El vizconde demediado (7 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El vizconde demediado
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Pero los dos viejecitos tramaban algo. Y al día siguiente ataron a Pamela y la encerraron en casa con las bestias; y fueron al castillo a decirle al vizconde que si quería a su hija fuera a buscarla, que ellos estaban dispuestos a entregársela.

Pero Pamela sabía hablar a sus bestias. A picotazos los patos la liberaron de las ataduras, y a cornadas las cabras derribaron la puerta. Pamela echó a correr, cogió consigo la cabra y el pato preferidos, y se fue a vivir al bosque. Vivía en una gruta conocida sólo por ella y por un niño que le llevaba la comida y las noticias.

Aquel niño era yo. En el bosque con Pamela todo era una delicia. Le llevaba fruta, queso y pescado frito y ella me daba a cambio alguna taza de leche de la cabra y algún huevo de pato. Cuando se bañaba en los estanques y los riachuelos yo montaba guardia para que nadie la viese.

Por el bosque pasaba a veces mi tío, pero se mantenía alejado, aunque manifestando su presencia de la triste manera de costumbre. A veces un derrumbe de piedras rozaba a Pamela y a sus bestias; a veces un tronco de pino en el que ella se apoyaba cedía, minado por la base a fuerza de hachazos; a veces una fuente aparecía inficionada por restos de animales muertos.

A mi tío le dio por ir de caza, con una ballesta que conseguía manejar con el único brazo. Pero todavía se había vuelto más lóbrego y sutil, como si nuevas penas royeran lo que quedaba de su cuerpo.

Un día, el doctor Trelawney iba por los campos conmigo cuando el vizconde nos salió al encuentro a caballo y casi le embistió haciéndole caer. El caballo se había parado con el casco sobre el pecho del inglés, y mí tío dijo:

—Acláreme esto, doctor: tengo una sensación como si la pierna que no tengo estuviera cansada por una gran caminata. ¿Qué puede ser?

Trelawney se confundió y balbució como acostumbraba, y el vizconde se alejó. Pero la pregunta tuvo que haber impresionado al doctor, porque se puso a reflexionar, sujetándose la cabeza con las manos. Nunca había visto en él tanto interés por una cuestión de medicina humana.

VII

En torno a Pratofungo crecían matas de menta y setos de romero, y no se sabía si eran de naturaleza salvaje o bancales de un huerto de plantas aromáticas. Yo vagaba con el pecho cargado de un aire dulzarrón y buscaba el camino para reunirme con la vieja nodriza Sebastiana.

Desde que Sebastiana había desaparecido por el sendero que llevaba a la aldea de los leprosos, yo recordaba más a menudo que era huérfano. Me desesperaba por no saber nada de ella; le preguntaba a Galateo, gritando desde lo alto de un árbol cuando él pasaba; pero Galateo era enemigo de los niños que a veces le arrojaban lagartos vivos desde lo alto de los árboles, y daba respuestas burlonas e incomprensibles con su voz melosa y retumbante. Y ahora a la curiosidad de entrar en Pratofungo se añadía la de volver a encontrar a la robusta nodriza y correteaba sin descanso entre las matas olorosas.

Y de pronto, de un matorral de tomillo, se alzó una figura vestida de claro, con un sombrero de paja, y caminó hacia el pueblo. Era un viejo leproso y yo quería preguntarle por la nodriza, y acercándome lo necesario para hacerme oír, pero sin gritar, dije: «¡Ea, señor leproso!»

Pero en aquel momento, quizá despertada por mis palabras, otra figura se sentó, justamente a mi lado, y se desperezó. Tenía el rostro lleno de escamas como una corteza seca, y una lanosa y escasa barba blanca. Sacó del bolsillo un pito y me lanzó un trino, como si se mofara de mí. Reparé entonces en que la tarde soleada estaba llena de leprosos tumbados, escondidos entre las matas, y ahora se iban levantando con sus claros sayos, y caminaban a contraluz hacia Pratofungo, sosteniendo en la mano instrumentos musicales o herramientas de jardinero, con los que hacían ruido. Yo me había apartado para alejarme de aquel hombre barbudo, pero casi di con una leprosa sin nariz que se estaba peinando entre las ramas de un laurel, y por mucho que saltaba por el campo siempre encontraba a otros leprosos y me daba cuenta de que los pasos que estaba dando sólo podían ser en dirección a Pratofungo, cuyos techos de paja adornados con festones de cometa ya estaban cerca, al pie de aquel declive.

Los leprosos me prestaban atención sólo de vez en cuando, con guiños y acordes de organillo, pero me parecía que en el centro de su marcha estaba precisamente yo y que me estaban acompañando a Pratofungo como a un animal capturado. En la aldea las paredes de las casas estaban pintadas de lila y en una ventana una mujer medio desvestida, con manchas lilas en el rostro y el pecho, que tocaba la lira, gritó:

—¡Han regresado los jardineros! —y tocó la lira.

Otras mujeres se asomaron a las ventanas y a las azoteas haciendo sonar cencerros y cantando:

—¡Bien venidos, jardineros!

Yo procuraba mantenerme en medio de aquella callejuela y no tocar a nadie; pero me encontré como en una encrucijada, con leprosos por todos lados, hombres y mujeres sentados en los umbrales de sus casas, con los sayos harapientos y desteñidos en los cuales se entreveían bubones y vergüenzas, y entre los cabellos flores de espino albar y anémonas.

Los leprosos daban un concierto que habría dicho que era en mi honor. Algunos inclinaban los violines hacia mí con exageradas dilaciones del arco, otros apenas les miraba croaban como las ranas, otros me mostraban extraños muñecos que subían y bajaban por un hilo. El concierto se componía de muchos y muy discordes gestos y sonidos, pero había una especie de estribillo que repetían de vez en cuando:

—El polluelo sin manchitas, con las moras se manchó.

—Busco a mi nodriza —grité—, la vieja Sebastiana: ¿sabéis dónde está?

Se echaron a reír, con aquel aire suyo engreído y maligno.

—¡Sebastiana! —grité—. ¡Sebastiana! ¿Dónde estás?

—Hela aquí, chico —dijo un leproso—, buen chico —e indicó una puerta.

La puerta se abrió y salió una mujer olivácea, quizá musulmana, semidesnuda y tatuada, con colas de cometa encima, que empezó una danza licenciosa. No comprendí bien lo que sucedió después: hombres y mujeres se arrojaron unos sobre otros e iniciaron aquello que más tarde supe que debía ser una orgía.

Me hice chico, chico, cuando de pronto la corpulenta y vieja Sebastiana se abrió paso por aquel círculo.

—¡Puercos asquerosos! —dijo—. Un poco de miramiento por un alma inocente al menos.

Me cogió de la mano y me sacó afuera mientras ellos cantaban:

—¡El polluelo sin manchitas, con las moras se manchó!

Sebastiana estaba vestida con ropas de color violeta claro de forma casi monacal y ya alguna mancha afeaba sus mejillas sin arrugas. Yo me sentía feliz por haber encontrado a la nodriza, pero desesperado porque me había cogido de la mano y contagiado con seguridad la lepra. Y se lo dije.

—No tengas miedo —respondió Sebastiana—, mi padre era un pirata y mi abuelo un eremita. Conozco las virtudes de todas las hierbas, tanto contra nuestras enfermedades como contra las moriscas. Ellos se entonan con orégano y malva; yo, en cambio, a la chita callando con borraja y berro me hago unos potingues que la lepra no la pillaré mientras viva.

—Pero ¿y esas manchas que tienes en la cara, nodriza? —le pregunté muy aliviado pero no convencido aún del todo.

—Pez griega. Para hacerles creer que también yo tengo la lepra. Ven conmigo que te haré beber una de mis tisanas calentita calentita, porque cuando se anda por estos parajes toda prudencia es poca.

Me había llevado a su casa, una cabañita un poco apartada, limpia, con ropa tendida; y conversamos.

—¿Y Medardo? ¿Y Medardo? —me preguntaba ella, y cada vez que yo hablaba me quitaba la palabra de la boca—. ¡Pero qué granuja! ¡Qué bandido! ¡Enamorado! ¡Pobre muchacha! Pues aquí, ¡no os lo podéis imaginar! ¡Si supierais las cosas que despilfarran! Todo lo que nos quitamos nosotros de la boca para dárselo a Galateo, ¿sabes qué hacen con ello aquí? Ese mismo Galateo de bueno nada, ¿sabes? Un mal sujeto, ¡y no es el único! ¡Las cosas que hacen por la noche! ¡Y durante el día, también! Y estas mujeres, ¡tan desvergonzadas no las había visto nunca! Si al menos supieran remendar la ropa, ¡pero ni eso! ¡Desordenadas y andrajosas! Ah, yo se lo he dicho en la cara… Y ellas, ¿sabes qué me han contestado ellas?

Al día siguiente, muy contento por esta visita a la nodriza fui a pescar anguilas.

Lancé el sedal en un laguito del torrente y esperando me dormí. No sé cuánto duró mi sueño; un ruido me despertó. Abrí los ojos y vi una mano alzada sobre mi cabeza, y en esa mano una peluda araña roja. Me volví y era mi tío en su negra capa.

Di un salto lleno de espanto, pero en ese momento la araña mordió la mano de mi tío y desapareció rápidamente. Mi tío se llevó la mano a los labios, chupó ligeramente la herida y dijo:

—Dormías y he visto una araña venenosa que corría velozmente hacia tu cuello desde aquella rama. He puesto delante mi mano y ya ves, me ha picado.

No creí ni una palabra: por lo menos, ya había atentado contra mi vida otras tres veces con sistemas parecidos. Pero no había duda de que ahora esa araña le había mordido la mano y la mano se le hinchaba.

—Tú eres mi sobrino —dijo Medardo.

—Sí —respondí un poco sorprendido porque era la primera vez que demostraba reconocerme.

—Te he reconocido enseguida —dijo. Y añadió—: ¡Ah, araña! ¡Sólo tengo una mano y tú quieres envenenármela! Pero claro, es mejor que le haya tocado a mi mano que no al cuello de este chico.

Que yo supiera, mi tío nunca había hablado así. El pensamiento de que estaba diciendo la verdad y de que se había vuelto bueno de repente me pasó por la cabeza, pero enseguida lo rechacé: simulaciones y engaños eran habituales en él. Desde luego, parecía muy cambiado, con una expresión ya no tensa y cruel, sino lánguida y afligida, quizá por el miedo y el dolor de la picadura. Pero era también la vestimenta polvorienta y de hechura un poco distinta de la habitual lo que daba esa impresión: su capa negra estaba un poco despedazada, con hojas secas y erizos de castaña pegados a los faldones; tampoco la ropa era del acostumbrado terciopelo negro, sino de un dril gastado y desteñido, y la pierna ya no iba enfundada en la alta bota de cuero, sino en una media de lana a rayas azules y blancas.

Para demostrar que no me interesaba por él, fui a mirar si por casualidad había picado alguna anguila en mi sedal. Anguilas no había, pero vi que en el anzuelo brillaba un anillo de oro con diamantes. Lo saqué fuera y sobre una piedra estaban las armas de los Terralba.

El vizconde me seguía con la mirada y dijo:

—No te sorprendas. Al pasar por aquí he visto una anguila que se agitaba cogida al anzuelo y me ha dado tanta lástima que la he liberado; luego, pensando en el daño que con mi gesto había ocasionado al pescador, he querido recompensarle con mi anillo, último objeto de valor que me queda.

Yo estaba boquiabierto. Y Medardo continuó:

—Aún no sabía que el pescador eras tú. Después te he encontrado dormido en la hierba y el gusto por verte se ha convertido enseguida en aprensión por aquella araña que te caía encima. El resto ya lo sabes —y así diciendo se miró con tristeza la mano hinchada y amoratada.

Podía ser que todo fuera una sarta de crueles engaños; pero yo pensaba en lo hermoso que habría sido un imprevisto cambio en sus sentimientos, y cuánta alegría habría dado a Sebastiana, a Pamela, a todos los que sufrían por su crueldad.

—Tío —dije a Medardo—, espérame aquí. Voy corriendo a ver a la nodriza Sebastiana que conoce todas las hierbas y me dará la que cura las picaduras de las arañas.

—La nodriza Sebastiana… —dijo el vizconde, tendido con la mano en el pecho—. ¿Cómo está, pues?

No me atreví a decirle que Sebastiana no había cogido la lepra y me limité a decir:

—Bueno, así así. Me voy.

Y me marché corriendo, con el deseo más que nada de preguntarle a Sebastiana qué pensaba de estos extraños fenómenos.

Encontré a la nodriza en su pequeña cabaña. Estaba deshecho por la carrera y la impaciencia, y le hice un relato un poco confuso, pero la vieja se interesó más por la mordedura que por las buenas acciones de Medardo.

—¿Una araña roja, dices? Sí, sí, conozco la hierba adecuada… A un leñador se le hinchó un brazo, una vez… ¿Se ha vuelto bueno, dices? Pues, qué quieres que te diga, siempre fue así, también a él hay que saber cómo tratarle… Pero ¿dónde he puesto esa hierba? Sólo hay que hacer una compresa. Un bribón desde pequeño, Medardo… He aquí la hierba, sabía que tenía guardado un saquito… Siempre lo mismo: cuando se hacía daño venía llorando a la nodriza… ¿Es profunda esa mordedura?

—Tiene la mano izquierda hinchada así —dije.

—Ah, ah, niño… —rió la nodriza—. La izquierda… ¿Y dónde la tiene, Maese Medardo, la mano izquierda? La dejó en Bohemia, allá entre los turcos, que el diablo se los lleve, la dejó allá, toda la mitad izquierda de su cuerpo…

—Sí, ya —dije yo—, y sin embargo… él estaba allí, yo aquí, tenía la mano vuelta así… ¿Cómo puede ser?

—¿Ya no distingues la derecha de la izquierda, ahora? —dijo la nodriza—. Sin embargo, lo aprendiste a los cinco años…

Ya no entendía nada. Sin duda, Sebastiana tenía razón, pero yo lo recordaba todo al revés.

—Llévale esta hierba, entonces, venga —dijo la nodriza y salí corriendo.

Llegué sin aliento al torrente pero mi tío ya no estaba. Miré por todas partes: había desaparecido con su mano hinchada y envenenada.

Se hacía de noche y caminaba yo entre los olivos. Y de pronto lo veo, envuelto en la capa negra, de pie en una orilla apoyado en un tronco. Me daba la espalda y miraba hacia el mar. Sentí que volvía a tener miedo y, a duras penas, con un hilo de voz, conseguí decir:

—Tío, aquí tienes la hierba para la picadura…

La media cara se volvió enseguida, contrahecha en una mueca feroz.

—¿Qué hierba, qué picadura? —gritó.

—La hierba para curar… —dije.

Aquella expresión dulce de antes había desaparecido, había sido un momento pasajero; ahora quizá lentamente le volvía, en una sonrisa tensa, pero se veía que la fingía.

—Sí… muy bien… métela en el agujero de aquel tronco… la cogeré más tarde… —dijo.

Obedecí y metí la mano en el agujero. Era un nido de avispas. Se me echaron todas encima. Arranqué a correr, perseguido por el enjambre, y me arrojé al torrente. Nadé bajo el agua y conseguí desperdigar las avispas. Levantando la cabeza, oí la oscura carcajada del vizconde que se alejaba.

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