—Lo sé. Fue un gran error. Pudo haber ido con nosotros. Luego eso nos hubiera quedado para toda la vida.
—Me hubiese gustado llevar a pescar al gran DiMaggio —dijo el viejo—. Dicen que su padre era pescador. Quizás fuese tan pobre como nosotros y comprendiera.
—El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugó en las Grandes Ligas cuando tenía mi edad.
—Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura que iba al África, y he visto leones en las playas al atardecer.
—Lo sé. Usted me lo ha contado.
—¿Hablamos de África o de béisbol?
—Mejor de béisbol —dijo el muchacho—. Hábleme del gran John J. McGraw.
—A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a La Terraza. Pero era rudo y bocón, y difícil cuando estaba bebido. No sólo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
—Era un gran director —dijo el muchacho—. Mi padre cree que era el más grande. ¿Quién es realmente mejor director: Luque o Mike González?
—Creo que son iguales.
—El mejor pescador es usted.
—No. Conozco otros mejores.
—
Qué va
—dijo el muchacho—. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted, ninguno.
—Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal.
—No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
—Quizá no esté tan fuerte como creo —dijo el viejo—. Pero conozco muchos trucos, y tengo voluntad.
—Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevaré otra vez las cosas a La Terraza.
—Entonces buenas noches. Te despertaré por la mañana.
—Usted es mi despertador —dijo el muchacho.
—La edad es mi despenador —dijo el viejo—. ¿Por qué los viejos se despertarán tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?
—No lo sé —dijo el muchacho—. Lo único que sé es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Té despertaré temprano.
—No me gusta que el patrón me despierte. Es como si yo fuera inferior.
—Comprendo.
—Que duerma bien, viejo.
El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa, y el viejo se quitó el pantalón y se fue a la cama a oscuras. Enrolló el pantalón para hacer una almohada, y puso luego el periódico dentro. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.
Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho, y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía, y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.
Generalmente, cuando olía la brisa de tierra, despertaba y se vestía, y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño, y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar. Y luego soñaba con los diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.
No soñaba ya con tormentas, ni con mujeres, ni con grandes acontecimientos, ni con grandes peces, ni con peleas, ni con competiciones de fuerza, ni con su esposa. Sólo soñaba ya con lugares, y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba su pantalón y se lo ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba por el frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto, y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió con suavidad un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió su pantalón de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se lo puso.
El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo:
—Lo siento.
—
Qué va
—dijo el muchacho—. Es lo que debe hacer un hombre.
Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a todo lo largo del camino, en la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.
Cuando llegaron a la choza del viejo, el muchacho cogió de la cesta los rollos del sedal, el arpón y el bichero; y el viejo llevó el mástil con la vela arrollada al hombro.
—¿Quiere usted café? —preguntó el muchacho.
—Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.
Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.
—¿Qué tal ha dormido, viejo? —preguntó el muchacho. Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar su sueño.
—Muy bien, Manolín —dijo el viejo—. Hoy me siento confiado.
—Lo mismo yo —dijo el muchacho—. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo el aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.
—Somos diferentes —dijo el viejo—. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.
—Lo sé —dijo el muchacho—. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.
Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.
El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que bebería en todo el día, y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer, y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del bote, y eso era lo único que necesitaba para todo el día.
El muchacho estaba de regreso con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico, y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua.
—Buena suerte, viejo.
—Buena suerte —dijo el viejo. Ajustó las amarras de los remos a los toletes, y echándose adelante contra los remos, empezó a remar, y salió del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar, y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar, aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.
A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber salido de la boca del puerto, y cada uno se dirigió hacia aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejó atrás el olor a tierra y entró remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llaman «el gran hoyo» porque se producía una súbita hondonada de setecientas brazas, donde se congregaba toda suerte de peces debido al remolino que hacía la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y peces de carnada, y a veces manadas de calamares en los hoyos más profundos, y de noche se levantaban a la superficie, donde todos los peces merodeadores se cebaban en ellos.
En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y, mientras remaba, oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores, que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves; especialmente por las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando, y casi nunca encontraban, y pensó: «Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar».
Decía siempre
la mar
. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de
ella
, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, le llamaban
el mar
. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente, y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad, y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo; y cuando empezó a clarear, vio que se hallaba ya más lejos de lo que había esperado estar a esa hora.
«Durante una semana —pensó—, he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacoras, y acaso haya un pez grande con ellos».
Antes de que se hiciera realmente de día, había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo, a sesenta y cinco, y el tercero y el cuarto descendían hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.
Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente. No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.
El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.
El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.
El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la costa, desplegados a través de la corriente. El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se sumergían verticalmente en la tiniebla de ésta. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando, exactamente donde él quería que estuviera, por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.
«Pero —pensó el viejo— yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero, ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto».
El sol estaba en ese momento a dos horas de altura, y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista, y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.
«Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente —pensó—. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer, puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso».
Justamente entonces, vino una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.
—Ha cogido algo —dijo en voz alta el viejo—. No sólo está mirando.
Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se apuró y mantuvo los sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección, pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.
El ave se elevó más en el aire y volvió a girar, con sus alas inmóviles. Luego picó de súbito, y el viejo vio una partida de peces voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.
—Dorados —dijo en voz alta el viejo—. Dorados grandes.
Montó los remos y sacó un pequeño sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y un anzuelo de tamaño mediano, y lo cebó con una de las sardinas. Lo soltó por sobre la borda y lo amarró a una argolla a popa. Luego cebó el otro sedal y lo dejó enrollado a la sombra de la proa. Volvió a remar y a mirar al ave negra de largas alas que ahora trabajaba a poca altura sobre el agua.
Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo, y luego salió agitándolas fiera y sutilmente, siguiendo a los peces voladores. El viejo podía ver la leve comba que formaba en el agua el dorado grande siguiendo a los peces fugitivos. Los dorados corrían, disparados, bajo el vuelo de los peces y estarían, corriendo velozmente, en el lugar donde cayeran los peces voladores. «Es un gran bando de dorados —pensó—. Están desplegados ampliamente: pocas probabilidades de escapar tienen los peces voladores. El ave no tiene oportunidad. Los peces voladores son demasiado grandes para ella, y van demasiado velozmente».