—Es un mundo extraño —describía—, como detenido, inerte. Ya te he contado lo de la oscuridad. Todos esperan allí a que el Bien los lleve, y mientras tanto, aguardan en sus tumbas. Su aspecto es igual al que tenían cuando murieron. Además, en esa dimensión su cuerpo es tangible, se les puede tocar. Su piel está helada. Y sus ojos no brillan. Aunque, claro, ¿cómo van a brillar si en aquella dimensión no hay luz?
Pascal acertaba al no querer afrontar el semblante de su amigo, que reflejaba un escepticismo anonadado. Aun así, Dominique no interrumpía a Pascal, dominado por una perversa curiosidad: ¿dónde acabaría toda aquella fantasía paranoica? ¿Y por qué se le había ocurrido a Pascal?
—La verdad es que son buena gente —seguía el joven español—. Me han tratado muy bien. Fueron ellos los que me dejaron la ropa para la fiesta de Halloween y me explicaron lo de la Puerta Oscura.
Dominique, que no se esperaba aquel vínculo con la realidad, admiró la calculada precisión con la que Pascal había elaborado su historia.
—A ver si lo he entendido bien —planteó interrumpiendo a su amigo—: ¿El baúl de los Marceaux es la puerta a... ese Mundo?
—Sí. Pero la familia de Jules nunca habría podido averiguarlo por las condiciones que se deben cumplir para que se abra. Fue todo una casualidad; tampoco yo estaba predestinado a ser el nuevo Viajero. Fue todo un accidente.
Pascal se negaba a pensar que su camino ya estuviese marcado de antemano, su débil autoestima se lo impedía.
—Quién sabe —cuestionó Dominique en medio de su estupor, para seguirle la corriente—. La pitonisa acertó entonces, ¿no?
—Lo único que hizo la Vieja Daphne fue adelantarse a la casualidad, eso es todo.
Se quedaron en silencio. Pascal aprovechó para beber agua. Sudaba. Intentó organizar sus ideas, todavía no había terminado.
—Aunque es un mundo..., no sé cómo decirlo, neutro, la atmosfera que se respira no es pacífica. Hay peligros.
Aquella observación volvió a sorprender a Dominique, que se atrevió a intervenir de nuevo:
—Pero, si están muertos... ¿qué riesgo van a correr? Ya es tarde para ellos, ¿no?
Pascal observaba abstraído su vaso, dándole vueltas entre sus manos. El líquido bailaba en su interior con un oleaje de galerna.
—El Mal está allí, en la oscuridad —contestó—. Y se alimenta de las almas de los muertos, o de sus espíritus, o lo que sean. Los difuntos solo están a salvo en los recintos funerarios. El Mal tiene además su propio territorio, distinto de la Tierra de la Espera, de donde proceden algunas de las criaturas que merodean por las zonas oscuras de ese sector donde todos los muertos aguardan. Hay una frontera entre ambos, aunque aún no la he visto.
Pascal dio por sentado que la capacidad de Dominique para asumir semejante información era bastante limitada, así que prefirió omitir lo relativo a la muerte de Delaveau y la presencia acechante de su asesino. Ya habría tiempo, más adelante, para ponerlo al corriente de las amenazas que, a partir de aquel momento, también lo afectaban a él. A él y a Michelle, cuando ella pasara a engrosar la exclusiva lista de las personas que conocían la Puerta Oscura y la identidad del Viajero.
Pascal permanecía callado mientras calculaba sus próximas palabras. No hizo falta que levantara la cabeza para sentir la mirada inquisitiva de su amigo.
—Pascal.
—Dime.
—¿Pretendes que me crea todo eso? ¿Andas tomando alguna droga? Después de lo de Michelle, has podido cometer alguna tontería, meterte algo, no pasa nada... Lo dejas y punto. Todos nos equivocamos alguna vez...
—No, Dominique. Sabes que paso de las drogas. Tampoco estoy borracho. Lo que te he contado es cierto, tan cierto como que estamos aquí hablando. Tienes que creerme, eres la única persona a la que he confesado mi secreto.
—Pues menos mal que has sido discreto, porque si no ya estarías en la consulta de algún psiquiatra.
—Dominique, necesito tu apoyo.
El aludido resopló.
—Pero ¿te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Soy tu amigo y puedes contar conmigo para lo que sea, ya lo sabes. Pero tienes que entender que en medio del comedor del instituto me resulta muy difícil creer tu historia de zombis. ¿Qué te propones? ¿Estás intentando llamar nuestra atención por algo? ¿Te estás haciendo gótico por Michelle?
Pascal se vino abajo.
—¿Cómo podría convencerte?
Dominique comprobó que su amigo no había escuchado sus últimas palabras.
—Sigues empeñado en tu paranoia, ¿eh?
—La realidad no se puede esquivar, Dominique.
—Pues vale, se me ocurre cómo puedes lograr que me crea tu historia, ya que no hay manera de que cedas.
—Suéltalo.
—El presunto cementerio que visitas es el de Montparnasse, ¿verdad? Y supongo que podrás continuar haciendo viajes «astrales»... —Pascal asintió—. Bien, mi abuela está enterrada allí. Murió cuando yo tenía seis años, y mis padres me hicieron escribirle una carta de despedida que guardé en un sobre cerrado y que ellos metieron en su ataúd.
»Recuerdo a la perfección lo que le escribí, porque estaba muy impresionado. Solo yo sé el contenido de esa carta. Si lo averiguas, me habrás convencido.
Los dos se observaron unos instantes, conscientes del desafío.
—De acuerdo —aceptó Pascal—, tampoco tengo muchas más opciones.
Dominique se sentía culpable por su reacción, y quiso suavizar su postura:
—Mira, Pascal, no quiero que pienses que no estoy contigo en esto que te ocurre, pero lo que cuentas es tan... imposible. Sabes que siempre he sido una persona muy racional, y este tipo de cosas me cuesta aceptarlas. No es nada personal, y valoro mucho que hayas acudido a mí en primer lugar, en serio. Si quieres que lo hablemos con más calma en otro momento...
Pascal tuvo que reconocer que le había pedido demasiado a su amigo; la actitud de Dominique era muy razonable. Si la situación hubiera sido a la inversa, con toda seguridad él habría actuado peor.
—No te preocupes —respondió—, tienes razón. No puedo pretender que te creas una historia así en unos minutos. Si yo tuve que volver al Mundo de los Muertos para acabar de convencerme...
La nueva mención de aquella otra dimensión no hizo gracia a Dominique, que estaba empezando a preocuparse mucho por el estado mental de su amigo.
—El problema está en acceder al desván de Jules sin contarle nada —observó Pascal, ajeno a los pensamientos de su amigo.
Dominique estaba perdiendo la paciencia. Dispuesto a solucionar aquello cuanto antes, no dudó en su sugerencia:
—¡Pues vamos ahora! Es buena hora, así que nos colaremos en su portal cuando entre alguien.
—¿Y la puerta del desván? —cuestionó Pascal—. ¿Cómo la abrimos?
Dominique sonrió; no permitiría que su amigo se saliera con la suya, ahora que lo había atrapado en un callejón sin salida. Le demostraría así lo absurdo de aquel sueño que confundía con la realidad.
—No hay problema. Entre mis muchas habilidades —exhibió su acento más irónico— también está la de manipular cerraduras; me enseñó un amigo poco recomendable, te explicaré cómo se hace. En muy poco rato tendrás la posibilidad de confirmar tu secreto.
Pascal no parecía emocionado con el plan. No había tiempo que perder, y aquello suponía un retraso, pero asintió mientras se levantaba de la mesa, consciente de que el apoyo de Dominique era fundamental. Tampoco se le escapó la seguridad con la que su amigo hablaba. Menudo corte se iba a llevar... Por una vez, le dejaría sin palabras. Otra experiencia que sumar en su cambiante vida.
Dominique captó una leve sonrisa en su amigo conforme avanzaban hacia la salida. Por un instante, se planteó si habría algo de cierto en todo lo que le había contado Pascal.
—¿Volverás a ver al perro ese de tres cabezas? —preguntó con sarcasmo, al tiempo que empujaba su silla de ruedas—. Lo que debe de comer un animal así...
Pascal, molesto, se disponía a responder cuando la voz de Mathieu llegó hasta ellos. Por lo visto, se encontraba cerca y había alcanzado a oír las últimas palabras de Dominique:
—Hola, tíos. ¿De qué hablabais? ¿De un perro de tres cabezas?
Los otros dos se volvieron hacia él con sorpresa, resueltos a disimular.
—Bah, le contaba a Dominique un sueño muy raro que he tenido —contestó Pascal.
Mathieu pareció decepcionado:
—Vaya. Y yo, pensando en la mitología...
Aquella inesperada observación los sorprendió de nuevo.
—¿Mitología? ¿Por qué dices eso? —quiso saber Dominique.
—Es una de mis aficiones favoritas —aclaró el otro—. Junto con la historia. Y al escuchar lo del Can Cerbero...
Esta vez fue Pascal el que intervino:
—¿Can Cerbero?
Mathieu puso cara de mártir:
—Pero ¿es que no habéis oído hablar de la barca de Caronte? ¡Increíble! —a Dominique sí le sonaba ese nombre, pero tampoco se mostraba muy interesado. Lo único que en aquel momento pretendía era salvar a Pascal de su lío mental, quería irse ya a casa de Jules.
—Según la mitología griega —explicó Mathieu, animado por el gesto interesado de Pascal—, Caronte es una divinidad del mundo subterráneo. Tiene como misión conducir la barca fúnebre que traslada a los difuntos desde el mundo de los vivos hasta el Mundo de los Muertos, a través de la laguna Estigia.
Pascal se había quedado boquiabierto. Dominique, dándose cuenta de lo que ocurría, movió la cabeza hacia los lados: lo que faltaba, la locura de su amigo coincidía con una leyenda antigua. Ahora le iba a costar más convencer a Pascal de su desorientación.
—Sigue, Mathieu —lo animó el joven español, sin hacer caso de la cara contrariada de Dominique.
A Mathieu no hizo falta que le repitieran la petición:
—Cuando alguien moría, su alma era conducida por el dios Mercurio hasta la laguna Estigia. Allí debía aguardar la llegada de la barca de Caronte, que surcaba las aguas infernales. Como hay que pagar el pasaje al barquero, siempre se colocaba una moneda en la boca de los muertos. La barca te traslada para siempre al otro lado de la orilla, al Mundo de los Muertos, cuya a entrada está custodiada por el Can Cerbero, el siniestro perro de tres cabezas del que creí que hablabais antes. Su misión consiste cu vigilar que ningún vivo entre en el Mundo de los Muertos, y que ningún difunto salga de él. Qué pasada de historia, ¿verdad? Seguro que Michelle también se la sabe.
—Desde luego —convino Dominique, muy serio—, pero no deja de ser una leyenda.
Pascal se volvió hacia él:
—Pero ¿te das cuenta? Coincide con lo que yo...
Dominique lo cortó, ante la mirada extrañada de Mathieu, que no acababa de entender la reacción que habían provocado su presencia y su información:
—Pascal, no hay que ser psicólogo para intuir lo que te ha ocurrido —afirmó desde su silla de ruedas—: hace tiempo conociste ese cuento mitológico, aunque ahora no te acuerdes, y tu subconsciente ha hecho el resto, adaptándolo. ¿Ves? Todo encaja, y sin necesidad de recurrir a fenómenos paranormales.
Pascal movía la cabeza hacia los lados, con un semblante que lo delató muy lejos de allí.
—Sí —reconoció—, todo encaja. En eso aciertas, Dominique.
—Madre mía... —Dominique no sabía cómo recuperar el control de la situación, sin preocuparle lo que pudiera pensar Mathieu de todo aquello—. ¿Nos vamos ya?
—Sí —decidió Pascal, que iba ganando en convicción—. Tenemos un asunto pendiente que no puede esperar. Mathieu, muchas gracias por tu información, nos ha sido de gran ayuda. Volveremos a hablar, seguro que me puedes contar más cosas.
—De acuerdo, nos vemos.
Mathieu se volvió a los pocos pasos, para ver a sus amigos marcharse. «¿Qué les ocurría? Había sido una conversación de lo más rara...», pensó.
Pascal y Dominique se alejaban, cada uno con distinta determinación. Se aproximaba el momento de la prueba.
AQUELLA tarde, la Vieja Daphne acariciaba su bola de cristal, inquieta como hacía años que no se sentía. El gesto concentrado se perdía entre los surcos de su tez cuarteada, mientras sus pupilas lechosas escrutaban la esfera de vidrio. Temblaba.
—Ha ocurrido —sentenció—. Extraordinario. Una vez más.
Aquel comentario provocó un movimiento frente a ella. La silueta alta de un hombre muy joven se aproximó. Era Edouard.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el chico, que hacía rato que aguardaba en silencio.
La pitonisa rechazó de forma contundente compartir aquel secreto, por el peligro que entrañaba. Ella había empezado a tener sueños, el aviso del Ahorcado se confirmaba. Incluso había estado con el Viajero.
Cien años después, había vuelto a suceder.
Edouard, a sus diecinueve años, permanecía bajo la tutela de la Vieja Daphne como aprendiz de médium, lo que compaginaba con su trabajo en una librería de ocultismo. Desde niño había sido consciente de que era diferente a los demás, de que tenía capacidades especiales, aunque siempre lo mantuvo en secreto por temor a que lo marginaran.
—¿No me lo vas a contar? —insistió, curioso.
—No. Eso te pondría en peligro, Edouard —la bruja miró con recelo la puerta de su vivienda—. Y es demasiado pronto, no estás preparado para enfrentarte al Mal. Debes irte.
El joven recibió con asombro aquella taxativa recomendación.
—¿Irme? Pero si aún...
—Ahora —cortó la vidente, llevada de su creciente ansiedad—. Eres joven, el futuro te pertenece. No lo arriesgues. Un paso prematuro siempre constituye un error —le dirigió una prolongada mirada, como si a través de los ojos de él pudiese asomarse a su propio pasado, demasiado parecido—. Déjate guiar por mi criterio como has hecho hasta ahora. Confía en mí.
Para Edouard, todas aquellas palabras resultaban demasiado crípticas. Pero reprimió su inquietud.
Daphne se levantó de su sillón. El peligro la hacía rejuvenecer. Con paso firme, llegó hasta un cajón de un mueble próximo, del que extrajo un medallón plateado idéntico al que entregase a Pascal la noche anterior.
—Un demonio vampírico se mueve por nuestras calles —advirtió, la única concesión informativa que estaba dispuesta a hacer a su ayudante—. Como seres muertos, vagan en el Mundo de las Tinieblas —explicó—. Pero, para permanecer en el mundo de los vivos, necesitan alimentarse de sangre fresca. Por eso sé que volverá a matar, si no lo ha hecho ya. Y pronto. ¿Crees en Dios?