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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (25 page)

BOOK: El viajero
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Edouard se lo imaginó, pero no cedió. La naturaleza del enemigo al que se enfrentaban escapaba a la jurisdicción de la policía. Lo que necesitaba con urgencia era contar a Daphne lo que le había ocurrido, pero no la había localizado en casa. ¿Por qué aquella mujer no tendría móvil? En otras circunstancias habría intentado transmitirle un mensaje con la mente, pero se encontraba demasiado débil.

Una enfermera entró en la habitación.

—Doctor Laville, lo esperan fuera.

Marcel asintió y la siguió hasta el pasillo, donde se encontró con Marguerite.

—Veo que esta noche trabajamos todos —dijo ella—. ¿Qué pintas aquí a estas horas? Te necesito al cien por cien en el caso Delaveau, que sigue parado.

—Estoy con un chico que ha sufrido una agresión, Marguerite. Pero no quiere denunciar...

—Razón de más para que dejes ese asunto poco importante. ¡Tú colaboras con homicidios, por favor! Deja que otros se encarguen de las peleas nocturnas.

—Es que hay detalles un poco raros en el ataque que ha sufrido...

—Te recuerdo —Marguerite vocalizaba de forma exagerada— que tú estás metido en un caso MUY raro. Así que abandona los poco raros. ¿De acuerdo?

Marcel sonrió.

—Me encanta lo sutil que eres cuando pides las cosas.

Ella refunfuñó.

—¿Te acuerdas de los dos chicos desaparecidos de una fiesta el viernes pasado? —el otro asintió—. Ya sabes que los hechos coinciden con la típica fuga de adolescentes enamorados...

—Tiene toda la pinta, sí —reconoció el forense—. ¿Has averiguado algo? ¿Los han encontrado?

—No. Y eso es lo que me preocupa. Dos chavales que improvisan algo así no son capaces de desaparecer más de un día. Y ya van cuatro.

—¿Y si lo tenían todo preparado?

—No, las declaraciones de sus amigos confirman que hasta esa noche casi no se conocían.

—Pues sí que suena extraño —el forense cayó en la cuenta de algo—. Pero ¿por qué te han asignado a ti ese caso? No es un homicidio.

Marguerite puso cara de mártir.

—Ya conoces el centro donde estudian esa linda parejita y muchos de los invitados a la fiesta, incluido el anfitrión.

Marcel enarcó las cejas:

—¿También el resto de los invitados?

—No todos, pero unos cuantos sí son estudiantes del
lycée
donde trabajaba el profesor Delaveau. Si el chico lesionado que tienes en esa habitación también está matriculado allí, me pego un tiro y así acabamos antes.

Los dos se echaron a reír.

—Tranquila, Marguerite. Recuerda que este chaval tiene diecinueve años.

—Me da igual, ya me lo creo todo. Puede ser un repetidor, ¿no? Para colmo, esa fiesta del viernes era gótica, con lo que a mí me desagrada todo lo fúnebre. No me merezco esto, Marcel.

Hacía unos minutos que Edouard, mientras ellos conversaban en aquel pasillo del hospital, había logrado hablar con Daphne. La bruja, muy preocupada, se dirigía hacia allí en un taxi; no había querido perder ni un minuto, se sentía responsable de lo sucedido. Menos mal que Edouard continuaba vivo.

A la entrada del centro sanitario, la pitonisa se cruzaría con la detective Marguerite y el forense. Estos la siguieron con la mirada, asombrados por el aspecto de hechicera excéntrica que traía la mujer.

—¿A quién vendrá a visitar semejante engendro? —se preguntó Marguerite mientras esperaba a que la vidente se metiera en alguna habitación—. Anda, ha entrado a ver al chico con el que estabas tú. Lo que no haya en París...

Marcel no contestó; también había estudiado a Daphne mientras se alejaba por el corredor de las habitaciones.

CAPITULO XX

LAS tres de la mañana, y sin poder dormir. Pascal permanecía acostado en su habitación, asediado por un mal presentimiento que no lograba concretar. A eso se unía el tenebroso peligro del que le había advertido Daphne —en aquellos instantes, el vampiro estaría buscándolo por las calles— y el hecho de que seguía sin poder contactar con Michelle, en un momento en que la necesitaba especialmente. Le ponía enfermo la mera sospecha de que su malestar estuviese vinculado de algún modo con la ausencia de noticias de la chica que amaba. Su mente, acobardada, descartó aquella odiosa alternativa.

Menos mal que al día siguiente se vería con la Vieja Daphne. Seguro que ella podría ayudarle.

Agotada su paciencia, hacía varias horas que Pascal se había decidido por fin a llamar a Michelle al móvil, incapaz de esperar al día siguiente. Pero el teléfono de ella seguía sin cobertura. También se había puesto en contacto con la residencia donde ella vivía, y allí le habían dicho que su familia había recogido a Michelle hacía varios días para irse de viaje, y que estaría ausente alrededor de una semana. Vaya sorpresa.

¿Por qué no les había dicho nada sobre ese viaje? ¿Tanto le había afectado a la chica la propuesta sentimental de Pascal? Él se planteó, con aire culpable, si había abusado de la confianza de Michelle con su tentativa y ahora ella reaccionaba así. No encontraba otra explicación.

En una situación así, Pascal comprobó lo fácilmente que se despojaba de su flamante condición de Viajero para encontrarse con su triste mediocridad innata: todavía seguía siendo el de siempre, sin la convicción suficiente para enfrentarse con valor a los acontecimientos. Su impotencia al verse débil se transformó en rabia contenida. Por primera vez, se propuso en serio cambiar. No estaba dispuesto a ser un Viajero indigno.

Michelle. Pascal necesitaba con urgencia conocer la ansiada respuesta de la chica, pero también contarle lo de la Puerta Oscura. Intuía que, a sus espaldas, los acontecimientos se iban precipitando a velocidad creciente, fuera de control. Él, en su imprudente ignorancia como Viajero novato, se había entretenido jugando; mientras, allá fuera, el mecanismo de la Puerta llevaba días activando sus engranajes y provocando efectos que él desconocía.

Pascal pensó en el vampiro, en Daphne, en Delaveau. Y se percató de que, sin pretenderlo, estaba jugando con fuego. Aquella situación no podía prolongarse más. Por su propio bien.

Un suave chirrido le hizo abrir los ojos, interrumpiendo sus reflexiones. Aquel sonido de bisagras viejas parecía provenir del armario empotrado de la habitación, pero no era posible: las puertas de aquel mueble se cerraban siempre con llave. ¿Cómo iban a abrirse solas?

A los pocos segundos, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y Pascal pudo comprobar su impresión. En efecto, en el centro del armario distinguió una delgada grieta negra, el espacio que dejaban sus puertas un poco abiertas. Inexplicable, pero cierto.

Pascal se arrebujó bajo las mantas, con la piel de gallina. Conocía aquella sensación angustiosa y el ambiente onírico que flotaba en la habitación, a medio camino entre lo terrenal y lo esotérico. Ya lo había experimentado antes. Pero cuidado: no se trataba de un sueño, aquella atmósfera mágica era real.

«Ahora todo puede suceder», se dijo recordando las conexiones que el mundo de los vivos guardaba con la tierra de la Muerte.

Él era el Viajero, ¿no? Pensando en el episodio del espejo del baño de su abuela, hizo acopio de valor y se levantó de la cama. Tenía que ir acostumbrándose a ese tipo de «visitas». Un Viajero no podía permitirse la cobardía como única respuesta. No se humillaría más.

Sin calzarse ni encender la luz, se dirigió con lentitud hacia el armario, cuyas puertas volvieron a abrirse un poco más provocando en la madera el mismo quejido tétrico. Pascal se detuvo, asustado. Jamás un armario le había parecido tan siniestro. ¿Qué se ocultaba dentro de él? ¿Había algo allí esperándolo? ¿Hacía bien acercándose? Miró hacia la puerta del dormitorio, dubitativo. ¿No sería mejor avisar a sus padres?

El chico tuvo claro que no podía hacer eso. El desconocimiento de ellos sobre lo que ocurría los convertía en las víctimas más vulnerables, y él todavía no estaba seguro de que lo que el armario escondía fuese peligroso.

Dio un paso más.

Pascal se encontraba a solo medio metro del mueble misterioso, que no había vuelto a mostrar movimiento alguno. Todo era silencio. El chico luchaba contra su deseo de volver corriendo a la cama. Se secó las manos sudorosas en el pantalón del pijama. Respiraba a bocanadas, como si de su aliento pudiera extraer fuerzas.

Con cuidado, había empezado a entrecerrar los ojos, intentando atisbar qué se ocultaba en las entrañas del armario. Entonces, sus puertas se abrieron más y del hueco negro surgió un brazo peludo que cayó sobre él con velocidad y precisión. Pascal no tuvo tiempo de reaccionar. En décimas de segundo, los ásperos dedos de aquella mano desconocida se incrustaban en su hombro y lo arrastraban hacia el interior del mueble. Su tacto gélido le quemaba la piel.

Pascal chilló y echó el cuerpo hacia atrás mientras separaba las piernas, procurando ofrecer la máxima resistencia. La adrenalina burbujeaba en su cabeza.

La extremidad que nacía del rincón oscuro seguía tirando de él, cada vez con más energía. El cuerpo de Pascal ya estaba casi dentro del armario, pero el chico lo impedía agarrándose a las paredes como si en vez de brazos tuviera tentáculos.

Muy cerca, en el pasillo, sonaron las pisadas de los padres de Pascal, a quienes habían despertado los gritos.

—¿Pascal? ¿Estás bien? —preguntaba Fernando Rivas llamando a la puerta de la habitación de su hijo, que se acababa de bloquear sola impidiéndoles el paso.

—¡Pascal! —insistía la madre—. ¿Qué está pasando? ¡Ábrenos, por favor!

El chico imaginó, en medio de su lucha, los inútiles intentos de sus padres por entrar. Lo único que logró Fernando fue girar el picaporte desde fuera, pero no sirvió de nada, al igual que los esfuerzos de su madre.

«Mejor así», se dijo Pascal con una entereza desconocida para él. «Que no entren. Este es mi terreno, no el suyo.»

Aquella idea le otorgó una mayor determinación, que devoró su miedo paralizante. ¡Él era el Viajero!

Pascal dirigió uno de sus brazos hacia el pecho, hasta tocar el amuleto que le entregara Daphne días antes, mientras con el otro seguía asiendo la pared que lo salvaba de ser engullido por el hueco oscuro. Atrapó el talismán y, quitándose la cadena del cuello, lo adelantó hacia la negrura, tan concentrado que ni siquiera sentía la presión de la extremidad muerta que continuaba tirando de él.

Cuando el medallón rozó la piel inerte que lo acosaba, Pascal sintió cómo del amuleto emanaba una energía cálida y potente, que en hilillos invisibles iba reuniéndose formando un caudal poderoso. Cuando el flujo de fuerza alcanzó aquel límite, saltó un chispazo y, a continuación, un resplandor saturó de luz toda la estancia, abrasando a una silueta oscura que empezó a retorcerse dentro del armario entre aullidos guturales. Como consecuencia de la violencia de aquel impacto, Pascal cayó hacia atrás, extenuado. Un dolor agudo le recorría el brazo que sujetaba el talismán, pero estaba a salvo. Había vencido en aquel repentino pulso con la oscuridad. Una oleada de orgullo lo invadió.

También fue consciente de que aquello no había sido una simple visita del Más Allá; acababa de sufrir el primer ataque procedente del otro mundo.

La puerta del dormitorio se abrió, por fin, dando paso a las figuras preocupadas de sus padres, que rápidamente ayudaron a Pascal a levantarse. Después encendieron la luz.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntaba la mujer—. ¿Te encuentras bien?

Pascal, que se frotaba el brazo entumecido, echó un vistazo a la habitación antes de responder. El cuarto, con el armario cerrado, ofrecía ahora un aspecto normal, tranquilo. Como si nada hubiera ocurrido. Y es que el campo de batalla estaba en otra dimensión.

—Una pesadilla —mintió el chico—. Perdonad.

—No hay nada que perdonar, hijo —se apresuró a contestar Fernando Rivas—. ¿Y la puerta? ¿La habías cerrado? No podíamos entrar...

Tocaba una nueva improvisación:

—No, papá. Pero a veces se atasca. Habrá sido eso.

Su madre volvió a insistir mientras el padre asentía:

—¿Seguro que estás bien? Tienes una cara rara...

Pascal la miró a los ojos.

—Estoy bien —terminó, teniendo muy presente su íntimo compromiso de mantenerlos al margen de todo aquello—. De verdad.

Lo que sí hizo entonces Pascal fue abrazarlos. Lo necesitaba después del miedo y la inseguridad que había sufrido. A ellos los sorprendió aquella muestra de cariño de su hijo, de talante más bien frío, pero lo agradecieron.

Pascal seguía sin desprenderse de la soledad que lo atenazaba tras cada vivencia con el Más Allá. Y es que Viajero solo hay uno, en la inmensidad del mundo. Cada cien años.

CAPITULO XXI

MARGUERITE soltó un taco. Aquella mañana de miércoles no empezaba bien. Acababa de pisar un charco, y una lluvia de barro había aterrizado en las perneras de sus pantalones. La profundidad de la huella que había dejado en la tierra húmeda la informó de su excesivo peso. Ella cayó en la cuenta, y sonrió mientras dedicaba a aquel indicio indiscutible un único pensamiento: «Que le den a la báscula».

—¡Ya es mala suerte! —rezongó después, dando patadas en el aire con la pierna todavía manchada—. ¿Por qué han tenido que encontrar algo en este dichoso parque? ¿No hay suficientes calles bien pavimentadas en París para localizar pistas?

Ella se encontraba en el recinto de Monceau. Un deportista madrugador había descubierto por casualidad un rastro de sangre y lo que parecían restos humanos, así que había avisado a la policía. Marguerite echó una ojeada por los alrededores, y se acabó dirigiendo a una arboleda próxima donde se distinguían varias siluetas con el uniforme de la policía científica. Observó satisfecha que habían delimitado muy bien el perímetro de la zona del hallazgo, impidiendo así que algún paseante estropease pruebas aún por descubrir.

—Hola, Marcel —la detective comprobó que, una vez más, el forense se le había adelantado—. ¿Qué tal vais?

—Hola, Marguerite. La cosa va bien. El testigo estaba en lo cierto: se trata de restos humanos.

La detective asintió.

—¿Podremos vincularlo a algún caso pendiente? —quiso saber, mientras empezaba a rebuscar procurando no interferir en la labor de los agentes, que seguían estudiando el terreno y recogiendo objetos sospechosos.

—Hasta hace unos minutos pensaba que no, porque estos rastros llevan varios días aquí y contaba con que estarían muy contaminados de elementos externos —contestó Marcel—. Pero nuestra suerte acaba de cambiar.

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