luz brillante, rosa y ámbar, de la mañana a una orbá, cuyo nombre quizá no diga mucho hasta que uno se entera que significa «cegado». Una orbá

es una celda cuyo tamaño es apenas suficiente para contener a una persona. Es una caja de piedra, sin ningún utensilio en su interior y privada totalmente de aberturas para la luz o el aire. Me quedé de pie en una oscuridad sin resquicios, apretada, sofocante y hedionda. En el suelo había un determinado grosor de una sustancia pegajosa que chupaba mis pies cuando los movía, por lo que no intenté sentarme, y las paredes parecían esponjosas por la presencia de una especie de baba que casi se movía si la tocaba, o sea que tampoco me apoyé en ellas; cuando me cansé de estar de pie me senté

en cuclillas. Y me estremecí febrilmente cuando mi mente empezó a comprender poco a poco todo el horror de aquel lugar y de la situación en la que me había hundido. Yo, Marco Polo, hijo de la Casa Ene Acá de los Polo, cuyo apellido estaba inscrito en el Libro d'Oro, y que hacía unos momentos era un hombre libre, un joven despreocupado, que podía pasearse por donde le pluguiera a lo largo y ancho de todo el mundo, estaba ahora en prisión, deshonrado, despreciado, encerrado en una caja que ni una rata aceptaría como suya. ¡Oh, cómo lloré!

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