A ambos lados de la entrada, una puerta metálica cubierta de herrumbre y musgo, se erigían dos estatuas de ángeles que se tapaban el rostro con las manos en claro gesto de sollozo. El panteón, que imitaba un templo de medianas dimensiones, estaba bastante descuidado. Se notaba que hacía décadas que nadie lo visitaba, aunque todavía podía leerse el apellido Gautier en un friso grabado sobre el dintel de aquella entrada olvidada.
Marguerite manipuló un instante la cerradura de la puerta, y enseguida accedieron al interior de aquel monumento mortuorio que los recibió con una bocanada de polvo y telarañas. Al lado de la detective, el forense seguía con ese gesto ausente que no lo abandonaba desde hacía varios días, y que incluso parecía haberse acentuado en las últimas horas. Cada descubrimiento en torno al crimen iba ensombreciendo su semblante, de por sí taciturno.
Allí dentro descubrieron varias sepulturas, todas de descendientes del clan Gautier, y una pesada trampilla en el suelo que no lograron desplazar ni un milímetro.
—Así que aquí está la tumba de Luc —dijo Marguerite poco después, ante una de las lápidas de los difuntos de la familia Gautier—. Nantes, seis de marzo de mil ochocientos noventa y cuatro. París, doce de junio de mil novecientos cincuenta. ¿Aquí descansa nuestro asesino? Desde luego, su familia debía de tener pasta, menudo mausoleo. Aunque veo que no mencionaron en esta placa las atrocidades que hizo antes de morir...
En efecto, nada más había grabado en aquella superficie de mármol. Ni una simple cruz, ni un epitafio, ni una despedida. La pieza, encajada, se veía oscurecida por el paso del tiempo y la falta de atenciones. Nadie se había detenido jamás allí para colocar unas flores.
—¿Tú lo habrías hecho si fuese familia tuya? —inquirió Marcel—. ¿Habrías señalado los crímenes?
—No, claro que no. Ni siquiera le habría dado sepultura al muy...
—Ya. Pero, al final, una madre es una madre y él era su único hijo. La pobre mujer tuvo que pasar unos últimos años terribles.
Los dos callaron, mientras seguían estudiando aquella tumba. A Marguerite se la veía poco motivada haciendo aquello, todo lo contrario que el forense, quien albergaba la seguridad de que en Luc Gautier estaba la clave de todo.
A Marcel Laville le habría gustado tener la suficiente convicción como para decirle a Marguerite que el nuevo dato de la huella dactilar encontrada sí encajaba con la sorprendente sospecha que anidaba en su mente. Pero no se atrevió. Prefirió dejar que ella fuese llegando sola a sus propias conclusiones, custodiando una teoría demasiado vinculada a su propio secreto. Había en juego algo más que unas vidas, un hecho que la detective no podía ni debía saber. Por ello, Marcel mantendría su actitud hermética mientras las circunstancias se lo permitieran. El forense intuyó que sería por poco tiempo.
—¿Queda vivo alguien de la familia? —la mujer reflexionaba.
—No. Luc nunca se casó ni tuvo hijos. Sus padres tampoco tenían hermanos ni primos, que se sepa, así que con la muerte de la madre, en mil novecientos sesenta, el clan Gautier se extinguió.
—¿Cómo es posible, entonces, que siga complicándonos la vida? No tiene sentido. En la cárcel no es posible una confusión de identidad, y él salió de ella ya muerto. Es inconcebible que enterraran a otra persona por equivocación, y que él quedara libre.
—¿Es esa la hipótesis que barajas? ¿Vas a pedir al juez una exhumación del cadáver argumentando que está enterrado otro cuerpo?
Marguerite negó con la cabeza.
—Se trata de la única teoría que tendría cierta lógica. De no ser porque, aunque así fuera, el señor Gautier tendría ahora más de cien años. ¿Seguro que esa huella que han encontrado...?
Marcel fue tajante.
—Seguro. Los compañeros de Belfort tampoco daban crédito a los resultados del ordenador, así que lo confirmaron antes de comunicárnoslo.
Una anciana se asomó por la puerta del panteón con una regadera en las manos. En Pére Lachaise es frecuente encontrarse con personas que cuidan de las tumbas de forma desinteresada.
—¿Necesitan agua para sus seres queridos? —preguntó con voz suave—. A mí me sobra un poco...
—No, señora —contestó Marcel—. Muchas gracias.
—Señora —añadió la detective—, nunca se acerque a este panteón, ¿de acuerdo? Nunca lo cuide ni se detenga ante él, y mucho menos rece. Este tipo no se lo ganó en vida. Olvídelo.
La anciana, asustada por el tono de aquellas palabras, se alejó en dirección a una zona de nichos.
—No hacía falta que le dijeras eso —recriminó el forense a Marguerite—. Su intención era buena y no podía saber...
—Es fácil comportarse como un buen samaritano cuando otros se enfrentan a lo sucio —cortó la detective—. Somos nosotros los que luchamos entre la basura, con la mierda hasta el uello, para que ellos puedan vivir felices en la ignorancia. ¡Pues que despierten! En este mundo hay muy mala gente.
Marcel suspiró. Aquella mujer era un terremoto difícil de contener.
—Nadie te obligó a ser policía, Marguerite. Te conozco desde hace años. Eres una gran profesional y no querrías dejar esto, por duro e ingrato que resulte a veces.
Ella soltó una risa nerviosa.
—Supongo que tienes razón. Pero es que este caso... me supera. Por primera vez en mi vida, no sé por dónde tirar. No tengo ni idea.
Marcel, en aquel momento, estuvo a punto de confiarle su teoría. Pero, una vez más, no tuvo valor, pues hacerlo le habría obligado a revelar a su compañera información personal que debía mantener en secreto. La imponente silueta de la detective lo intimidaba. Y él debía reforzar su inofensiva apariencia de hombre de laboratorio, la tapadera ideal para su secreto.
—Con lo que tenemos hasta ahora —reflexionó Marguerite en voz alta—, no sé si lograremos que un juez nos autorice a abrir la tumba de Gautier y comprobar el ADN de su cadáver.
—No lo conseguiremos —afirmó de forma categórica Marcel.
Aquel grado de convencimiento sorprendió a la detective.
—¿Y cómo es que estás tan seguro?
—Porque tendrías que solicitarlo al juez Bertrand Fabatier.
Sobraban más explicaciones. Aquel nombre cayó sobre Marguerite como una losa. Desde luego que no autorizaría la exhumación. Marguerite había detenido a uno de los hijos del juez por vandalismo hacía un año, una mancha para la familia que Fabatier no le había perdonado. Jamás la ayudaría en un caso, o como mínimo retrasaría los trámites todo lo posible.
La detective se volvió hacia el forense para concluir:
—Tienes razón. Tendremos que hacerlo por nuestra cuenta.
Laville palideció, negándose a aceptar lo que su amiga le estaba proponiendo, sobre todo porque implicaba hacerlo por la noche.
—¿Seguro que es una buena idea, Marguerite? —intentó disuadirla, con voz trémula.
El forense no pudo evitar fijarse de reojo en las ranuras que rodeaban la lápida de Luc, demasiado limpias. ¿Había sido removida la placa de mármol recientemente?
* * *
Sí. Pascal lo había confirmado. La esquela de Maurice Pignant había salido publicada en Le Fígaro el pasado domingo dos de noviembre. Todo encajaba, todo era real. Diferentes mundos para una misma realidad. Y él, Pascal Rivas, en medio de ambos. El inesperado encuentro con Daphne consolidaba aquella conclusión.
Por eso a Pascal le habría gustado hablar con Dominique aquella misma mañana; no había tiempo que perder. Pero el único rato libre que tuvieron fue durante el recreo, y había demasiada gente alrededor. Además, su amigo, ajeno a lo que ocurría, todavía tenía más ganas que él de contar algo: su exitoso asedio a Marie la noche anterior.
—Aunque nunca había cruzado una palabra con ella, sabía algunas cosas y me di cuenta en seguida de su perfil —relataba Dominique sin ocultar su orgullo—. Entonces apliqué mi Tabla de Estrategias, y tuve claro que debía mostrarme valiente, seguro de mí mismo. Le metí miedo para luego poder ayudarla, soy un genio táctico.
—¿En serio, acertaste? —Mathieu, que también almorzaba con ellos, se mostraba reacio a creerlo—. A lo mejor, lo único que hacía ella era ser amable contigo. Por educación, las chicas suelen tratar bien a los plastas.
Dominique descartó aquella interpretación:
—Que no, que no. Nos hemos dado los teléfonos, y mañana vamos a volver a quedar. Aquí hay tema, je, je. Ayer ya podría haber pasado algo, os lo juro, pero, no sé por qué, nos entró mal rollo por la noche y preferimos parar ahí. Creo que alguien nos siguió, una cosa muy rara.
—Vaya susto —comentó Pascal, de repente interesado, susceptible en su nueva condición de Viajero ante cualquier suceso de apariencia misteriosa.
Dominique todavía sentía escalofríos al recordar aquel rato tan desagradable que habían pasado, y así se lo dijo a los demás. Nunca había dominado una sensación tan nítida de peligro como en aquella calle en la que vivía Marie. ¿Qué habría ocurrido si hubieran continuado su camino? Nunca lo sabrían. Y casi mejor.
Pascal disimuló su inquietud y le dio a su amigo unas palmadas en la espalda, como si hubiese ganado un premio de sorteo. Pero, aun así, le había llamado más la atención la sensación de acoso que habían sufrido la chica y él, que el buen comienzo de Dominique en esa nueva relación. De hecho, aunque temía pecar de suspicaz, estuvo a punto de vincular aquel episodio extraño con su propia situación, pero acabó descartando tal pensamiento: Dominique no tenía nada que ver con la Puerta Oscura. ¿Por qué se iba a ver envuelto en fenómenos paranormales? No tenía sentido.
—Pues enhorabuena —Mathieu se apuntaba a felicitar a Dominique—. Si al final es solo una cuestión de confianza en uno mismo...
Sonó el timbre y la masa de alumnos se empezó a mover con lentitud hacia las puertas de los pabellones. Varias horas después, a la salida del centro, Pascal llamó a Dominique. Lo consumía la impaciencia:
—Oye, necesito hablar contigo de algo importante. ¿Nos quedamos a comer?
Dominique deseó que no fuera sobre Michelle. A pesar de sus recientes buenas intenciones al respecto, prefería sufrir lo justo.
—¿Tan urgente es? —preguntó—. Me esperan en casa...
—Sí. No lo puedo retrasar más.
Pascal no mentía. Desde que decidiese que era momento de contar su secreto, su necesidad de compañía se había hecho insoportable, solo mitigada en parte por la brusca reaparición de Daphne en su vida. La soledad del elegido, supuso. La soledad en la cumbre.
Quizá fue el tono con que respondió, o a lo mejor el gesto tenso que Pascal no lograba camuflar a pesar de sus esfuerzos. Pero, fuera lo que fuera, Dominique se percató de que el asunto debía de ser importante, así que no insistió más en sus quejas y aceptó:
—De acuerdo, comemos juntos. Mandaré un mensaje al móvil de mi madre para avisar. ¿Has visto a Michelle? ¿Viene ella también?
Pascal negó con un ademán, incómodo.
—Parece que hoy tampoco ha venido. Ayer no me devolvió la llamada y ya me empiezo a cansar de tanta tontería. Hasta ahora he preferido no darle la brasa, por si metía la pata, pero sí hoy sigue sin dar señales de vida, la llamo a la residencia. Ahora lo que quiero es hablar contigo, a solas.
Dominique miró a su amigo con atención.
—Huy, esto promete, ¡me prefieres a Michelle! Algo te pasa, eso ya lo sabía yo. Llevas varios días muy raro. Al menos para los que te conocemos desde hace años. ¡No nos puedes engañar!
A Pascal lo invadieron las dudas.
—¿Es que te ha dicho algo Michelle?
—No. Solo me comentó antes de su «retiro espiritual» que se te ve cambiado, eso es todo. Pero a mejor, ¿eh? Desde la noche de la fiesta. ¿Qué pasó allí, Pascal? ¿Fuiste abducido y no nos has dicho nada? Porque eres Pascal, ¿verdad?
Dominique se echó a reír, mientras adoptaba la pose de un exorcista:
—¡Sal de este chico, criatura de Satán! —empezó a gritar—. ¡Libera su cuerpo!
A Pascal le sorprendió lo cerca que Dominique había estado de acertar. Con toda probabilidad, lo que vivió aquella noche que jamás olvidaría se debía de parecer mucho al fenómeno de la abducción. Pero no era lo mismo, desde luego.
—Deja de dar el espectáculo y vamos al comedor —se limitó a comentar mientras empujaba la silla de Dominique, nervioso ante lo que se avecinaba.
Pascal sabía que convertir a su amigo en confidente lo colocaba en una situación de peligro, pero su necesidad de compartir el secreto era demasiado fuerte. Determinados riesgos eran inevitables y tendría que asumirlos a cambio de su supervivencia como Viajero. A lo que no estaba dispuesto, eso sí, era a poner en peligro también a su familia. Tal como había decidido, prefería mantenerlos al margen, al menos de momento.
Juntos recorrieron los pasillos y, una vez en la zona donde comían los estudiantes, eligieron la mesa más apartada. Lo que Pascal se disponía a explicar requería la máxima discreción.
Antes de empezar a hablar, Pascal echó una nueva ojeada a las mesas próximas para comprobar que nadie pudiese escucharlo. No tenía hambre, agobiado por la irritante sensación de que iba a hacer el ridículo. Con lo racional que era Dominique, ¿cómo lograría que lo creyese? Llevó a cabo varios intentos de iniciar su narración, pero en todos ellos se echó atrás en el último instante, quedándose con la mirada perdida y con una boca abierta que terminaba cerrando sin pronunciar palabra. Se enfadó consigo mismo. Había llegado demasiado lejos como para titubear ahora.
—¿Te has hecho espía? —le susurró su amigo, jocoso, consiente de todas aquellas maniobras—. A mí puedes contármelo. A no ser que luego me tengas que matar, claro.
Dominique soltó una carcajada. Pascal no hizo caso de la broma, ni siquiera la oyó; su concentración, en medio de la ansiedad por encontrar un compañero en su inverosímil aventura, era máxima. El éxito de aquella confidencia era clave para su propia cordura. Necesitaba compartir con alguien el secreto de la Puerta Oscura.
—Sí, la noche de la fiesta pasó algo —comenzó por fin Pascal, renunciando a mirar a la cara a Dominique—. Algo increíble. Por eso no os lo he contado hasta ahora.
Su oyente, que bebía agua de un vaso, lo dejó sobre la mesa y se dispuso a escuchar, impresionado por el tono solemne de su amigo. Se habían acabado los chistes, Pascal hablaba. Aunque había iniciado su confesión con timidez, conforme avanzaba su relato fue adquiriendo soltura.
Solo se detenía para respirar o mirar de reojo tras él de vez en cuando. No omitía detalles ni atendía a la reacción de Dominique, pues sabía que eso podía quebrar su resolución.