El violín del diablo (45 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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Perdomo barrió con la mirada el espacio que había más allá del control de viajeros, como si creyese que iba a poder divisar de repente, entre aquel maremágnum de viajeros, al hombre que había secuestrado a su hijo y asesinado a Ane Larrazábal. La sola idea de imaginar a Gregorio aterrorizado y en manos de su captor, a escasos metros de donde él estaba, le dio ánimos para volver a la carga.

—¿Y cuándo vuelve el teniente? ¿Dónde está? ¿No puede ir en su busca, para acelerar la cosa?

—El teniente ha ido al aseo y, como comprenderá, tardamos más yendo a buscarle que esperando aquí tranquilamente a que regrese.

¿Qué podía hacer para convencer a un ser tan obtuso? Además de maldecirse una y mil veces por haberse olvidado la placa, Perdomo estuvo tentado de mostrar el revólver a aquel necio, para que viera que de verdad era inspector de policía, pero se percató al instante de que exhibir un arma en aquella situación, por muy reglamentaria que fuese, sólo podía empeorar las cosas.

—Llame a la UDEV —le ofreció entonces el inspector—. Allí pregunte por el comisario Galdón y él podrá identificarme.

—No estamos aquí para eso —zanjó el guardia civil, mientras con la mano le señalaba que se hiciera a un lado para que las personas que se encontraban detrás de él pudieran seguir depositando objetos en el escáner y pasando por debajo del arco detector de metales.

Perdomo miró nervioso su reloj y vio que faltaban pocos minutos para la salida oficial del vuelo. Era tal su ansiedad que se imaginó a sí mismo abriéndose paso a empujones en aquel control de equipajes de mano y corriendo hacia las puertas de embarque, en busca de su hijo, perseguido por la Guardia Civil; pero la idea le pareció tan delirante como peligrosa, pues además de que se arriesgaba a que a uno de los agentes le diera por sacar el arma y descerrajarle un tiro, el revuelo que de seguro iba a organizarse alertaría a Rescaglio, que podría tomar represalias contra su hijo.

Fue entonces cuando vio venir a una agente femenina, perteneciente al Cuerpo Nacional de Policía, que traía de la mano a un niño de trece años con un asombroso parecido a Gregorio.

—¡Papá! —gritó el chico nada más verle. Y zafándose de la mano de la agente, atravesó el control de equipajes en sentido contrario, para ir a abrazarse amorosamente a su padre.

—¿Me cree ahora? —exclamó ufano el inspector Perdomo—. ¿Ve como no es una historia inventada, que había un niño ahí dentro, y que es mi hijo?

El agente de la Benemérita había convertido ya el duelo dialéctico con Perdomo en una batalla personal, y en vez de rendirse a la evidencia, replicó:

—Usted dijo que su hijo estaba secuestrado. ¿Cómo es que se ha liberado de repente?

Perdomo se separó de su hijo, que aún seguía abrazándole, y le invitó a contar lo que había pasado, pero el relato de Gregorio tampoco sirvió para hacer entrar en razón a aquel zopenco. Menos mal que en ese momento regresó el teniente, que nada más ver a Perdomo exclamó:

—¡Coño, el héroe de El Boalo!

Ante el estupor bovino de su subordinado, el teniente había reconocido a Perdomo como el policía que había ayudado a la Guardia Civil a resolver uno de los crímenes más misteriosos de los últimos meses, y tras escuchar su apresurado relato, le franqueó el paso.

55

Antes de lanzarse en persecución de Rescaglio, el inspector preguntó a su hijo qué puerta de embarque les habían asignado. Y tras escuchar la respuesta, quiso asegurarse:

—¿Viste si llevaba algún arma? —El chaval hizo un gesto negativo con la cabeza; luego sacó de un bolsillo la partitura que había logrado descifrar esa misma mañana y se la entregó a su padre.

Perdomo no pudo evitar un gesto de asombro al encontrarse con la partitura descifrada, aunque no podía sospechar que hubiera sido el propio Gregorio el que hubiera resuelto aquel galimatías.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó estupefacto.

—No es más que un pasatiempo, papá. «Únase por la línea numerada de puntos». Los puntos son las cabezas de las notas: la blanca es uno, la negra es dos, y así sucesivamente.

Tras abrazar conmovido a su hijo, Perdomo se echó la partitura al bolsillo y luego explicó a los agentes que, ahora que el sospechoso ya no tenía a Gregorio en su poder, se podía organizar un despliegue policial en toda regla para atrapar al italiano.

Hasta la entrada en funcionamiento de la terminal, en el aeropuerto trabajaban 365 funcionarios; luego los efectivos se habían incrementado en casi doscientos agentes más, pues la T4 tenía su propia comisaría. El grueso de los agentes estaba especializado en el control de aduanas, pero también contaba con un grupo de Policía Judicial, de Seguridad Ciudadana y con un Módulo de Apoyo. El único problema era que ninguno de los agentes que trabajaban allí había visto nunca la cara del sospechoso, por lo que era difícil explicarles a quién tenían que detener. Aun así, Perdomo les dio las siguientes indicaciones:

—Pónganse en contacto con la puerta J40 para que denieguen el paso a un súbdito de doble nacionalidad, italiana y española, que lleva consigo un chelo y un violín. Y que probablemente tenga un pie vendado. Alerte también a la comisaría de la terminal para que no dejen salir del edificio a ningún individuo que responda a esa descripción. ¿Tiene un plano de la terminal?

El teniente de la Guardia Civil desplegó en el acto un plano en el que podía apreciarse la estructura y distribución de las tres plantas de la T4. La que le interesaba a Perdomo era la primera, cuyo esquema básico respondía al de una T invertida.

—La puerta que han asignado a Rescaglio es la J40, la primera del grupo J en el dique sur. Es allí adonde me dirigiré en primer lugar, aunque como el italiano es muy inteligente, ya sabe que al no haber logrado conservar a su rehén tiene perdida la partida. Aun si lograra embarcarse rumbo a Amsterdam, es consciente de que sería detenido en el avión, nada más llegar a Schiphol. Por lo tanto es probable que a estas alturas ya haya renunciado a volar y esté tratando de salir del aeropuerto como sea, lo que no le va a ser fácil ya que tiene que volver a pasar por el control de policía. Lo más importante, pues, es bloquear las salidas del aeropuerto y, por supuesto, las paradas de taxis y de autobuses, por si lograra escurrirse al exterior.

El teniente de la Guardia Civil estaba escuchando las instrucciones de Perdomo con un solo oído, pues el otro lo tenía pegado al auricular del teléfono con el que estaba haciendo llegar las indicaciones del policía a los distintos centros de control.

Perdomo sonrió al comprobar la rapidez y eficacia del agente, a años luz de la de su subordinado, y antes de partir en busca de Rescaglio añadió:

—Mi hijo se queda aquí, a cargo de la agente femenina que lo ha encontrado. Que no lo pierda de vista ni un solo segundo; sólo faltaría que después de haberse liberado del italiano, volviera a caer en sus manos. Yo me llevo a un chaqueta verde, pues aunque este plano es bastante completo, no especifica todos los recovecos en los que se puede refugiar la persona que andamos buscando.

El teniente hizo un gesto con la mano a uno de los empleados que AENA utiliza para ayudar a los pasajeros a orientarse y ésta, pues de una señorita se trataba, comprendiendo que algo importante se estaba cociendo, se acercó a la carrera.

—Señorita —le explicó el teniente ignorando el nombre de la chica en la etiqueta identificativa que llevaba en la solapa—, este señor es inspector de policía. Haga todo lo que le pida y responda a todas sus preguntas.

Mientras se dirigían hacia la puerta J40, la chaqueta verde fue explicando al inspector los detalles de la zona de embarque.

—Hay dos diques, el norte y el sur. Si leemos el plano de izquierda a derecha comenzaríamos en el dique sur, con la zona H y las puertas H1 y H2, e iríamos subiendo en la numeración hasta llegar a la H37.

—Entonces ¿la J40 está al final de la serie?

—No, está al principio. Los chaquetas verdes debemos estar agradecidos a que haya tanto lío porque, si no, no seríamos necesarios. Y teniendo en cuenta cómo está el mercado laboral, este trabajo está muy bien pagado.

Habían descendido ya a la primera planta y nada más llegar al final de la escalera mecánica, Perdomo se detuvo para orientarse.

—La puerta J40 nos queda a la derecha —le explicó la chica—. Si miramos en dirección al final del dique sur, queda a la izquierda.

Perdomo no pudo por menos que volver a sentir admiración por aquel espacio interior tan lleno de detalles: las cubiertas onduladas, construidas con bambú, las columnas a pares, pintadas en una gradación de colores que iba del azul oscuro al amarillo, siguiendo un criterio térmico: como la T4 tenía una orientación norte-sur, los colores eran más fríos —azul oscuro— al comienzo del dique norte e iban gradualmente calentándose hasta finalizar en la sección H del dique sur.

El inspector se dio cuenta de que la alerta ya había cundido en la comisaría del aeropuerto, pues se veían policías de uniforme por doquier, patrullando por los pasillos y custodiando las salidas principales. A menos que Rescaglio hubiera reaccionado de manera fulminante, era muy difícil que hubiera logrado salir del aeropuerto, sobre todo teniendo en cuenta que estaba herido en el pie.

Las puertas de embarque de la T4 estaban repartidas al tresbolillo a lo largo de dos naves gigantescas, separadas entre sí por decenas de columnas centrales que sujetaban el vistoso techo de bambú.

Perdomo, a quien le parecía estar caminando por una especie de catedral del siglo XXI, decidió avanzar junto a la chaqueta verde hasta la altura de la J40 caminando por el pasillo opuesto, con el fin de no ser detectados por Rescaglio, en el cada vez más improbable caso de que aún estuviera intentando embarcarse. Pero, tal y como había sospechado Perdomo, cuando por fin se asomó al otro lado del pasillo, en las inmediaciones de la susodicha puerta no había ni rastro del italiano. Los pasajeros no habían empezado a embarcar todavía pero ya se había formado una cola kilométrica, en la que se podía ver a muchas personas neuróticamente ansiosas por subirse de una vez al avión. De un lado, era como si los pasajeros pensaran que por el hecho de formar una cola pudieran acelerar el momento del embarque, presionando con su presencia y número al personal de tierra que tenía que franquearles el acceso al
finger
; de otro, también parecía como si muchos estuvieran intranquilos ante la posibilidad de llegar a perder la plaza que ya se les había asignado en el momento de la facturación y que tenían, por lo tanto, más que segura. Como la cola estaba prácticamente completa, Perdomo se acercó por fin a la puerta de embarque y recorrió en sentido inverso la fila de pasajeros, para asegurarse de que el italiano no estaba entre ellos. Mientras inspeccionaba el lugar, se le ocurrió pensar que tal vez hubiera sido más inteligente dejar que Rescaglio llegara a embarcarse en el avión, para encerrarlo en una especie de ratonera en la que le fuera imposible esconderse. Al haber dado la voz de alarma, la presa estaba sobre aviso, y en aquella gigantesca terminal había infinidad de lugares en los que poder ocultase y decenas de puertas por las que poder escabullirse. De nada servía lamentarse ya por la decisión tomada, pensó mientras llegaba hasta sus oídos, por enésima vez, el mensaje monocorde de la megafonía del aeropuerto: «Por su propia seguridad, mantengan los equipajes vigilados en todo momento…».

Y entonces se dio cuenta de que estaba escuchando algo más. Música.

56

Perdomo empezó a escuchar de pronto música sutil y lejanísima, que venía del fondo del dique, donde comenzaban las puertas de la sección H. El sonido era tan tenue que Perdomo dudó de sus propios sentidos y preguntó a la chaqueta verde si ella podía escuchar también aquella quejumbrosa melodía. Al responder afirmativamente la muchacha, Perdomo intentó escudriñar el final del pasillo, como si sus ojos estuvieran provistos de zoom y él pudiera acercarse a voluntad al punto donde había fijado la mirada. Sólo pudo divisar, al fondo, una luz blanca, casi cegadora, que le hizo achinar los ojos y que asoció en el acto a ese resplandor que se dice que los moribundos ven al final del túnel. Entonces supo que era allí hacia donde debía dirigir sus pasos.

A medida que él y la chica iban avanzando por el pasillo, ayudándose con las cintas andadoras, que escaseaban más de lo que a él le hubiera gustado, pues allí donde había módulos con tiendas no había cintas y viceversa, la música iba aumentando de volumen y Perdomo pudo por fin establecer que era un solo instrumento el que estaba sonando, aunque no supo distinguir si se trataba de un violín o de un violonchelo.

La velocidad con la que se estaba desplazando Perdomo era tal que a la chaqueta verde le costaba seguir al policía y tenía que acortar distancias de vez en cuando con una pequeña carrerita.

En aquel momento la música llegaba alta y clara hasta sus oídos, casi como si estuviera escuchándola a través de la megafonía del aeropuerto, y para sorpresa de Perdomo, fue la chaqueta verde la que logró identificarla:

—Es «El cisne», de Saint-Saëns. Lo sé porque yo hacía ballet de pequeña y esto nos lo ponía muchas veces mi profesora en la academia.

La pieza a la que acababa de hacer referencia la chaqueta verde era la más famosa de la suite
El carnaval de los animales
, de Camille Saint-Saëns. A menudo empleada por los chelistas como propina en los conciertos, la pieza lograba sugerir el lento deslizarse de un majestuoso cisne por las aguas de un lago o un estanque. No era ningún disparate que Perdomo hubiera confundido de lejos el chelo con un violín, porque en esta partitura, el chelo tenía que tocar en un registro muy agudo, pero lo que nunca hubiera podido imaginar el policía era que esa melancólica melodía estuviera siendo interpretada por Rescaglio.

El italiano, que evidentemente no se sentía ya con fuerzas para intentar la huida —en parte por el hecho de haber perdido su pasaporte para la impunidad, que era su rehén, y en parte por el enorme despliegue policial que se había organizado en la T4 en pocos minutos—, había sacado su instrumento del estuche y estaba tocando «El cisne» sin acompañamiento alguno, lo que, si bien es cierto que no restaba a la melodía de Saint-Saëns ni un ápice de su belleza original, sí le confería cierto estatismo. Faltaban las semicorcheas del piano, con lo cual la impresión que recibía el oyente era la de un cisne inmóvil, flotando en medio del estanque.

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