—Si esas bestias quisieran entrar para atraparte, lo acabarían consiguiendo —explicó el más joven de los Blommaert, preparando su propio hueco tras una placa de mármol—. Son muy fuertes. Pero al menos se lo ponemos difícil. Y no creo que se atrevan a algo tan grave en recinto sagrado.
El Viajero soportaba una creciente agitación.
—Gracias por acogerme —dijo con voz insegura—. ¿Dónde me coloco?
—Basta con que te apartes de la puerta para que no vean tu silueta. Y a esperar sin hacer ningún ruido. Recuerda que a nosotros no nos pueden hacer nada si permanecemos en nuestras tumbas, pero tu caso es distinto; si te descubren, esta construcción no te salvará y tampoco podremos ayudarte.
—Muy alentador —susurró Pascal encogiéndose junto a una de las paredes.
—Bah, no te preocupes. No creo que esta noche tengas tu cita con la Muerte. Por algo eres el Viajero.
Pascal se preguntó, una vez más, por qué lo era. No podía evitarlo, dudaba de su propia valía cada vez que las circunstancias le ponían a prueba. ¿Destino o accidente? Su posición en aquel momento, agachado, temeroso y sudando, no era precisamente digna y le transmitió una triste respuesta: quizá había llegado hasta allí por una simple casualidad. ¿Iba a quedar como el presunto héroe más patético de toda la historia?
Aquel interrogante le dolió, pues Pascal se había jurado a sí mismo no volver a titubear en ese sentido. El recuerdo de su cobardía ante la señora Lebobitz, por otra parte, no ayudaba mucho.
Samuel se metió en su ataúd, un brillante cajón de madera noble incrustado en un hueco de la pared, y después encajó desde dentro la placa de mármol que tapaba la abertura de modo que, al final, todo el interior del panteón quedó como si nunca hubiese habido movimiento desde el fallecimiento del último descendiente de aquella familia. Incluso el polvo parecía mantenerse en su sitio, colaborando al aspecto estático del paisaje.
Y a partir de ahí, silencio, la vieja calma de los sepulcros.
Transcurrieron unos minutos. Pascal se sobresaltó al escuchar el primer chillido de hiena. Ya estaban allí.
La paz del lugar se quebró con violencia, el cementerio quedó sometido a un tumulto de jadeos, aullidos y pisadas. La manada de carroñeros merodeaba entre las tumbas, olfateando con ansia. Siluetas encorvadas, individuos gateando. Cualquier difunto despistado al que pillaran fuera de su lugar de descanso habría sido descuartizado en pocos segundos entre las mandíbulas de aquellas bestias deshumanizadas, lo que lo habría condenado al Mal inexorablemente. Una tumba más, vacía para siempre en Montparnasse.
Pero los carroñeros buscaban en aquella ocasión una presa más suculenta. Determinados animales, cuando prueban el sabor de la carne humana, jamás la olvidan y ya no se conforman con otra cosa. Eso los convierte en asesinos implacables. Con los carroñeros ocurría eso: querían carne viva, sus lenguas putrefactas anhelaban el contacto espeso de la sangre, el palpito vulnerable de un corazón bombeándola. Deseaban morder un cuerpo vivo, caliente, hincar sus dientes y arrancar entrañas humeantes.
Pascal oyó la respiración entrecortada de las bestias muy cerca, y contuvo la suya. A pesar de la multitud de personas que aguardaban en tenso silencio cerca de él, en realidad estaba muy solo. Nadie podría ayudarle si lo localizaban.
¿Qué sería de Michelle si a él le pasaba algo? Fue su último pensamiento antes de que el pánico bloqueara su mente.
Una de aquellas criaturas se acababa de detener ante la puerta del panteón de los Blommaert.
El carroñero, de aliento sibilante, aplastó su rostro carcomido contra el rectángulo de cristal de la puerta, llevado por su hambre. Buscaba a su presa con desesperación. El picaporte giró y las planchas de madera que bloqueaban el acceso al panteón empezaron a agitarse con violencia, a punto de saltar de sus bisagras, como si sufrieran el embate de un temporal. Aquella bestia pretendía entrar.
Pascal rezaba con los ojos cerrados, procurando que no se oyese el castañeteo de sus dientes. Sudaba. Agachado y pegado a una de las paredes laterales para no quedar a la vista desde fuera, no podía hacer otra cosa, lo que lo estaba volviendo loco de ansiedad. Sintió envidia de sus compañeros de refugio, a salvo de aquel peligro en el interior de sus ataúdes.
«A veces es mejor ser un simple cadáver», pensó Pascal durante aquella espera. Olvidaba el carácter irreversible de la muerte.
EL mazo de Daphne cayó sobre la estaca con fuerza, provocando que la punta quebrase la caja torácica de Melanie con un ruido seco y entrara sin dificultad en la cavidad que albergaba el corazón de la joven. No hubo sangre: aquel cuerpo llevaba varios días sin vida.
La chica despertó entonces de su letargo, emitiendo un chillido desgarrador al tiempo que abría unos ojos amarillos de pupilas felinas, aunque su reacción llegaba tarde; la inalterable bruja golpeaba de nuevo la estaca, con lo que la madera alcanzó el corazón de la no-viva. Un soplo huracanado brotó entonces, haciendo estallar algunas de las lámparas fluorescentes de la sala.
Los alaridos de la chica resonaban por todo el sótano. Aquella criatura contaminada por el Mal, que un día se llamó Melanie, no pudo hacer otra cosa que mover sus extremidades al ritmo de su propia agonía. Resistiéndose a sucumbir, echaba espuma por la boca a la vez que lanzaba dentelladas a la bruja, que se había apartado ante tal despliegue de fuerzas.
Dominique, por su parte, libraba su propia lucha. Acongojado, había cometido el error de retardar su primer mazazo mientras atendía a los movimientos expertos de Daphne, con lo que el aullido de Melanie arrancó a Raoul de su sueño vampírico antes de que su ejecutor lo hiriera. Cuando Dominique se dispuso a lanzar su golpe, las pupilas afiladas de aquel cadáver ya lo contemplaban, brillantes, en la repentina penumbra. Estaba despierto. Y hambriento.
Si no hubiera ido al baño hacía poco, Dominique se habría ensuciado los pantalones.
El joven vampiro esbozaba una sonrisa maligna. Dominique quiso apresurar sus movimientos, pero fue tarde: una mano gélida como el hielo le inmovilizaba el brazo armado con la desesperada fuerza del deseo de supervivencia.
Aquella criatura tenía su propio instinto, que lo protegía al tiempo que lo instaba a matar.
Melanie seguía retorciéndose entre sollozos y aullidos, vomitando restos podridos. En vano intentaba sacarse la estaca del pecho. Daphne, empapada en sudor, con el gesto de absoluta concentración que requería aquella ingrata tarea, blandía el enorme cuchillo con intención de terminar el ritual de aniquilación. Cada segundo contaba.
Dominique lanzó un grito de dolor al sentir cómo aquel vampiro le retorcía el brazo hasta obligarle a soltar el mazo. A continuación, unas manos de uñas largas le agarraron el cuello cortando el ramillete de ajos, que cayó al suelo al igual que la cadena de oro. Los dedos helados arrastraban a Dominique, entre arañazos, hacia la boca ávida de Raoul, pues el vampiro todavía se encontraba demasiado débil como para saltar de aquel compartimento.
Había llegado el momento de que Dominique comprobase la verdadera potencia de sus bíceps, muy desarrollados gracias al continuo arrastre de su silla de ruedas. Agarrándose al borde del cajón metálico, hizo fuerza en sentido contrario al vampiro para compensar su maniobra letal. Entre gemidos, pidió ayuda a la bruja.
Daphne oyó la llamada del chico y, en cuanto se percató de la grave situación, soltó el cuchillo y recogió del suelo la estaca y la maza de Dominique. Aterrorizada ante lo que estaba a punto de ocurrir, se lanzó sobre el cuerpo de Raoul, pillándolo desprevenido.
Las pupilas de la maligna criatura se volvieron con sorpresa y odio hacia su nueva atacante, que sin perder un segundo apuntó la estaca hacia el pecho del vampiro y levantó el mazo. Las deformes manos de Raoul abandonaron el cuello de su víctima para tratar de impedir la inminente agresión de la bruja, pero Dominique consiguió retenerlas el tiempo suficiente como para que Daphne pudiera descargar un primer golpe sobre el palo de madera. Un chasquido anunció la rotura del esternón del vampiro: aquella pieza de roble se abría paso hacia el corazón de Raoul.
El joven monstruo abrió mucho los ojos al sentirse atravesado por la madera, lanzando un aullido ensordecedor que barrió todos los utensilios y frascos que había sobre las mesas cercanas. El mismo Dominique se vio obligado a soltar las manos de aquella criatura y agarrarse a su silla, que se tambaleó hasta caer al suelo arrastrándolo a él. Todo eran ruidos, golpes y cristales rotos, mientras, procedentes de una altura superior, seguían llegando los estallidos de los truenos.
A pesar de todo, el mazo volvió a caer, implacable, y la estaca alcanzó su objetivo. Raoul, con los ojos inyectados en sangre, lanzaba escupitajos espesos y su cuerpo empezó a experimentar convulsiones. Con la garganta hinchada, profirió aullidos de dolor.
Varios compartimentos por encima de su compañero no-muerto, Melanie estaba cada vez más cerca de arrancarse la estaca del pecho.
—¡Dominique! —gritaba Daphne aguantando a duras penas—. ¡El cuchillo!
El chico, olvidándose de su silla, se arrastró por el suelo hasta alcanzar lo que la bruja le pedía.
* * *
* * *
El doctor Laville permanecía ante la puerta del depósito de cadáveres, e impidió el paso a todos los que llegaban.
—Tranquilos —advertía ejerciendo su autoridad como jefe, sin concretar lo que estaba ocurriendo—, está todo controlado. Vuelvan a su trabajo. En seguida recuperaremos la calma.
Aquella aparente serenidad no resultaba muy creíble, sobre todo atendiendo al gesto angustiado del propio forense. Quienes lo escuchaban no parecían, desde luego, muy convencidos; suspicacias que se veían reforzadas por los gritos inhumanos que llegaban desde el interior de la dependencia. Pero Marcel Laville era el director, así que no tuvieron más remedio que volver sobre sus pasos, pensando que solo él sería responsable de lo que estuviera sucediendo.
Cuando se fueron todos, Laville volvió a la puerta, listo para entrar si lo consideraba necesario, pues solo él disponía del material preciso. La puerta estaba cerrada, pero si hacía falta la echaría abajo. Tenía muy claro su cometido. Como el hecho de que, en el peor de los casos, los vampiros solo podrían salir por aquel acceso que él vigilaba.
* * *
La puerta dejó de temblar. Poco a poco, el carroñero fue abandonando su insistencia por entrar, quizá atraído por otras tumbas más prometedoras. Pascal así lo pensó, esperanzado. Sin embargo, a los pocos segundos pudo comprobar lo equivocado que estaba. Un desagradable sonido agudo empezó a oírse muy cerca, desplazándose con lentitud. Horrorizado, el Viajero identificó aquel ruido chirriante: el carroñero iba rodeando el panteón mientras arañaba con sus uñas la piedra de sus paredes, como regodeándose en su caza.
La imagen era espeluznante. La estridencia continuaba a su velocidad de tortura, mientras la criatura, que parecía haber captado un olor apetitoso, buscaba alguna vía para acceder al monumento fúnebre. Pascal distinguió la sombra de su mano retorcida tras el cristal de una diminuta ventana. Los dedos podridos la golpearon, resquebrajándola. Por suerte, aquella abertura era demasiado pequeña para permitir el paso del monstruo, y en seguida el carroñero desistió y continuó su ronda depredadora.
Pascal contenía la respiración, contemplando con envidia los nichos cerrados en los que descansaban los cuerpos de los Blommaert, a salvo de aquel asedio. Él no disponía de aquella protección sagrada. Aplastaba su cuerpo contra el tabique del panteón, presintiendo el inminente instante en que el carroñero cruzaría de nuevo por delante de la puerta y su parte acristalada, asomando su rostro descompuesto de boca húmeda. Si llegaba a verlo, aunque fuera una décima de segundo, nada salvaría al Viajero, pues la localización de la presa estimularía la osadía de aquellas criaturas. Llevadas de su apetito, profanarían aquel panteón que todavía frenaba sus ansias.
El monstruo se mantenía en las proximidades, gemía, se encorvaba husmeando en la piedra vieja, saltaba de improviso hasta un punto distinto. Incluso llegó a encaramarse al techo de la construcción, y Pascal percibió sus pisadas sobre su cabeza, alcanzando un nuevo límite en su angustia.
Por fin, oyó sus pasos torpes alejándose, pasos que en seguida se confundieron con el caótico fondo de los destrozos que aquellos animales estaban provocando en su registro desordenado. Aquel espectáculo deprimente ofrecía la imagen de una redada de animales rabiosos que mancillaban la paz del lugar llevados de su instinto carnicero.
Pascal no se atrevía a convencerse. ¿De verdad habían dejado libre el panteón de los Blommaert?
El tiempo daba la impresión de transcurrir aún más lento en aquel mundo de tinieblas. Pero, a pesar de ello, llegó un momento en que el ovillo entumecido en que se había convertido Pascal creyó advertir que los ruidos generales disminuían.
Ya no se trataba solo de su propio cobijo. ¿Estaban abandonando los monstruos el recinto funerario?
* * *
Daphne, agarrando al joven vampiro por los pelos, presionó el cuchillo sobre su cuello, hasta el final. Con la cabeza separada del tronco, los movimientos frenéticos de Raoul cesaron. Su cuerpo quedó allí, tendido, con la estaca clavada en el pecho y los brazos extendidos.
Pero no debían olvidar que todavía no había finalizado el ritual. El Mal podía resurgir de aquella carne muerta.
Daphne, junto al otro cuerpo, que se debatía con movimientos sinuosos, volvió a golpear la pieza de madera que Melanie aún pugnaba por sacarse entre gemidos. Sin pérdida de tiempo le pidió el cuchillo a Dominique, que ya había recuperado la posición sobre su silla de ruedas.
Y empezó a cortar carne fría, sin pulso.
Muy pronto, la reciente vampiresa, decapitada, enmudeció también, con su cuerpo perforado por aquel mástil que se mantenía enhiesto sobre su pecho. Sus largas uñas habían quedado aferradas a la estaca en un último intento de resistencia, mientras que su cara, girada en aquella cabeza cortada, se veía arrugada por un crispado gesto de rabia y dolor.
Daphne se detuvo, al borde del agotamiento. A pesar de su energía, la edad le pasaba factura por el inmenso esfuerzo realizado. Dominique, que también procuraba reponerse del shock, se dio cuenta.