Caminaba por el centro de la vía blanca; su primer viaje a aquel mundo había constituido toda una lección: era consciente de que la quietud que recibía al visitante terminaba con los límites de luz. Más allá de ellos, en el reino difuso de la oscuridad, pululaban extrañas criaturas.
Su llegada al cementerio, un rato después, fue distinta a la primera, ya que todos lo esperaban sin esconderse. Al alcanzar el recinto funerario, Pascal fue recibido de forma calurosa, algo excepcional en aquel mundo frío.
—Al volver, has comenzado a convertirte en leyenda —afirmó Lafayette, contento—. Tu cuerpo y tu mente van asimilando tu nueva identidad, no has renunciado a tu condición de Viajero. Te ha enganchado la magia de lo sagrado, de lo ancestral.
«Me ha enganchado el protagonismo», se dijo él con sorna. «Y la fama, aunque sea entre los muertos.»
—No creáis que lo hago tan bien —reconoció Pascal, algo avergonzado por lo que se disponía a contarles—. Esto me va... todavía grande.
Sabía que, tarde o temprano, aquellos espíritus se enterarían de su patética negativa a ayudar a la madre de Daniel Lebobitz, así que prefirió comunicárselo él mismo. Una humillación así le resultaba menos hiriente que provocar futuras decepciones. En un instante de especial enfado consigo mismo, se planteó si podían desposeerlo de aquel título que había logrado al atravesar la Puerta Oscura.
Un mérito —si es que no constituía, en realidad, una tragedia— obtenido por accidente, por casualidad. Eso no había que olvidarlo. Pascal aún tenía que demostrar que lo merecía. Y para ello, con suma modestia, lo que pedía era tiempo. Más tiempo.
—No se puede triunfar en la primera batalla —lo animó el capitán Mayer en cuanto el chico terminó su explicación, palmeándole la espalda—. Acabas de iniciarte como Viajero. Todo requiere un proceso, lo importante es la materia prima. Y tú la tienes. Confía en ti como hacemos nosotros.
—Estoy de acuerdo —Lafayette coincidía con el militar—. Ese fantasma hogareño puede esperar. Ahí seguirá, para cuando estés preparado. El error ha estado en su impaciencia, no en tu actitud. La prudencia es una virtud poco valorada.
Pascal se vio reconfortado por aquellas palabras. De cobarde pasaba a verse como prudente, y aunque aquel planteamiento no acababa de convencerlo, al menos lo animó. Como comprobar que, tarde o temprano, podría responder a la llamada de aquel fantasma del espejo, y recuperar así su dignidad algo dañada.
—Os agradezco vuestra comprensión —dijo el Viajero—. Todo esto supone para mí un giro tan brutal...
—En la vida, los grandes momentos son los de ruptura con lo anterior, de cambios radicales —afirmó Lafayette—. Y en esas ocasiones hay que tener la valentía de apostar para llegar lejos. Y tú lo has hecho. Tu apuesta está sobre la mesa. Por eso te encuentras aquí, por eso has vuelto. Ahora solo tienes que jugar la partida.
—Irás aprendiendo —entonces Mayer se apresuró a matizar, mientras se estiraba la chaqueta del uniforme—: Aunque a veces los acontecimientos se precipitan y no te queda más remedio que recibir lecciones en plena acción. Hay que estar preparado para todo, muchacho. Y así todo se supera.
Aquella aclaración, previsible, no entusiasmó a Pascal. Él era más de procesos graduales, no de avanzar a saltos, una dinámica que podía encajar mejor para Michelle o Dominique.
—Intentaré hacerlo lo mejor que pueda —se comprometió—. Más no puedo ofrecer.
—Perfecto —concluyó Lafayette—. Con tu convicción es suficiente. A partir de ahora solo irás a mejor. Ya lo verás.
—Bueno —cambió de tema Mayer—. ¿Y qué te ha parecido el recibimiento?
Pascal sonrió, satisfecho.
—Muy diferente al primero, la verdad. No he tenido que buscaros entre las lápidas.
—Es que el único lugar donde estamos a salvo es nuestra tumba —aclaró el capitán—. Por eso, cuando percibimos alguna presencia desconocida, nos refugiamos hasta comprobar que no hay peligro. Pero a ti ya te hemos catalogado como amigo, así que hemos renunciado a esas cautelas.
—Bueno, pero la primera vez tú sí acabaste hablándome —adujo Pascal—. Saliste a mi encuentro. Te arriesgaste.
El militar asintió.
—Para entonces ya nos habíamos dado cuenta de que eras un vivo —se echó a reír—. Aunque nadie se atrevía a dar el primer paso, por eso tuve que hacerlo yo.
Pascal aprovechó entonces para entregar las ropas que le dejaran para la fiesta de disfraces y explicó el éxito que había obtenido gracias a ellas. Aquel peculiar auditorio lo celebró con entusiasmo y muchas risas. Pero ahora lo que le interesaba a Pascal era conocer aquel mundo, así que volvió al tema de la prudencia ante los desconocidos.
—Pero, si estáis muertos... —al chico lo dominaba un cierto pudor cada vez que hacía referencia al estado inerte de aquellos individuos, como si invadiera su intimidad—. ¿De qué podéis tener miedo?
Los difuntos se miraron entre sí. El joven Charles Lafayette tomó la palabra:
—Este mundo que ves es una simple estación de paso, Pascal. Muy poca gente, al morir, es enviada directamente al Bien o al Mal. La mayoría debemos pasar un tiempo en esta realidad, una suerte de dimensión paralela al mundo de los vivos. Es lo que llamamos el Tiempo de la Espera.
—En el Bien o en el Mal todo es definitivo —continuó Mayer—. Pero en el Tiempo de la Espera, las almas son vulnerables. Por eso hemos de protegernos.
—Pero ¿protegeros de qué? —insistió Pascal, inquieto, procurando asimilar lo que escuchaba.
—Del Mal —terminó Lafayette—. El Mal siempre está hambriento, ávido de nuevos espíritus. Somos su alimento. Por eso nos acecha en la oscuridad. Y por eso debemos tener cuidado.
—En la noche eterna de este mundo vagan terribles criaturas de las profundidades —advirtió Mayer— que, si descubren a algún muerto fuera de zona sagrada, lo atacan y se lo llevan a abismos desconocidos. Allí solo te aguarda una agonía eterna. Sin retorno.
Pascal recordó los terribles rostros de las aguas del lago negro. Como se consideraba creyente, no pudo evitar que una delicada pregunta aflorase a sus labios:
—Habláis del Bien y el Mal... ¿Os referís a...?
Lafayette le cortó con un gesto.
—Del Bien y del Mal nadie vuelve. Sabemos de la existencia de ambos, pues, cuando llega el momento, una luz intensa se lleva a alguno de nosotros, y la Oscuridad también nos arrebata a compañeros imprudentes. Pero no sabemos qué hay más allá de la noche que nos rodea, salvo algunos sabios que todavía permanecen en la Tierra de la Espera y que sí poseen alguna información. En cualquier caso, cada uno alberga sus propias convicciones.
Todos se quedaron en silencio unos instantes. El eco de la conversación se hizo presente, rebotando en las lápidas hasta difuminarse en la negrura exterior, más allá de los muros del cementerio.
—Ya estáis muertos —insistió Pascal en voz alta—, se supone que habéis sido descartados para el Mal... Es injusto que todavía corráis algún peligro.
—Siempre que hay un camino existe la alternativa de no tomarlo —sentenció Lafayette—. Y aún no hemos llegado a nuestro destino. Incluso aquí somos libres de elegir. Sin la presencia del Mal no podríamos optar por el Bien ni esperarlo, del mismo modo que no hay luz sin oscuridad.
Pascal asintió, rememorando un asunto que le seguía produciendo remordimientos.
—Pero, aparte de esta tierra en la que debéis estar los muertos —quiso saber—, algunos de vosotros os quedáis «enganchados» al nuestro, ¿no? El espíritu de la mujer que me ha visitado en el mundo de los vivos permanecía tras un espejo, en una especie de... dimensión diferente, pero dentro de mi mundo. Ella no puede abandonar ese... hueco y llegar aquí hasta que se resuelva el asunto que la tiene como encadenada... Al menos, eso me dijo.
Mayer hizo un gesto de confirmación.
—Los llamamos fantasmas hogareños. No pueden abandonar el mundo de los vivos hasta que lo que quedó pendiente con su muerte se resuelva, por lo que se mantienen en un segundo nivel de esta dimensión, enganchados a tu realidad. Es una situación espantosa; nosotros no podemos ayudarlos, así que pueden pasar décadas, siglos, sufriendo en soledad.
Pascal sintió remordimientos. Su memoria, severa, lo obsequiaba con la imagen suplicante de la madre de Lebobitz, agudizando el efecto íntimo de su cobardía. Supo que aquello no podía quedar así. Albergó la convicción de que, tarde o temprano, volvería a reunirse con ella para llevar a cabo esa misión y permitir que la mujer pudiera descansar en paz. Se lo prometió en aquel momento, musitando su compromiso internamente.
—Aquí solo se materializan las construcciones sagradas —continuó Mayer aprovechando el mutismo concentrado de Pascal—. Por eso ves este cementerio, pero no el resto de París.
Pascal asintió. Aquella era la respuesta a una de las cuestiones que se había planteado desde su primera visita y que todavía no había tenido ocasión de formular.
—Siguiendo los senderos brillantes —reanudaba el militar señalando con un brazo extendido— puedes llegar hasta otros camposantos, templos... Los fantasmas hogareños, como ya te he dicho, permanecen en un segundo nivel de este mundo transitorio, un nivel conectado con la tierra de los vivos al que tú, como Viajero, podrás acceder más adelante. Allí descubrirás todos los elementos físicos sin valor espiritual que hay en tu dimensión: edificios, coches, ciudades enteras vacías en medio de un silencio absoluto. Porque lo que no hay en ese entorno es ruido ni movimiento, si exceptuamos los pasos de los fantasmas hogareños, claro. Es un submundo donde permanece, de alguna forma, la esencia inerte de las cosas. ¿Entiendes? Y en medio de semejante paisaje apocalíptico, anclados en rincones concretos, esperan los fantasmas hogareños a que alguien responda a su llamada y los libere.
Pascal asintió, a pesar de que necesitaría bastante más tiempo para terminar de procesar toda aquella información. A continuación, ya más tranquilo, decidió dirigir la conversación hacia temas menos espinosos:
—¿Y de qué depende el tiempo que pasáis aquí? —quiso saber, observando con detenimiento las facciones de los entes anónimos que lo rodeaban.
Lafayette se encogió de hombros:
—Quién sabe. Supongo que tu actuación en vida pasa factura —sonrió—. Yo, desde luego, cometí algunos errores. Algún día te contaré mi historia.
—Tampoco aquí el tiempo transcurre como en tu mundo, Pascal —informó Mayer—. Lo hace exactamente siete veces más rápido. Siete horas en este mundo equivalen a una en el tuyo. Esa es la proporción misteriosa, que obedece a razones mágicas. El siete es un número místico que ocupa un lugar privilegiado en múltiples religiones de Oriente y Occidente. Ya en Babilonia era venerado por su relación con el curso de las cuatro fases de la Luna, cada una de las cuales dura siete días. Y en el Apocalipsis se mencionan siete sellos que ocultan los planes de Dios sobre los hombres. Y siete —añadió poniéndose muy serio— son las jornadas que un Viajero puede permanecer en la Tierra de la Espera como máximo, sin condenarse a permanecer aquí para siempre.
Pascal asintió, ya conocía aquel dato, y supo que no debía olvidarlo bajo ningún concepto.
—Siete son también los días de la Creación. Aunque, en realidad —añadió Lafayette—, en este lugar no existen los días ni las horas como vosotros los conocéis. Únicamente la espera.
—En esta dimensión también está la Tierra de la Oscuridad —concluyó Mayer—, más allá de los límites que marcan nuestra región de transición. Allí el tiempo no avanza, porque se juega con plazos eternos. Pero eso da igual; se trata de una zona muy peligrosa que nunca conocerás como Viajero. Más vale que así sea.
Pascal movía la cabeza hacia los lados, superado una vez más por el giro espectacular que había dado su hasta entonces rutinaria vida.
—Quería preguntaros otra cosa. ¿Por qué se me apareció el fantasma del espejo? ¿Cómo es posible que supiese que yo soy el Viajero?
—La apertura de la Puerta Oscura es algo tan importante que cualquier noticia sobre ella vuela a través de los caminos —comentó Lafayette.
—Tienes que asumir que con tu entrada en la Puerta Oscura adquiriste la condición de Viajero entre Mundos, que es casi un título principesco, y eso los muertos lo perciben —justificó Mayer—. Quieren conocerte. Te has convertido en alguien poderoso, en ti se fusionan la vida y la muerte. Ninguna criatura goza de tus facultades. Te irás dando cuenta. A partir de ahora, en tu mundo, es posible que tengas más experiencias como la del espejo. No tienes que asustarte, salvo que percibas presencias maléficas. También el Mal puede dirigirse a ti, en cuyo caso lo mejor es eludir el encuentro. Al menos hasta que seas un Viajero más veterano.
Se hizo el silencio. Nadie añadía nada, pendientes todos aquellos cadáveres de la reacción de Pascal.
—Todo esto es alucinante... —concluyó el chico—, aún me parece un sueño... No sé si voy a ser capaz de estar a la altura.
—Lo estarás —afirmó con contundencia Lafayette.
Otro de los muertos se le acercó, un tipo pelirrojo con barba y multitud de pecas en el rostro. Vestía un chándal que acentuaba su tripa prominente.
—Soy el fallecido más reciente. Me llamo Maurice Pignant.
Pascal le estrechó la mano, lo que le hizo recordar el contacto gélido de aquellos seres.
—Mi esquela salió publicada en Le Fígaro este pasado domingo dos de noviembre. Podrás comprobarlo cuando vuelvas a tu mundo, y así te convencerás definitivamente de que todo es real.
Pascal pensó que ya no hacía falta, que a esas alturas, con todo lo que le había ocurrido, no dudaba de que aquello era tan real como las clases en el instituto.
—El gran descubrimiento es que hay varias dimensiones que conforman una única realidad —terminó Lafayette—. Esa es la clave. Diferentes regiones para un mismo reino.
Una misma realidad. El difunto acababa de recordar a Pascal, de forma indirecta, el crimen del profesor Delaveau. Había llegado el momento de seguir el rastro de aquel sádico asesinato.
—¿Ha llegado aquí un profesor llamado Henri Delaveau? —preguntó muy serio.
-LA verdad es que su experiencia es más que suficiente —afirmaba el director del instituto, sentado en el sillón de su despacho—. Además, no disponemos de tiempo para iniciar un proceso de selección, así que su presencia es casi milagrosa, señor...
—Varney —recordó el caballero de tez pálida que permanecía sentado al otro lado del escritorio—. Alfred Varney.