Read El vizconde demediado Online
Authors: Italo Calvino
Una vez más había conseguido engañarnos. Pero no entendía muchas cosas, y fui a ver al doctor Trelawney para comentárselas. El inglés estaba en su casita de sepulturero, a la luz de una lamparilla, inclinado sobre un libro de anatomía humana, cosa rara.
—Doctor —le pregunté—, ¿se sabe de algún hombre que haya salido indemne de una picadura de araña roja?
—¿Araña roja, dices? —contestó el doctor—. ¿A quién ha mordido la araña roja, ahora?
—A mi tío el vizconde —dije—, y ya le había llevado la hierba de la nodriza cuando de bueno que parecía se hubiese convertido se ha vuelto malo y ha rechazado mi ayuda.
—Ahora mismo he curado al vizconde de la picadura de una araña roja en la mano —dijo Trelawney.
—Y dígame, doctor: ¿le ha parecido bueno o malo?
Entonces el doctor me contó lo que había pasado.
Después de que yo había dejado al vizconde tumbado en la hierba con la mano hinchada, pasó por allí el doctor Trelawney. Se percata del vizconde, y atemorizado como siempre, trata de esconderse entre los árboles. Pero Medardo ha oído los pasos y se levanta y grita:
—Eh, ¿quién anda por ahí?
El inglés piensa: «Si descubre que soy yo el que se esconde, ¡quién sabe lo que trama en contra de mí!», y huye para que no le reconozca. Pero tropieza y cae al laguito del torrente. Aun habiendo pasado la vida en barcos, el doctor Trelawney no sabe nadar, y se debate en medio del laguito, y pide ayuda.
Entonces el vizconde dice:
—Espera un poco —y va a la orilla, baja hasta el agua colgándose, con su mano dolorida, de una raíz de árbol que resale, se estira hasta que a su pie se puede aferrar el doctor. Alto y delgado como es, le sirve de cuerda para que él pueda alcanzar la orilla.
Y ya están a salvo y el doctor balbucea:
—Oh, oh, milord… gracias, de verdad, milord… cómo puedo… —y estornuda en su cara, porque ha cogido un resfriado.
—¡Jesús! —dice Medardo—, pero cúbrase, por favor —y le pone su capa sobre los hombros.
El doctor se echa atrás, confundido como nunca. Y el vizconde le dice:
—Tenga, es suyo.
Entonces Trelawney se da cuenta de la mano hinchada de Medardo.
—¿Qué animal le ha picado?
—Una araña roja.
—Deje que le cure, milord.
Y le lleva a su casita de sepulturero, en donde se ocupa de la mano con fármacos y vendas. Mientras, el vizconde charla con él lleno de humanidad y cortesía. Se separan con la promesa de volverse a ver pronto y fortalecer la amistad.
—¡Doctor! —dije yo, tras haber escuchado su explicación—. El vizconde que usted ha curado se ha vuelto a entregar poco después a su cruel locura y me ha echado una nube de avispas encima.
—No el que he curado yo —dijo el doctor y guiñó un ojo.
—¿Qué quiere decir, doctor?
—Lo sabrás enseguida. Ahora no digas nada a nadie. Y déjame con mis estudios, que se avecinan tiempos difíciles.
Y el doctor Trelawney no se ocupó más de mí: se volvió a meter en aquella insólita lectura suya del tratado de anatomía humana. Debía tener un proyecto en la cabeza, y durante todos los días que siguieron permaneció reticente y absorto.
Pero por muchos sitios empezaban a llegar noticias de una doble naturaleza de Medardo. Niños perdidos en el bosque eran encontrados, con mucho miedo por su parte, por el medio hombre de la muleta que los devolvía de la mano a casa y les regalaba brevas y buñuelos; pobres viudas eran ayudadas por él a transportar haces de leña; perros mordidos por una víbora eran curados, regalos misteriosos eran encontrados por los pobres en los alféizares y los umbrales, árboles frutales arrancados por el viento eran enderezados y afianzados en sus glebas antes de que los propietarios se hubiesen asomado a la puerta.
Pero al mismo tiempo, las apariciones del vizconde medio envuelto en la capa negra indicaban sombríos acontecimientos: niños raptados eran después encontrados prisioneros en cuevas tapadas con piedras; derrumbes de troncos y rocas caían sobre las viejecitas; calabazas aún sin madurar eran hechas pedazos únicamente por espíritu malvado.
La ballesta del vizconde desde hacía tiempo sólo alcanzaba golondrinas; y de tal modo que no las mataba, sino que sólo las hería y mutilaba. Pero, ahora empezaban a verse en el cielo golondrinas con las patitas vendadas y atadas con palitos, o con las alas encoladas o emplastadas; había toda una bandada de golondrinas bien aparejadas que volaban con prudencia todas juntas, como convalecientes de un hospital pajarero, e inverosímilmente se decía que el mismo Medardo era el doctor.
Una vez un temporal cogió a Pamela en un lejano lugar baldío, con su cabra y su pato. Sabía que por allí cerca había una cueva, aunque pequeña, una cavidad apenas insinuada en la roca, y se dirigió hacia ella. Vio que asomaba una bota vieja y remendada, y dentro estaba, acurrucado, el medio cuerpo envuelto en la capa negra. Hizo ademán de huir, pero el vizconde ya la había distinguido y saliendo bajo la lluvia le dijo:
—Refúgiate aquí, chica, ven.
—No, yo ahí no me refugio —dijo Pamela—, porque apenas cabe uno, y vos queréis aplastarme ahí.
—No tengas miedo —dijo el vizconde—. Me quedaré fuera y así podrás estar a tus anchas bajo cubierto, junto con tu cabra y tu pato.
—La cabra y el pato pueden estar bajo el agua.
—Verás como también los ponemos al abrigo.
Pamela, que había oído contar los extraños accesos de bondad del vizconde, se dijo: «A ver qué pasa», y se acurrucó en la cueva, estrechándose entre los dos animales. El vizconde, de pie allí delante, extendía la capa como un toldo de manera que no se mojaran ni siquiera el pato y la cabra. Pamela miró la mano que sostenía la capa, quedó un momento pensativa, se puso a mirar sus propias manos, comparó la una con la otra, y luego estalló en una gran carcajada.
—Estoy contento de que estés alegre, muchacha —dijo el vizconde—, pero ¿por qué te ríes, si puede saberse?
—Río porque he comprendido lo que trae locos a mis paisanos.
—¿Cómo?
—Que vos sois un poco bueno y un poco malo. Ahora todo está en su sitio.
—¿Y por qué?
—Porque me he dado cuenta de que sois la otra mitad. El vizconde que vive en el castillo, el malvado, es una mitad. Y vos sois la otra, que se creía desaparecida en la guerra y ahora, en cambio, ha regresado. Y es una mitad buena.
—Muy amable. Gracias.
—Oh, es así, no es por haceros un cumplido.
Y ésta es la historia de Medardo, como Pamela la conoció aquella tarde. No era cierto que la bala de cañón hubiese desmenuzado parte de su cuerpo: había sido partido en dos mitades; una fue encontrada por los que recogían a los heridos del ejército; la otra permaneció sepultada bajo una montaña de restos cristianos y turcos y nadie la vio. De noche cerrada pasaron por el campo dos eremitas, no se sabe si fieles a la verdadera religión o nigromantes, los cuales, como les ocurre a algunos en la guerra, se habían visto constreñidos a vivir en las tierras desiertas entre los dos campos, y quizá, se dice ahora, intentaban abrazar al mismo tiempo la Trinidad cristiana y el Alá de Mahoma. En su estrambótica piedad, aquellos eremitas, una vez encontrado el cuerpo partido de Medardo, se lo llevaron a su covacha, y allí, con bálsamos y ungüentos preparados por ellos, le curaron y salvaron. Apenas restablecidas las fuerzas, el herido se despidió de sus salvadores y, renqueando con su muleta, recorrió durante meses y años las naciones cristianas para volver a su castillo, maravillando a todos a lo largo del camino con sus actos de bondad.
Tras haber contado su historia a Pamela, el medio vizconde bueno quiso que la pastorcilla le contase la suya. Y Pamela explicó cómo el Medardo malvado la asediaba y cómo había huido ella de casa y vagaba por los bosques. Ante el relato de Pamela el Medardo bueno se conmovió, y dividió su piedad entre la virtud perseguida de la pastorcilla, la tristeza sin consuelo del Medardo malvado, y la soledad de los pobres padres de Pamela.
—¡Ésos! —dijo Pamela—. Mis padres son dos viejos bergantes. No viene al caso que les compadezcáis.
—Pero piensa en ellos, Pamela, qué tristes deben estar ahora en su vieja casa, sin nadie que les cuide y les haga los trabajos del campo y de la cuadra.
—¡Ojalá les aplastara, la cuadra! —dijo Pamela—. Empiezo a comprender que sois demasiado blando, y en lugar de tomarla con vuestro otro pedazo por todas las maldades que comete, casi parece que también tengáis piedad de él.
—¿Y cómo no tenerla? Yo sé lo que quiere decir ser la mitad de un hombre, no puedo dejar de compadecerle.
—Pero vos sois distinto; también un poco chiflado, pero bueno.
Entonces el buen Medardo dijo:
—Oh, Pamela, esto es lo bueno de estar partido: el comprender de cada persona o cosa del mundo la pena que cada uno y cada una tienen por su propia incompletez. Yo estaba entero y no entendía, y me movía sordo e incomunicable entre los dolores y las heridas sembrados por todas partes, allí donde uno, entero, menos se atreve a creer. No sólo yo, Pamela, soy un ser dividido y desarraigado, sino también tú y todos. Ahora tengo una fraternidad que antes, entero, no conocía: con todas las mutilaciones y faltas del mundo. Si vinieras conmigo, Pamela, aprenderías a sufrir los males de cada uno y a curar los tuyos curando los suyos.
—Esto es muy hermoso —dijo Pamela—, pero yo me encuentro en un gran apuro, con aquel otro pedazo vuestro que se ha enamorado de mí y no se sabe lo que quiere hacerme.
Mi tío dejó caer la capa porque el temporal había terminado.
—También yo estoy enamorado de ti, Pamela.
Pamela salió de un salto fuera de la cueva:
—¡Qué bien! Hay el arcoiris en el cielo y yo he encontrado a un nuevo enamorado. Partido también éste, pero con un alma buena.
Caminaban bajo ramas todavía goteantes por senderos enfangados. La media boca del vizconde se arqueaba en una dulce, incompleta sonrisa.
—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Pamela.
—Yo diría que fueras a casa de tus padres, pobrecitos, para ayudarles un poco en sus quehaceres.
—Ve tú si tienes ganas —dijo Pamela.
—Yo sí que tengo ganas, querida —dijo el vizconde.
—Y yo me quedo aquí —dijo Pamela y se detuvo con el pato y la cabra.
—Hacer buenas acciones juntos es la única manera de amarnos.
—Lástima. Creía que había otras maneras.
—Adiós, querida. Te traeré tortas de miel —y se alejó por el sendero a saltos de muleta.
—¿Qué dices de esto, cabra? ¿Y tú, patito? —dijo Pamela, sola con los animales—. ¿Sólo deben caerme tipos así?
Desde que todos supieron que había regresado la otra mitad del vizconde, tan buena como mala era la primera, la vida en Terralba fue muy distinta.
Por la mañana acompañaba al doctor Trelawney en su ronda de visitas a los enfermos; porque el doctor poco a poco había reanudado la práctica de la medicina y se había dado cuenta de cuántos males padecía nuestra gente, a quienes las largas carestías de tiempos pasados les había consumido el vigor, males de los que nunca se había cuidado.
Íbamos por los caminos de la campiña y veíamos las señales de que mi tío nos había precedido. Mi tío el bueno, claro, el cual cada mañana daba también una ronda, no sólo de visitar a los enfermos, sino también a los pobres, los viejos, quienquiera que tuviese necesidad de ayuda.
En el huerto de Bacciccia, el granado tenía los frutos maduros envueltos cada uno con un pañuelo anudado. Comprendimos que a Bacciccia le dolían las muelas. Mi tío había envuelto las granadas para que no se abrieran y desgranaran ahora que la enfermedad impedía al propietario salir a cogerlas; pero también como señal para el doctor Trelawney, para que pasase a visitar al enfermo y llevase las tenazas.
El prior Ceceo tenía un girasol en la terraza, tan marchito que nunca florecía. Aquella mañana encontramos tres gallinas atadas allí, a la barandilla, comiendo a todo pasto y descargando estiércol blanco en el tiesto del girasol. Comprendimos que el prior debía de tener diarrea. Mi tío había atado las gallinas para abonar el girasol, pero también para advertir al doctor Trelawney de aquel caso urgente.
En la escalera de la vieja Giromina vimos una hilera de caracoles que subían hacia la puerta: caracoles grandes de esos que se comen. Era un regalo que mi tío le había traído del bosque a Giromina, pero también una señal de que la enfermedad del corazón de la pobre vieja había empeorado y para que el doctor entrara despacio, para no asustarla.
Todas estas señales de comunicación eran usadas por el buen Medardo para no asustar a los enfermos con un requerimiento de los cuidados del doctor demasiado brusco, pero también para que Trelawney tuviera inmediatamente una idea de qué se trataba, incluso antes de entrar, y venciera así su resistencia a poner los pies en las casas ajenas y a acercarse a enfermos que no sabía lo que tenían.
De pronto, por el valle corría la alarma:
—¡El Amargado! ¡Que viene el Amargado!
Era la mitad amarga de mi tío que había sido vista cabalgando por aquellos parajes. Entonces todos corrían a esconderse, y el primero el doctor Trelawney, conmigo detrás.
Pasábamos ante la casa de Giromina y en la escalera había una hilera de caracoles aplastados, todo baba y pedacitos de concha.
—¡Ya ha pasado por aquí! ¡Deprisa!
En la terraza del prior Ceceo las gallinas estaban atadas al cañizo donde habían sido puestos a secar los tomates, y estaban ensuciando todo aquello.
—¡Deprisa!
En el huerto de Bacciccia las granadas estaban todas por el suelo, destrozadas, y de las ramas colgaban los pañuelos vacíos.
—¡Deprisa!
Así, entre la caridad y el terror, transcurrían nuestras vidas. El Bueno (como llamaban a la mitad izquierda de mi tío, en contraposición al Amargado, que era la otra) era tratado ahora como un santo. Los lisiados, los pobrecillos, las mujeres traicionadas, todos los que estaban apenados corrían junto a él. Habría podido aprovecharse y convertirse él en vizconde. Pero continuaba como un vagabundo, dando vueltas con su raída capa negra, apoyado en la muleta, con las medias a rayas llenas de remiendos, haciendo el bien tanto a quien se lo pedía como a quien lo trataba mal. Y no había oveja que se quebrara una pata en el barranco, ni bebedor que sacara la navaja en la taberna, ni esposa adúltera que corriera de noche junto a su amante, que no lo vieran aparecer allí como llovido del cielo, negro y enjuto y con la dulce sonrisa, para socorrer, dar buenos consejos, y prevenir violencias y pecados.