El violín del diablo (47 page)

Read El violín del diablo Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
3.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es por el lilium. ¿Cómo sabías que es mi flor preferida? —Luego, sin esperar su respuesta, añadió—: Tendría que estar trabajando, efectivamente, pero me ha dado plantón un niño autista y tengo unos veinte minutos hasta el próximo paciente. ¿No quieres pasar?

Milagros le hizo esperar en el recibidor mientras ella ponía el lilium en remojo y regresó al instante con la flor en un jarro de cristal, que colocó en un lugar privilegiado del salón, en el que Perdomo no había estado nunca.

—¿Y tu madre? Creí que éste era su feudo.

—Está pasando unos días en la sierra con mi hermano, así que estamos solos.

—¿Cómo es posible que hayas advertido mi llegada? —preguntó el inspector nada más sentarse en el sofá del tresillo—. He sido tan sigiloso como una pantera.

Ella sonrió recordando cómo le había sorprendido in fraganti antes de que pudiera subirse al coche y fanfarroneó con coquetería:

—No olvides que soy bruja. Sabía que ibas a venir esta mañana.

La mujer se dirigió acto seguido al equipo estéreo que había en el salón y Perdomo escuchó una voz en su interior gritando a voz en cuello: «¡Que no ponga música, por dios, que no ponga música!».

Para su alivio, su silenciosa súplica fue atendida, porque lo único que pretendía Mila era apagar el equipo estéreo. Luego fue a sentarse muy cerca de él, de manera que Perdomo casi podía sentir su calor.

—He visto la prensa, con esa terrible foto de Rescaglio muerto en el aeropuerto. ¡Cuánta sangre!

—Fue espantoso. Y tú, ¿cómo estás? ¿Recuperada del todo después de lo de la casa de Paganini?

—Sí, tengo una constitución muy fuerte. Pero dime, ¿qué pasó exactamente ayer en el aeropuerto?

—¿De verdad quieres que te cuente los detalles de la muerte de Rescaglio? Te advierto que algunos son desagradables.

—No es por morbo, es porque he estado implicada de principio a fin en esta historia y necesito conocer el final.

—Dime, ¿crees que todo está relacionado? La casa de Paganini, tu percepción extrasensorial, el violín del diablo…

—No cabe duda de que el hecho de haber tenido yo una experiencia tan intensa en la casa donde, un siglo y medio antes, fue robado el violín, fue determinante. Y sólo hay una explicación posible del porqué percibí tan claramente la presencia de Georgy en la Sala del Coro. El ruso no había abandonado aún el lugar del crimen y estuvo a punto de ser descubierto por Agostini cuando abrió la puerta por puro accidente, ya que se había perdido. Afortunadamente, su entrada se produjo cuando Georgy estaba ya subiendo las escaleras y pudo esconderse tras las butacas.

—Es decir, que durante el tiempo que Agostini permaneció en la habitación —concluyó Perdomo— Georgy estaba con él. Si el maestro hubiera tenido la mala fortuna de descubrir al ruso, ahora tendríamos no uno, sino dos cadáveres.

—¿Dónde está el violín que se llevó Georgy?

—En el juzgado. Cuando su señoría lo estime oportuno, será devuelto a los padres de Ane, que son ahora los legítimos propietarios. Lo más probable es que el padre trate de desembarazarse de él, porque el instrumento, según me aclaró Carmen Garralde, le produce malas vibraciones. ¿Quién sabe? Tal vez acabe en manos de Suntori, que es, probablemente, la persona que más dinero estaría dispuesta a desembolsar por él.

Perdomo no llevaba más de cinco minutos en compañía de Mila cuando se percató de que, pese a sus miedos iniciales, aquella mujer siempre se las arreglaba para hacerle sentir cómodo en su compañía.

Se sorprendió a sí mismo deseando que el paciente que ella estaba esperando no acabara de llegar, para no tener la desagradable sensación de que podían ser interrumpidos en cualquier momento.

—Las últimas palabras de Rescaglio fueron: «Ahora tiene que ayudarme» —empezó a resumir Perdomo—. Yo supe en el acto que lo que me estaba pidiendo era que le ayudase a morir, porque el dolor que estaba sintiendo en ese momento debía de ser indescriptible. El padre de Ane me había explicado días atrás la ceremonia del
sepukku
, en la que está prevista, efectivamente, la presencia de una persona de confianza que te ayuda en el suicidio.

—¿Murió allí mismo?

—No, lo hizo en el hospital, al cabo de varias horas. La muerte por
seppuku
es tan lenta, tan atroz, que ni siquiera los samuráis estaban dispuestos a afrontarla. El
bushido
, que es el código por el que ellos se rigen, prevé la presencia de un
kaishakunin
, un ayudante que les acorta el sufrimiento. Se colocaban a su lado, con una
katana
en la mano, y a una seña del moribundo, le cortaban la cabeza. Algunos ni llegaban a clavarse el
tantō.
Habían instruido a su ayudante para que, apenas les viesen iniciar el gesto de clavarse el cuchillo en el vientre, procedieran a decapitarles. Ayer tarde, en el aeropuerto, Rescaglio quiso que yo fuera su
kaishakunin.

—¿Y no sentiste deseos de ayudarle a morir?

—Los alaridos de aquel pobre diablo eran tan espantosos —respondió Perdomo— que la idea de utilizar el arma para que dejara de sufrir se me pasó por la cabeza, no digo que no.

—O sea que si te hubieran garantizado completa impunidad, ¿lo hubieras hecho?

—Es posible, pero no puedo afirmarlo con rotundidad. Aunque no fue sólo el miedo a las consecuencias jurídicas lo que me detuvo. Una parte de mí quería acabar con aquel horror, sabiendo que, con aquellas heridas, el italiano tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Pero por otro lado, tenía la esperanza de que viviera, para que pudiera ser juzgado y tuviera oportunidad de lamentar su crimen durante veinte años. Y luego hay algo que seguramente me remorderá la conciencia durante muchos años.

El policía agachó la cabeza consternado y durante unos segundos Milagros tuvo la sensación de que si ella no le animaba, Perdomo no se iba a atrever a descargar el peso que al parecer tenía sobre su alma. La psicóloga alargó su brazo y acarició con delicadeza la mano de Perdomo, que sintió cómo, efectivamente, aquel contacto físico le espoleaba a hablar.

—Como te he contado, el padre de Ane me había pormenorizado al detalle el ritual del
sepukku
, de manera que hubo un momento en que tal vez hubiera podido evitar el suicidio de Rescaglio y no reaccioné. En el instante mismo en que se dio cuenta de que no iba a poder embarcarse en el avión, resolvió quitarse de en medio a la japonesa, pues fue en Osaka donde transcurrió su infancia, y el ritual japonés prevé la escritura de un poema, antes de clavarse el
tantō.
Rescaglio no era poeta, sino músico, y por eso optó por tocar «El cisne» en vez de escribir. Fue su canto del cisne, o si lo prefieres, su
zeppitsu.

Perdomo se estaba refiriendo a un poema de despedida, también llamado
yuigon
, que los samuráis componían en los instantes previos al suicidio, en el que resumían sus pensamientos y emociones en aquel momento. Las dos palabras japonesas que servían para designarlo venían a decir más o menos lo mismo: «última pincelada o declaración que uno deja atrás».

—En ese momento no lo relacioné, claro —siguió explicando el policía—, pero luego Rescaglio hizo algo que tendría que haber desencadenado en mi interior todas las alarmas. Don Íñigo, el padre de Ane, me había hecho saber que los antiguos samurái envolvían el
tantō
en papel de arroz, ya que se consideraba que morir con las manos cubiertas de sangre era una ignominia. Cuando fue a guardar el chelo en el estuche, Rescaglio extrajo la pica y la envolvió en lo que tenía a mano en ese momento, que era su pañuelo. Me pareció un gesto tan extraño que estuve a punto de reaccionar y ordenar que le esposaran en el acto. Pero por alguna razón no lo hice, y eso le dio tiempo a él a abrirse el vientre. Hubo un instante en que intuí que se iba a suicidar y no hice nada por evitarlo.

La mano de Milagros, que aún seguía en contacto con la de Perdomo, se cerró sobre la del policía en un afectuoso gesto y éste le correspondió, haciendo a su vez presión sobre la de la vidente.

—Es absurdo que te culpes —dijo la mujer—. En primer lugar porque una persona determinada a quitarse la vida lo hará, tarde o temprano. Si Rescaglio no se hubiera quitado la vida en el aeropuerto lo habría hecho veinticuatro horas más tarde, en los calabozos del juzgado. Pero además está el hecho de que, para una persona como él, que no era un asesino al uso, la muerte haya sido quizá la mejor salida posible. Así que no te veas a ti mismo como la persona que pudiendo socorrerle no lo hizo, sino como la que le permitió ir a reunirse para siempre con su amada.

Perdomo agradeció de todo corazón que justo en ese momento sonara el timbre de la puerta, anunciando al nuevo paciente, porque de lo contrario —y de eso estaba profundamente convencido— era muy posible que aquél hubiera sido el comienzo de una relación sentimental con Milagros.

58

Madrid, un año después del crimen

—¿Qué hora es ya? —preguntó Gregorio, impaciente desde el asiento trasero del todoterreno conducido por Elena Ordóñez.

Perdomo, que ocupaba el asiento del copiloto, ni siquiera se molestó en mirar el reloj, que ya había consultado un par de veces en los últimos diez minutos a requerimiento de su hijo.

—Vamos con tiempo de sobra, Gregorio. No marees —le respondió su padre mientras trataba de desempañar por dentro un parabrisas que empezaba a humedecerse a causa de la lluvia incipiente.

Los tres regresaban de pasar el día en la localidad de Quijorna, en una casa de montaña propiedad de los padres de Elena, donde habían degustado el excelente cocido de la localidad, y ahora se dirigían al Auditorio Nacional para asistir al concierto que la japonesa Suntori Goto iba a ofrecer junto a la Orquesta Nacional de España dirigida por el nuevo titular. Josep Lledó había sido invitado a renunciar a su puesto después de que la prensa hiciera públicas sus simpatías hacia una organización neonazi llamada FAS, Frente Anti Semita. Perdomo nunca llegaría a confesárselo a Elena, su nueva compañera sentimental, pero había sido él la persona que había puesto en marcha a la prensa para que investigaran las conexiones neonazis de Lledó, haciendo así posible que el contencioso de la trombonista con el director de orquesta no tuviera que resolverse en los tribunales. Nada más abandonar Lledó el puesto de director artístico de la Nacional, Elena había podido recuperar su merecido puesto de primer trombón en la orquesta, aunque estaba exonerada en el concierto de aquella tarde por tratarse de una orquesta de cuerda.

Al aproximarse al Auditorio, Gregorio reconoció el lugar en el que su madre solía dejar aparcado el coche cuando iban a los conciertos, pero cuando iba a señalárselo a su padre, éste se anticipó:

—Lo sé, lo sé: el sitio de mamá. Mi escondrijo, ¿no?

Gregorio se limitó a sonreír y Perdomo indicó a Elena que podía dejar aparcado el vehículo con toda tranquilidad en aquel lugar, a pesar de la prohibición, pues estaba más que comprobado que allí la policía municipal nunca ponía multas.

La plaza de Rodolfo y Cristóbal Halffter, por la que se accede a la Sala Sinfónica del Auditorio, solía estar atestada de gente en los minutos previos al concierto, pero aquella tarde el bullicio era aún mayor, hasta el punto de que a Perdomo aquello le pareció el mercado del Rastro en hora punta. Perdomo reconoció de pronto, entre los espectadores que abarrotaban el lugar, a Natalia de Francisco, la amiga de Lupot, que había acudido al concierto en compañía de su marido, Roberto Clemente. Tras las presentaciones de rigor, Natalia explicó a Perdomo que había una gran confusión en torno al horario del concierto. Un ujier estaba diciendo que se iba a retrasar una hora por causas aún no determinadas, pero algunos espectadores habían comentado que Suntori había sufrido un misterioso accidente y que el concierto había quedado pospuesto para otro día.

—Lo mejor —propuso Natalia— es esperar un rato hasta que nos den una explicación oficial; mientras tanto podemos ir a tomar algo a Intermezzo.

Unos minutos más tarde los dos
luthiers
departían en la cafetería con Perdomo, Elena y Gregorio, y como no podía ser de otra manera, la conversación —o más bien el monólogo del inspector— se centraba alrededor del crimen que había tenido lugar el año anterior.

—Aquí tenéis —dijo orgulloso el policía al tiempo que ponía la mano sobre el hombro de su hijo— a la persona que descifró el código musical con el que Rescaglio consiguió atraer a Ane hasta la Sala del Coro. La investigación posterior al crimen puso de relieve que Ane y su prometido se vieron forzados desde la adolescencia a idear un lenguaje secreto con el que comunicarse, debido a la fortísima oposición al noviazgo de la madre de ella. Ambos intercambiaban mensajes cifrados disfrazados de inocentes partituras musicales a los que doña Esther no tenía manera de acceder. Aquel juego, que nació por una necesidad de privacidad de la pareja, continuó tras la adolescencia por puro divertimiento: a los dos les gustaba comunicarse en un lenguaje absolutamente incomprensible para los demás. El día del concierto Rescaglio dejó a Ane una partitura cifrada en el camerino. Tenían ya tal práctica que ni siquiera necesitaban unir con líneas las cabezas de las notas para enterarse de lo que decían los mensajes. Esa partitura bastó para que ella creyera que Rescaglio la estaba esperando en la Sala del Coro, para tener un momento de intimidad. Por Carmen Garralde supimos que a Ane le gustaba tener encuentros eróticos antes del concierto; decía que así salía al escenario cargada de energía. Como la noche en que murió se entretuvo hablando con Agostini en el camerino, Rescaglio tuvo la excusa perfecta para dejar ese encuentro carnal para después del concierto. Entró a desearle suerte, y le dejó la partitura cifrada, en la que la invitaba a hacer en la Sala del Coro lo que no había podido hacer antes, en el camerino.

—Pero ¿cómo es que llevaba consigo su violín? ¿Por qué no lo dejó bajo llave? —objetó Roberto.

—Rescaglio la forzó a ello, al robar la llave del camerino. Entró a darle un beso antes del concierto y debió de ver la llave sobre una pequeña bandeja plateada que había en la mesita. Le dijo a Ane que uno de los contrabajos quería que le firmara un autógrafo en la partitura que traía. Como estaba entretenida, hablando con Agostini, Ane le sugirió que la dejara sobre la mesa, para firmarla más tarde. En ese momento aprovechó para coger la llave, de manera que tenía la certeza que a la Sala del Coro iría con el violín, porque no tenía manera de dejarlo en un camerino abierto.

Other books

Rosie by Alan Titchmarsh
Uncle Al Capone by Deirdre Marie Capone
Untouchable by Scott O'Connor
Honky Tonk Christmas by Carolyn Brown
Three Wishes by Jenny Schwartz
Rose of the Mists by Parker, Laura
The Price of Freedom by Jenny Schwartz
Witch Interrupted by Wallace, Jody
Queen of the Dark Things by C. Robert Cargill