Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
Se separó un poco para recomponerse la ropa y secarse las lágrimas, y cuando lo hizo Rubén se dio la vuelta otra vez, como si le diera más vergüenza verla vestirse de lo que le podría dar a ella estar medio desnuda delante de él.
Mientras se colocaba el abrigo, se preguntó Anna si Rubén habría matado al militar, pero no quiso decirle nada, al menos no todavía. El miedo no es una sensación de la que una pueda desprenderse fácilmente, pero aún más difícil era controlar la emoción de haberse vuelto a encontrar con Rubén.
Antes de abandonar la Luissenstrasse se cruzaron con un Jeep pero, o no los habían visto o no les apetecía detenerse para pedirles la documentación. Durante más de veinte minutos caminaron por el sector británico, junto al Spree, bordeando el norte de Tiergarten, y luego entraron en un café en el que apenas había gente, pero sobre todo no había nadie que llevara el uniforme de ninguno de los ejércitos de ocupación de Berlín.
Se sentaron en el rincón que estaba más lejos de la ventana. Rubén lo hizo de espaldas a la pared y frente a la puerta, después de haber mirado uno a uno discretamente a los escasos clientes que poblaban el local. Se había quitado el sombrero, y, de no ser por las gafas y el brillo de sus ojos, a ella se le ocurrió que tal vez nunca lo habría reconocido.
Pensó también Anna que se sentía lo bastante seguro en aquel café como para poder sentarse y beber tranquilamente la jarra de cerveza que había pedido. Ella todavía no había probado ni un sorbo de la suya. Miraba a Rubén, que acababa de guardarse en la cartera el cambio de la consumición. No llegó a ver en qué moneda había pagado, pero, en cualquier caso, si llevaba dinero encima y estaba en Berlín y tenía documentos para poder moverse por la ciudad, era porque lo habían ayudado. Gente del partido, seguro.
Mientras lo había visto pedir en la barra, Anna procuró fijarse en Rubén sin que él pudiera verla. Los años de cautiverio eran evidentes. Parecía otro, un enfermo se le antojaba, y su cabello, antes abundante y espeso, ahora era tan fino que parecía a punto de quebrarse y se había nevado de canas.
—¿Lo has matado? —fue lo primero que se le ocurrió decirle cuando él la miró a los ojos desde el otro lado de la mesa. Había tantas cosas que él podría reprocharle, y si había llegado hasta Berlín era porque las sabía, que procuró retrasar el momento de enfrentarse a ello.
Rubén tragó despacio la cerveza y después la miró un momento, como si le extrañase que la primera frase que ella le dijera después de tantos años fuera que si había matado a un hombre.
—Si no lo has matado, mejor. Aunque hubiera sido en defensa propia, aunque lo hayas hecho para salvarme porque… Porque ese hombre iba a tratar de forzarme. Hubiera sido muy complicado para ti. Él es un sargento del ejército de los Estados Unidos.
Rubén se encogió de hombros.
—Si te digo la verdad, me da lo mismo.
Anna no sintió alivio al escuchar la respuesta. Sabía que matar a un militar norteamericano, a Rubén, o a cualquiera, solo podría acarrearle problemas.
—Espero que no —insistió—. Matarlo no hubiera solucionado nada. Aunque se lo mereciera —añadió, tapándose la chaqueta maltrecha con el abrigo que aún no se había quitado.
Rubén arrancó otro trago a la jarra de cerveza. Anna seguía sin probar la suya.
—Ha pasado mucho tiempo.
Ella asintió.
—Rubén, yo…
—Mucho tiempo —dijo de nuevo—. Hiciste bien en seguir con tu vida. No te culpo. Visto todo lo que ha sucedido después, fue la mejor decisión. Yo mismo pienso muchas veces que estoy vivo de milagro.
Sin embargo, Anna pensaba a veces que lo mejor sería haberse muerto y no tener que estar ahora en Berlín cumpliendo una misión que ojalá fuera la última. Muerta y no haberse encontrado con Rubén a pesar de todo lo que se alegraba de que estuviera vivo.
—Tenemos que hablar, Rubén. Han pasado muchos años y demasiadas cosas.
—Pero fíjate. Al final todo ha cambiado —miró al otro lado de la ventana del café, como si al hacerlo pudiera abarcar la ciudad en ruinas— y todavía habrá de cambiar mucho más.
—Eso no va a ser tan sencillo.
Parecía que Rubén no la escuchaba. Se había quedado absorto mirando la oscuridad al otro lado del cristal, los escombros, la niebla espesa.
—¿Por qué has vuelto a Berlín, Anna? —le preguntó, por fin, como si hubiera regresado de otro mundo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella prefirió no hablar de Franz Müller todavía.
—Tal vez con el tiempo todo volverá a ser como antes. Será cuestión de mucho esfuerzo y de paciencia —también miró por la ventana, se quedó un momento callada y repitió—, mucho esfuerzo y mucha paciencia. ¿Y tú? ¿Por qué has venido a Berlín?
—Porque quería verte. Enterarme de qué te había pasado. Saber si habías sobrevivido a la guerra, que me dijeras por qué me olvidaste por un ingeniero alemán. ¿Acaso has venido hasta aquí para buscarlo a él?
Anna cogió su jarra de cerveza. Le robó, por fin, el primer sorbo.
—Rubén, me dijeron que habías muerto. Y yo nunca te dejé por nadie. De hecho, si accedí a conocerlo fue para ayudarte, para salvarte.
Él asintió, lentamente, como si no la escuchase o como si estuviera calibrando la verdad de sus palabras.
—Entonces a lo mejor estoy vivo por eso, porque tú me ayudaste —hablaba sin mirarla, absorto en la niebla. Luego se volvió hacia ella, se quedó mirándola, y lo que iba a decir dibujó en su cara algo parecido a una sonrisa.
Anna negó con la cabeza. Él volvió a desviar los ojos hacia la niebla que cada vez se le antojaba más cerca, parecía que iba a atravesar la ventana.
—Yo quiero estar contigo, Rubén. Que me cuentes todo lo que te ha pasado durante estos años.
—Mejor no quieras saberlo —respondió, y luego levantó la jarra—. Me gustaría tomar otra, pero no puedo invitarte.
Anna sonrió. Y había sido de verdad, porque vio que los ojos de Rubén se iluminaron.
Tragó saliva el resucitado. Anna vio cómo le subía y bajaba la nuez en el cuello flaco.
—Me ha hecho muy feliz volver a verte —le dijo, y hasta entonces ella no se dio cuenta de que tal vez la intención de Rubén al levantarse había sido la de marcharse enseguida.
Anna también se puso de pie. Cuando consiguió sujetar su brazo ya estaba en la puerta.
—No te vayas, por favor. Quédate conmigo.
Rubén sonrió, y ella no quiso pensar que era desprecio lo que significaba la mueca de su rostro.
—Tengo que irme, Anna. He venido hasta aquí porque quería verte de nuevo. Eso es todo.
Ya estaban en la calle. Anna se levantó las solapas del abrigo para protegerse del frío.
—Hay muchas cosas que debo explicarte. Déjame que lo haga y luego podremos volver juntos a París. Empezar de nuevo. Estar juntos los dos.
Rubén humilló la mirada. París. Los dos juntos otra vez. Ojalá que eso fuera posible. Ya había decidido que no, hacía mucho. Pero Anna se había abrazado a él y seguía tratando de convencerlo.
—Cuando termine lo que he venido a hacer aquí podremos volver juntos. Solos tú y yo. Empezar una nueva vida.
Rubén tenía su cara pegada a la suya. Sentía su mejilla suave. No podía ver sus ojos. Rubén apretó los párpados antes de formular la pregunta otra vez.
—¿Por qué has venido a Berlín, Anna? ¿Por qué no te has quedado en París? —y cuando se lo preguntó la abrazó con más fuerza. No quería ver la expresión indecisa de su rostro mientras buscaba una explicación coherente, una excusa razonable que justificase su presencia en la capital devastada de un país que había invadido Francia. Ni aunque su madre fuera alemana. A él se lo había llevado la Gestapo—. ¿Acaso pensabas quedarte aquí para siempre?
Ahora fue ella la que buscó refugio en la niebla. Para siempre. Hacía muchos años que había dejado de utilizar esas dos palabras. Para siempre. Para siempre era cuando vivía en París con Rubén. Para siempre cuando los alemanes iban a estar ocupando Francia. Para siempre cuando se marcharon al cabo de cuatro años. Para siempre cuando la OSS la iba a dejar en paz cuando terminase aquella última misión en Berlín. Para siempre fue también la conclusión a la que había llegado mucho tiempo después de que se hubieran llevado detenido a Rubén, y ahora había regresado de las tinieblas.
—Nada es para siempre, Rubén —dejó de mirar a la niebla y lo miró a él—. Nada. Por desgracia, tú debes de saberlo tan bien como yo. Pero tenemos que hablar. Hay muchas cosas que quiero que sepas.
Ahora se habían separado un instante. Seguían agarrados, pero ya no era un abrazo. Desde fuera podría parecer que eran dos amigos que antes fueron una pareja y que ahora, al saludarse después de haber pasado mucho tiempo sin verse y haberse dado un abrazo, de repente se hubieran dado cuenta de que la cercanía física a la que estuvieron acostumbrados les resulta incómoda.
—Yo también podría contarte muchas cosas. Pero seguro que las mías son menos divertidas.
Anna casi sonrió. Muchas veces, durante todos estos años que había estado sin él, había echado de menos su sentido del humor. Las dosis justas de cinismo reparador que conseguían aliviar muchas veces los problemas. Pero ahora era diferente.
—Te busqué, Rubén. No dejé de pelear para ayudarte, para saber lo que te había pasado, para que alguien me dijera el nombre del lugar a donde te habían enviado.
Él asintió. Apuntó una mueca.
—Me lo han contado en París.
Ese gesto que no llegaba a ser una sonrisa seguía en su cara. Era una expresión que no conocía, o no recordaba.
—No has venido a Berlín por eso. No estás aquí porque yo luché todo lo que pude para ayudarte cuando la Gestapo vino a detenerte.
Rubén bajó los ojos.
—También me han contado otras cosas.
Cuando lo dijo, Anna sintió que Rubén se había retirado un poco, que si aún se tocaban era porque las manos de ella sujetaban los brazos de él, y que, si no lo hacía, él no tendría ningún inconveniente en marcharse de allí, que tal vez no volvería a verlo nunca más.
Le habían contado muchas cosas. No hacía falta preguntarle a qué se refería. Y tampoco iba a servir de mucho explicarle ahora que si se había acercado a Franz Müller fue para contribuir, en lo que ella pudiera, a derrotar a los nazis. Luego cambiaron sus sentimientos, pero ella no lo había planeado. Quién puede prever lo que le va a suceder en su vida. Y tampoco iba a decirle ahora a Rubén —se sentiría demasiado cruel y ruin— que llegó un momento en el que, por mucho que le costase admitirlo, tuvo que aceptar que él había muerto para poder seguir viviendo. No había podido dejar de sentirse una traidora desde que empezó a encariñarse de Franz Müller, y los remordimientos estuvieron a punto de devorarle las entrañas, pero la única verdad, la que más le dolía admitir, y la que más le importaba, era que para seguir adelante había llegado a un punto en el que tuvo que aceptar que Rubén había muerto para seguir viviendo. Era lo peor de todo. Y ahora, al darse cuenta de que ya no podía retener por más tiempo las manos de Rubén entre las suyas, estaba convencida de que acaso era eso de lo único que tenía que arrepentirse, y que todo lo demás no importaba. Ni siquiera haberse convertido en una espía para Bishop, o haberse comportado con Franz Müller como si fuera una furcia, la hacían sentirse peor que haberse querido convencer de que Rubén estaba muerto para seguir adelante con su vida sin remordimientos, poder pasear del brazo de Franz Müller por las calles de París como si no hubiera guerra, y el ingeniero alemán, que era una buena persona y había venido a pasar unos días de vacaciones y ella no fueran sino una pareja cualquiera de las que disfrutaban de su amor por la ciudad.
Las primeras veces, sobre todo al principio, cuando estar con Franz Müller empezó a ser menos una obligación impuesta por Bishop que un deseo que la arrastraba como si fuera una adolescente, Anna no dejaba de engañarse diciéndose que lo que estaba pasando era solo una misión, que si paseaba cogida de la mano de ese hombre amable por el bulevar Beaumarchais era porque con ello contribuiría a la derrota de los nazis, que un ingeniero que trabajaba en un proyecto secreto del III Reich era una pieza demasiado cotizada como para desperdiciarla, y que si a ella le había tocado el papel de concubina no le quedaba más remedio que aceptarlo, pero en el fondo, en un rincón de su alma en el que jamás podría entrar nadie y que estaba segura de que Robert Bishop en aquella época ni siquiera podría sospechar, había sentido que dentro de ella brotaba algo nuevo, una sensación distinta, un placer que cuando se acordaba de Rubén no podía evitar encontrar perverso, y que, aunque ahora se sintiera tan ruin o tan sucia al recordarlo, la única forma que tenía de seguir adelante con su vida y con la misión que le habían encomendado, era aceptando que Rubén había muerto.
Pero cómo contárselo. Por muy mal que ella lo hubiera pasado, seguro que no podría compararse con el padecimiento de Rubén, cuyas manos ahora resbalaban de las suyas sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
—Lo sé todo, Anna —lo dijo y se encogió de hombros, como si lo aceptase o acaso hubiera llegado a un momento de su vida en que ya nada le importase. Y luego se calló y la miró a los ojos, como si le costase mucho trabajo pronunciar las siguientes palabras—. Me contaron que hiciste cuanto estuvo en tu mano por ayudarme. Pero donde he estado era imposible poder hacer nada —ahora bajó los ojos, como si no quisiera recordar—. Pero también me contaron que te habías enamorado de otro hombre.
Anna abrió la boca para explicarse, pero Rubén negó con la cabeza, con una energía que a ella le pareció como de un demente o que no encajaba en su cuerpo tan delgado, igual que no le parecía posible que un hombre que ahora era una sombra tan débil de lo que fue, hubiera sido capaz de golpear con tanta fuerza al sargento norteamericano que había intentado violarla.
—No hace falta que me des explicaciones, Anna. No es culpa tuya. Yo estaba muerto. Y llevo muerto mucho tiempo a pesar de que ahora estoy aquí contigo.
—¡No, Rubén! ¡No!
Ahora era él quien la sujetaba por los hombros, como si fuera a sacudirla para ayudarla a despertar de una pesadilla.
—Escúchame. He venido porque quería verte otra vez. Han pasado cinco años. Cuando me enteré de lo tuyo pensé que quería morirme otra vez, y luego me dije que vendría hasta aquí para que me contaras lo que pasó, pero, ¿sabes una cosa? He llegado a la conclusión de que no tiene sentido, a estas alturas ya no. Yo he sufrido mucho, y estoy seguro de que tú también. En París me contaron algunas cosas malas de ti: que empezaste a colaborar con la Resistencia y que luego los traicionaste, que hubo gente que murió por tu culpa. Nunca me las he creído. Cuando salí de París me decía que venía para pedirte explicaciones, pero era solo para buscar una excusa que justificase este viaje tan largo y tan extraño. Porque al final la única excusa era que quería verte de nuevo, Anna, solo eso. Verte por última vez.